Las estadísticas de la Gran Guerra son implacables: diez millones de soldados y civiles muertos; una media de edad de los caídos de diecinueve años y medio. Ríos y ríos de información sobre el conflicto iniciado en 1914 corren sin descanso alrededor de todos nosotros mediante nuevos volúmenes de Historia, la reedición de obras clásicas y las traducciones novedosas de una ingente cantidad de novelas y biografías. Y sin embargo, siempre surgen trabajos que aportan nuevas miradas del conflicto. En esta ocasión, Wade Davis nos coloca en aquella tragedia desde un ámbito muy particular, el alpinismo, en este mastodóntico «En el silencio» (traducción de Núria Molines Galarza) antes de centrarse en un objetivo mítico: la posibilidad de ascender al monte más alto del planeta, el Everest, a 8.848 metros.
Merece la pena detenerse unas líneas en la trayectoria de este profesor de Antropología en la Universidad de la Columbia Británica, en Vancouver, que, en la actualidad, junto con otros seis científicos, forma parte del programa «Exploradores residentes» de la National Geographic Society. En su haber tiene investigaciones como «El enigma zombi», una exhaustiva crónica de sus experiencias en Haití alrededor de la cultura vudú que se publicó entre nosotros en 1987, y un título que ha aparecido también este mismo año, «Los guardianes de la sabiduría ancestral: su importancia en el mundo moderno» (editorial Punto de Vista), en el cual estudia la sabiduría de las culturas indígenas del mundo. De Davis ya conocíamos «El río», que Pre-Textos publicó en 2004, cuyo tema central conecta tanto con «En el silencio» como con «Los guardianes», esto es, la aventura hacia lo desconocido, el peligro y hasta la muerte.
Una desaparición
Todo partía de cómo en 1941 el profesor Richard Evans Schultes, futuro director del Museo Botánico de Harvard, desapareció en la selva amazónica cuando trabajaba en la localización de ríos que no habían sido registrados, estudiando plantas que la ciencia no conocía y adentrándose en las costumbres de tribus indígenas de Ecuador, Perú, Brasil, Bolivia, Venezuela y Colombia. Pues bien, en 1971, el propio Wade sería enviado por su profesor Schultes a esa misma zona para analizar la coca desde el punto de vista botánico, una iniciativa que se llevaría por delante a su compañero de fatigas, el biólogo Tim Plowman. De modo que el peligro y la búsqueda de los límites humanos en lugares inexplorados o inhóspitos es el centro de las inquietudes de un Davis que en esta ocasión ha viajado más atrás en el tiempo, a 1924, lanzándose a investigar sobre el destino de un par de expedicionarios ingleses, George Mallory, de treinta y siete años, considerado el mejor alpinista de Gran Bretaña –que había, además, protagonizado dos expediciones al Everest poco antes–, y Sandy Irvine, un estudiante de Oxford de tan solo veintidóss. Esta pareja desaparecía entre la bruma para siempre, a 7.900 metros, y no sería hasta 1999 cuando se encontraría el cadáver de Mallory –al que su país rindió honores de héroe nacional en su día–, aún con el misterio de si llegó a la cima del monte o no la pudo coronar, pues se piensa que pudo morir en pleno descenso, de noche, al llevar las gafas de sol en su abrigo.
Davis conecta en su libro situaciones dispares y a la vez estrechas: cómo vivieron diversos jóvenes la Primera Guerra Mundial y cómo esa pulsión aventurera los motivó a dejar atrás el atronador ruido de las armas para cambiarlo con el silencio y la soledad nevada del Himalaya. «Uno de los efectos más peculiares de la llegada de la paz fue el deseo de muchos veteranos de volver a cualquier sitio menos a casa. Para aquellos que sobrevivieron, como escribió Paul Fussell, viajar se convirtió en una fuente de felicidad irracional, una celebración emocionante del mero hecho de estar vivos. Para ellos, Inglaterra únicamente podía ofrecerles el recuerdo de una juventud perdida, traición, mentiras», escribe el autor.
Es el caso de Charles Howard-Bury, que había luchado cuatro años y estado cautivo como prisionero nueve meses, que tenía responsabilidades como propietario de una finca en la convulsa Irlanda de aquellos años pero que, a los diecinueve días de su liberación, se prestó como voluntario con el fin de pagarse él mismo un viaje a la India «para obtener la connivencia del Raj para contactar con las autoridades tibetanas, todo por el sueño de conseguir el permiso para tener una oportunidad en el Everest».
En lo más alto
Nacía entonces una obsesión que aunó a diferentes escaladores del Alpine Club y la Real Sociedad Geográfica. El presidente de ésta, Francis Younghusband, lo dejó bien claro: «Nos negamos a admitir que la montaña más alta del mundo no pueda ser escalada. El hombre que ponga su pie por primera vez en la cima del monte Everest elevará el espíritu de incontables gentes por las generaciones venideras y dará a los hombres una tenacidad mucho más firme para escalar cualquier otra montaña». Era, asimismo, una aventura que devendría simbólica para la población británica, en su busca de redención por haber enviado a tantos muchachos a la muerte, y en ello no cabrían alpinistas extranjeros. Serían únicamente británicos y se anhelaban hazañas como la de sir Ernest Shackelton en la Antártida. Entre ellos, claro está, destacó Mallory, muy cercano al círculo artístico de Bloomsbury, que luchó en una de las batallas más sangrientas y largas, la de Somme. Y así, después de sobrevivir a aquel terrible episodio, vendría el deseo de encarar, por decirlo con los títulos de un par de capítulos del libro, «La cima de sus deseos» sin importar que «el precio de la vida es la muerte».
Publicado en La Razón, 12-X-2017