Hace un año, se
publicaba una de esas obras de Arthur Conan Doyle que habían quedado
ensombrecidas por la infinita fama de su personaje Sherlock Holmes. No era una
novela histórica, en las que quiso sobresalir siempre el autor escocés, sino un
libro de pura autobiografía aventurera a partir de los siete meses que de joven
pasó en un ballenero en el Ártico como médico –cursaba tercero de medicina en
la Universidad de Edimburgo cuando un amigo le propuso sustituirle para ir al
Polo Norte–, antes de sus inicios profesionales como doctor. Era su diario de
viaje “Viaje al Ártico”, sobre el que él mismo dijo en sus memorias que fue “la
primera aventura realmente sorprendente de mi vida». Y en efecto, leyendo a Doyle,
uno se contagiaba del peligro continuo a bordo de un barco que regresaría a
casa con ballenas, focas, osos polares, narvales y pingüinos.
Gracias a
aquellas páginas, se podía apreciar cómo a finales del siglo XIX, visitar esos
lares era jugarse la vida de continuo (“si un desgraciado se resbala entre dos
bloques, lo que es fácil, corre la suerte de ser cortado en dos”) y cómo era de
duro el hecho de matar focas: “Es un trabajo sangriento, aplastar las pobres
cabecitas mientras te miran con los ojos grandes y negros”. Un comentario
piadoso que enseguida era seguido de otros llenos de orgullo por dar en el
blanco de varios elefantes marinos. Mucho más amable, por otra parte, era el
Ártico que enamoró a Jules Verne, que llevó los paisajes polares a obras como
«La esfinge de los hielos» o «El país de las pieles». Y es que un lugar así
sólo podría despertar la sensación de fascinación, peligro pero también
desconocimiento, por decirlo con el subtítulo de estos “Sueños árticos”
(traducción de Mireia Bofill) de Barry Lopez, libro publicado en 1986 que fue
todo un superventas y consiguió el National Book Award.
El escritor y naturalista
británico Robert Macfarlane presenta este libro que, desde que cayó en sus
manos, le cambió la vida y le llevó a releerlo una y otra vez: “Cuando comenzó
a escribir sobre el Ártico, Barry Lopez se tuvo que enfrentar al problema de la
representación: ¿cómo podía el lenguaje apresar un paisaje tan descomunal y
monocorde? ¿Cómo describiría el reino de la inmensidad y la repetición? ¿Cómo
iba a situar este paisaje inhóspito y enigmático al alcance de las palabras sin
trivializarlo ni faltar a la verdad?”. Ciertamente, el desafío era mayúsculo,
aunque el autor lo superó con creces mediante un estilo hondo y sencillo a la
vez, más un punto de vista muy descriptivo a lo Thoreau (se detiene a apreciar
“la inclinación de una flor, el color del cielo nocturno, el murmullo de un
animal”), con el trasfondo inevitable de cómo la naturaleza nos afecta, nos
enseña, nos acompaña, y también habla de nuestras limitaciones y pequeñeces
frente a ella.
Un desierto de hielo
Durante más de cuatro años, Lopez fue conociendo el
Ártico desde el estrecho de Bering, en el oeste, hasta el estrecho de Davis, en
el este. Un sinfín de espectáculos naturales se abrió a sus ojos; un sinfín de
hallazgos curiosos se cruzó en su camino, como un colmillo de mamut o “el círculo
de piedras utilizado por un cazador de hace 1.500 años para sujetar el reborde
de su tienda de pieles”. De esta manera, el tiempo y la historia se desintegran
a lo largo de esos desiertos de hielo hasta convertir su pureza y blancura en
algo eterno, y al mismo tiempo, se deja sentir la mano del hombre mediante
prospecciones petrolíferas o extracciones mineras, todo lo cual provocó un
impacto económico, psicológico y social muy intenso en los poblados y aldeas
que Lopez tuvo la ocasión de conocer: “Especialmente preocupante para los
residentes locales es una concentración cada vez mayor del poder en manos de
personas que disponen de enormes recursos económicos, pero cuyo sentido
geográfico de la región está muy poco desarrollado”.
Si ya en los años ochenta el viajero destacaba el
cataclismo que suponía tal invasión, qué diría ahora, cuando el cambio
climático daña los polos de manera irremisible (Macfarlane, en el prólogo a la
edición de 2014, ya decía que el Ejército estadounidense predijo que en el 2016
el Ártico se quedaría sin hielo). En cualquier caso, para Lopez la reflexión
fue, es y debería ser la misma: “Es posible vivir sabiamente sobre la tierra, y
vivir bien”. Esa área del planeta inspiró al escritor a pensar que estar en
este mundo no significa amasar posesiones sino disfrutar de una buena vida de
familia y tener un vasto conocimiento de la propia tierra. Tal cosa se la
enseñó no sólo el paisaje, sino las gentes con las que se va encontrando, en un
libro en que se mezclan las explicaciones de tinte histórico con la observación
de animales (se dedican páginas y páginas al buey almizclero o al oso, por
ejemplo) y sedimentos helados. El Ártico es lo más parecido a un desierto,
afirma Lopez, “no sólo por la falta de humedad y por su yerma topografía, sino
también por los rigores que impone a la vida humana. Es un paisaje que prefiere
a las gentes curtidas y prácticas, capaces de percibir hasta el más leve
parpadeo de vida en un entorno que aparece sin contornos e interminable a la
mirada no adiestrada”. Un lugar donde aprender a mirar, a dedicar tiempo a
percibir un entorno sin sombras en el que la blancura de la luz lo inunda todo
y hace descubrir que otro color es posible.
Publicado en La Razón, 24-VIII-2017