Durante este año se están sucediendo los trabajos destinados a conmemorar la Revolución Rusa de hace un siglo que tan profundamente marcaría el destino inminente del gigantesco país. Catherine Merridale, con «El tren de Lenin. Los orígenes de la revolución rusa» (editorial Crítica), seguía los pasos del líder bolchevique exiliado en Suiza cuando la reacción revolucionaria se hizo efectiva y pudo regresar en un viaje en tren que estaría rodeado de peligros e intrigas políticas. En aquel año, Europa estaba librando una guerra fratricida mientras la Rusia de los zares agonizaba; todo estalla en febrero, con grandes movilizaciones en la capital, Petrogrado; el zar abdica, el país se transforma en una república, los exiliados se apresuran a volver y el júbilo se apodera de las clases populares.
La nobleza que controlaba el país no solo tiene los días contados, sino que pone en peligro su vida permaneciendo allí, como pudo leerse en «El ocaso de la aristocracia rusa» (editorial Tusquets), de Douglas Smith, en el que se historiaba lo vivido por dos familias aristócratas que acababan en el ostracismo y la ruina. Acababa la época de los zares en paralelo a «La venganza de los siervos», por decirlo con el título que Julián Casanova puso a su estudio hace unos meses en que analizaba la Rusia de 1917 y cómo desde las altas esferas hubo una suerte de arrepentimiento por no haber tratado a los campesinos dignamente antes de que la confrontación popular estallara.
Ahora, a estas novedades se le suma un libro publicado en 1987, es decir, aún con el sistema soviético vivito y coleando aunque ya en su crepúsculo, de Evan Mawdsley, "Blancos contra rojos. La Guerra Civil rusa" (traducción de Cristina García García), que profundiza en el complicadísimo entramado bélico que asoló al gigante ruso durante los años 1917-1920. Es tal su complejidad que, como dice el autor, los historiadores no se ponen de acuerdo a la hora de fechar el inicio de la guerra (la mayoría, en el verano de 1918, relacionándola con un levantamiento de las tropas checoslovacas en mayo). Sin embargo, Mawdsley la sitúa en la Revolución de Octubre de 1917: «El espectro de un enfrentamiento entre rusos había acechado en segundo plano desde el derrocamiento del zar en febrero, pero el desencadenante de la apocalíptica lucha final, que duraría tres años y costaría más de siete millones de vidas, fue la toma de poder del partido bolchevique en Petrogrado». Ocupaban el poder ciudadanos de a pie que habían sido coordinados por los bolcheviques, «pero actuaban en nombre de los sóviets», esto es, los consejos de obreros y soldados.
Los revolucionarios no tardarían en asentar su dominio en gran parte del territorio, a lo que siguieron las elecciones de noviembre a la Asamblea Constituyente de toda Rusia. La victoria fue para el partido socialista de los campesinos (la mayoría social) por encima del marxista-bolchevique (centrados en las ciudades). La votación demostraba un país escindido, además, con un minoritario partido constitucional-demócrata que rechazaba las reformas sociales y abogaba por la guerra y que era visto como reaccionario, y por otra parte, también con los mencheviques, la fracción moderada del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia. Con toda esta amalgama de diferentes en un lugar con muchas minorías –ucranianos, bielorrusos...–, y la paradoja de que el partido mayoritario era ajeno al poder por su estracto social frente a la clase urbana que había regido el destino del país, el conflicto estaba servido. Mawdsley sigue las diferentes etapas de dicho conflicto en un imperio que «era el mayor país de la Tierra y se extendía a lo largo de 8.000 km. desde las trincheras de occidente hasta la costa del Pacífico».
Una Asamblea endiablada
Tanto en la periferia como en Petrogrado los enfrentamientos entre soviéticos y antibolcheviques se sucederán, e incluso Lenin llegará a afirmar que la guerra había acabado ya en la primavera de 1918 a partir de ser eliminado un importante contrarrevolucionario. Pero las cosas se complicarían aún más. El tratado de Brest-Litovsk, en el que Rusia renunciaba a Finlandia, Polonia o Lituania, entre otros países, que quedaban bajo el mando de las Potencias Centrales –la coalición formada por los imperios austrohúngaro y alemán durante la Gran Guerra, a la que se añadiría el Imperio otomano y el Reino de Bulgaria–, supondrían «un punto de inflexión en la vida política de la Rusia soviética», como afirma el historiador. Y es que muchos bolcheviques se negaban a tal acuerdo de paz con los alemanes; unas diferencias internas que darían paso a un cierre de filas y a que Lenin restringiera debates públicos al respecto: era el origen del Estado autoritario.
También fue el momento en que fuerzas extranjeras se introducían en la Guerra Civil rusa con la ocupación de tropas alemanas, austríacas y turcas en diecisiete provincias rusas; con el añadido de que Gran Bretaña y Francia tomaron espacios el Cáucaso y Ucrania, situación que se hizo más complicada si cabe cuando el 25 de mayo de 1918 se produjo una gran contienda en Siberia occidental entre la Legión Checoslovaca y las fuerzas soviéticas, expandiéndose a lo largo de casi ocho mil kilómetros, la que coincidía con la ruta del ferrocarril Transiberiano. Lenin veía en todo ataque una ofensiva del imperialismo anglo-francés, y por eso se ha dicho erróneamente que la Guerra Civil rusa empezó con la intervención aliada en el verano de 1918. Con todo, aún habría por delante dos años más de hostilidad aliada contra la Rusia soviética hasta que Lenin pudo decir, en el teatro Bolshói de Moscú, en noviembre de 1920, que, en una sangrienta lucha de los obreros, de victoria en victoria, «la República de los sóviets ha vivido y combatido, sosteniendo en sus manos tanto el martillo como el fusil».
Publicado en La Razón, 19-IX-2017