Como
el Quijote, Hamlet, Fausto o Don Juan, Robinsón Crusoe es universalmente mucho
más que un personaje literario. Se trata de un arquetipo, un icono social y
cultural, un mito que ha traspasado el mundo de la ficción narrativa para
incluso nutrir el lenguaje. Así, en el Diccionario de la Lengua Española,
encontramos «robinsón», «robinsonismo» y «robinsoniano», dos sustantivos y un adjetivo
pertenecientes a aquel que, «en la soledad y sin ayuda ajena llega a bastarse
por sí mismo». Y esto es lo que le había ocurrido al marinero escocés Alexander
Selkirk, el verdadero náufrago en que Daniel Defoe basó su inmortal relato de
aventuras (publicado en 1719) y al que habían abandonado por indisciplina en
una isla desierta.
Defoe
conoció el suceso gracias a un libro titulado «Crucero alrededor del mundo» de
un capitán llamado Woodes Rogers, y su instinto periodístico le despertaría la
suficiente curiosidad para conocer la peculiar historia al completo e inventar
un relato después de pedirle consejo a un librero de confianza. Éste le orientó
sobre la longitud que debía de tener la novela, confirmándole que un libro
semejante podría resultar atractivo para una gran cantidad de lectores que
buscaba nuevos entretenimientos, literatura de evasión. Defoe sabía, como todo
el mundo, que la novela era un género secundario, pero su fina intuición
detectó que muy bien podría ser el vehículo para exponer sus ideas
moralizadoras y puritanas a partir de un hombre que se superaba a sí mismo.
Porque Robinsón, por supuesto, ejemplifica al hombre
que lucha con un entorno natural inhóspito y que ha de fabricarse una
civilización a su manera, construyéndola de la nada, e incluso integrando en
ella a un indígena, lo cual simboliza el colonialismo e imperialismo británico.
Dadas estas premisas pedagógicas, no es extraño que J. J. Rousseau recomendara
vivamente la novela a los jóvenes, afirmando que era una «obra básica de toda
educación». Y en esa intención educativa también cabría colocar este notable
libro de François Édouard Raynal, “Los náufragos de Auckland” (traducción de
Pere Gil, prólogo de Alfredo Pastor) al ser la demostración de que, como aquel
Robinsón real convertido en ficción, se podía sobrevivir tras una tragedia en
condiciones de aislamiento extremas, y levantar una cabaña, aprender a
subsistir en una naturaleza salvaje, soportar el abatimiento de tanta soledad y
falta de recursos de toda clase.
El clima más hostil
Y es que una noche de 1864, los cinco hombres que integraban la
tripulación de la Grafton, una goleta mercante, naufragó en las costas de
Nueva Zelanda, hallando no obstante refugio en un islote deshabitado. El
capitán australiano Thomas Musgrave, el jovencísimo marinero británico George
Harris, el noruego Alexandre MacLarren, el cocinero portugués Henri Forgés, y Raynal,
administrador de una plantación en Isla Mauricio, soportarían veinte meses en las
islas Auckland con un clima hostil y, en un ejemplo de resistencia y confianza
memorable, salvarían sus vidas y podrían retomar sus asuntos. En el caso del
autor del libro, volvería a su añorada Francia, de la que estaría alejado
veinte años, para atender a sus padres, a los que quiso ayudar desde
adolescente para darles una existencia holgada haciéndose marinero e incluso
buscador de oro en Australia, todo lo cual le había llevado a sufrir indecibles
padecimientos.
El deseo de la
expedición de la Grafton era encontrar cierta isla en que podía haber una mina
de estaño argentífero o, en el peor de los casos, suficientes focas con las que
conseguir aceite y pieles. Pero el fuerte viento y las olas arrastrarían la
goleta hasta hacerla chocar contra unos peñascos y naufragar. A partir de ese
momento Raynal se convertiría en un líder
que, lejos de resignarse a sufrir un destino fatal e inevitable, se esforzará
no sólo en la creación de un microcosmos que proporcione a su tripulación
seguridad, calor, incluso comodidad, sino en dirimir las diferencias que irán
surgiendo en una situación claustrofóbica pero en la que el autor, gracias a su
fe en Dios, consigue encontrar fuerzas y esperanzas, y lo más importante,
contagiar estas a sus compañeros. La razón se impone al caos; la inventiva a la
poderosa naturaleza; la fe en uno mismo a la tristeza.
Entre ruidosos leones marinos e inmensas moscas
azules, en unas Auckland donde “la humedad, las tempestades y las nieblas
reinan casi sin interrupción”, Raynal escribe un diario (Musgrave también hizo
lo propio, y lo publicó en 1866) y, muy bregado en el pasado como trabajador de
la tierra en las condiciones más duras, emprende todo tipo de iniciativas.
Fabrica jabón, hace de un poco de harina y mostaza su farmacia y siempre está
atento a que se imponga la fraternidad, sabedor de que las enemistades tendrían
consecuencias desastrosas, de tal modo que instaura la figura de “un cabeza de
familia que atemperase la autoridad legal” como juez paternal, como un hermano
mayor.
El grupo, pues, firma una especie de constitución
para “mantener el orden y la unión entre nosotros, con tacto pero también con
firmeza”, y se organizan para tener abundante leña y hacer la colada cada
lunes, entre otras interminables tareas. Al final, construirán una barca con la
que huir, padeciendo hambre y tormentas, hasta la salvación final cinco días
más tarde en lo que fue una aventura convertida en crónica que, como en el caso
robinsoniano, también inspiraría literatura. Nos referimos a “La isla
misteriosa” (1874), en la que Jules Verne narró cómo cinco marinos, tras huir
de la Guerra de Secesión, logran sobrevivir en un lugar lleno de fenómenos
enigmáticos.
Publicado en La Razón, 3-VIII-2017