Durante este año 2017 se están sucediendo los trabajos destinados a conmemorar la Revolución Rusa de hace un siglo, que tan profundamente marcaría el destino inminente del gigantesco país e incluso el de parte del continente. Hace pocas fechas, Catherine Merridale, con “El tren de Lenin. Los orígenes de la revolución rusa” (editorial Crítica), seguía los pasos del líder bolchevique exiliado en Suiza cuando la reacción revolucionaria se hizo efectiva y pudo regresar en un viaje en tren, ya convertido en legendario, que estaría rodeado de peligros e intrigas políticas. Así, “antes de finalizar el año, pasaría a ser el amo y señor de un nuevo estado revolucionario” haciendo de un conjunto de pensamientos escritos cuarenta años atrás por Karl Marx toda “ideología de gobierno. Creó un sistema soviético que llevaría las riendas de un país en nombre de la clase trabajadora, estableciendo la redistribución de la riqueza y promoviendo diversas transformaciones igualmente radicales tanto en el campo de la cultura como en el de las relaciones sociales”. Estos cambios irían más allá de sus fronteras ya que, convertidos en un ideario político con el nombre de leninismo, se convertirían en una guía política para los partidos revolucionarios del mundo, desde China a Vietnam, desde el Caribe hasta el subcontinente indio.
En aquel año, Europa estaba librando una guerra fratricida mientras la Rusia de los zares agonizaba; todo estalla en febrero, con grandes movilizaciones en la capital, Petrogrado; el zar abdica, el país se transforma en una república, los exiliados se apresuran a volver y el júbilo se apodera de las clases populares. La nobleza que controlaba el país no sólo tiene los días contados, sino que pone en peligro su vida permaneciendo allí, como pudo leerse en el también reciente «El ocaso de la aristocracia rusa» (editorial Tusquets), de Douglas Smith, en el que se historiaba lo vivido por dos familias aristócratas que acababan en el ostracismo y la ruina. De este modo, el libro revelaba cómo la Rusia feudal repleta de campesinos en situaciones de esclavitud bajo las órdenes y la explotación de los ricos atravesaba las revoluciones de 1905 y 1917 y el llamado Terror Rojo de 1918 en contra de los «enemigos del pueblo». La solución estaba clara: acabar con todos aquellos que hubieran aplastado al proletariado, lo que terminaría de raíz con una sociedad fuertemente jerarquizada y en la que, de repente, los huidos y desposeídos de todo lo que tenían eran los ricos. Los que antes habían sido los siervos se habían vengado.
El fin de los zares
Y a eso remite el título del último libro de Julián Casanova, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza: “La venganza de los siervos. Rusia 1917” (editorial Crítica). El estudio se abre con un epígrafe del príncipe Lvov, jefe del Gobierno Provisional, en junio de 1917, en el que les decía esto a sus ministros: «Es la venganza de los siervos [...] el resultado de nuestro –y ahora hablo como un terrateniente– pecado original [...] el comportamiento tosco y brutal durante siglos de servidumbre». Unas palabras que sonaban a gran arrepentimiento, a tener la consciencia de haber abusado de la población y de no haber tenido la astucia de manejarse al respecto como en otros países avanzados: “Si Rusia hubiera sido bendecida con una verdadera aristocracia terrateniente, como la de Inglaterra, que tuvo la decencia humana de tratar a los campesinos como personas en vez de como perros... entonces quizás las cosas podrían haber sido diferentes”. Pero no lo fueron, como un alud de publicaciones ha venido demostrando, a la busca de entender cómo se cimentó y desarrolló ese periodo crítico de una nación tan poderosa.
De hecho, Casanova, muy prolífico como escritor sobre asuntos históricos tanto del ámbito español como internacional –sus últimos libros son “Europa contra Europa, 1914-1945” (Crítica, 2011) y “A Short History of the Spanish Civil War”, publicado en 2012 en Londres–, se ha propuesto “captar y sintetizar, en apenas doscientas páginas, las decenas de miles, imprescindibles, que se han escrito por diferentes especialistas. Es lo que intenta este libro, que incorpora y combina mis investigaciones y enseñanzas, mis deudas intelectuales con reconocidos historiadores”, y de esta manera facilitar al lector en español visiones historiográficas inaccesibles para él. “La venganza de los siervos” da inicio con un Nicolás II que no esperaba tener que abdicar dando fin con ello al dominio de la dinastía de los Románov, que había comenzado trescientos años antes. “De golpe, todo el edificio del Estado ruso se desmoronó.” Asimismo, el autor revisa cómo el declive del zarismo era algo que se estaba fraguando desde mediados del siglo XIX, con derrotas militares y gestiones económicas desacertadas, y apunta el quid de la cuestión: una reforma que no lo fue del todo, pues con la abolición de la servidumbre en 1861, en una Rusia estancada y medieval, no se acababa con ese sistema esclavista que mantenía como siervos igualmente a veintitrés millones de personas, pues había un matiz definitivo: con esa ley eran emancipados, pero no liberados.
La semilla de la rebelión
Por eso Casanova habla de dos Rusias y de las tensiones
y traumas que iban a vivir los más desfavorecidos ante los privilegios de una
nobleza que hasta tenía que recibir el pago por el lote de tierra que
trabajaban sus campesinos y recibía también alicientes financieros por parte
del Estado. Era la Rusia “oficial y la campesina, la de los terratenientes,
jerarquía eclesiástica y burocracia imperial, frente a la gran masa de
población, analfabeta y empobrecida”, como en realidad ya había explicado el
socialista Herzen. Es un país en el que el campesinado pretende lograr un más
favorecedor modo de vida en las ciudades y no se ha desarrollado una verdadera
burguesía industrial, donde el proletariado ni siquiera tiene el permiso para
hacer huelgas, de modo que las protestas eran una iniciativa tan desorganizada
como desesperada en el seno de unos trabajadores que vivían “en condiciones
calamitosas, con el alcoholismo muy extendido y con epidemias, como el cólera” (por no hablar
de la hambruna de 1891-1892, que costó la vida a casi medio millón de
personas). Semejante caldo de cultivo, basado en la represión y la ausencia de
libertades y derechos civiles, propiciaría una oposición radical al sistema
zarista, compuesta «por intelectuales, las elites educadas, lo que en ruso se
llamó “intelligentsia”,
estudiantes, escritores, profesionales, una especie de subcultura al margen de
la Rusia oficial, que intentaban explotar cualquier rastro de descontento
popular para conquistar el poder».
Tal amalgama de ciudadanos cultos tendría más eco de lo
que pudiera sospecharse en esa época violenta y paupérrima. Casanova afirma que
“fueron
ellos quienes establecieron una tradición de ideas, propaganda y agitación
revolucionarias, antes de que, con el cambio de siglo, todo eso se plasmara en
la creación de diferentes partidos socialistas que dominaron después el
escenario político en 1917”. Una comunidad que estaba distanciada tanto de la
Rusia política como campesina y que según algunos historiadores tuvieron
una influencia negativa en los acontecimientos al transformar quejas concretas
en un rechazo absoluto del orden sociopolítico y económico. Para esos
librepensadores, la única salida era la revolución, y su fanatismo al final
daría sus frutos. Este libro los muestra y aclara, y hace vívido, con
innumerables datos y puntos de vista de autoridades en la materia, uno de los
puntos de inflexión más cruciales del mundo contemporáneo.