Es objeto siempre de estudios
biográficos que, lejos de resultar redundantes, se complementan, y nos van
llegando sus textos dispersos: diarios, cartas, crónicas de viajes, ensayos
sobre sus autores favoritos... Todo lo cual indica un interés continuo por esa
mujer de prodigiosa inteligencia demente, probable lesbiana de vida
heterosexual o asexual con su paciente marido, Leonard Woolf –que la consideró
un genio desde que la conoció y calificó cada una de sus escrituras de obra
maestra–, poeta que escribía en prosa llamada Virginia Woolf. Dada sus
inseguridades, miedos y arranques nerviosos, no es de extrañar que siga
despertando admiración y curiosidad, como pone de manifiesto este volumen que
Gordon publicó en 1986 y que ya en nuestro siglo revisó y reeditó.
Es un libro bienvenido, pero ya
tuvimos un trabajo inmejorable con «La vida por escrito. Vida de Virginia
Woolf» (2015), de Irene Chikiar Bauer; ahora además acaba de aparecer «600
libros desde que te conocí» (Jus Libreros y Editores), una preciosa edición de
las cartas que se enviaron Woolf y Lytton Strachey, muy bien ilustrada y con
una foto de portada con los dos protagonistas. La misma del libro de Gordon,
extrañamente, dándole un peso gráfico al amigo de la narradora que bien hubiera
merecido Leonard, uno de los dos destinatarios (el otro sería su hermana
Vanessa) de las notas de suicidio que dejó escritas el 28 de marzo de 1941,
antes de ahogarse en el río Ouse a los 59 años.
Los traumas de Adeline
Gordon pone el énfasis en los
traumas vividos por la pequeña Adeline Virginia Stephen, una «década de muertes
[que] marcó la juventud de Virginia y la desgajó abruptamente del resto de su
vida». Se refiere a las desapariciones de su madre Julia, en 1895 – fecha de su
primera crisis nerviosa–, la del padre Leslie en 1904 y la del hermano Toby en
1906. Surge así según la autora una imaginación obsesionada con los muertos,
que «le incitaron a hacer cosas imposibles, la condujeron a la locura, aunque,
controladas, esas voces se convirtieron en el material de su ficción». Los
acontecimientos desgraciados, más los presumibles abusos sexuales de su
hermanastro Gerald –que han generado todo tipo de elucubraciones, ninguna
concluyente–, y los antecedentes de cuadros maniaco-depresivos en su familia
paterna, forman el carácter precoz de la que apodan «la Cabra», que, con nueve
años, junto a Vanessa, que tanta influencia tiene en ella, crea un periódico y
deleita a la familia con la lectura de sus cuentos. Gordon se introduce en la
cotidianidad intelectual, creativa y social de la escritora, poniendo el peso
en diversos instantes de su infancia, en familia y frente al mar, que le quedan
tan grabados que luego aparecen como escenarios de «Las olas» y «Al faro».
Según la biógrafa, esta obra significaría, a los 44 años, el logro de la
identidad como escritora que estaba persiguiendo, al concentrarse en «dos
pilares: las figuras paternales y la generación anterior». Era una Woolf en
búsqueda de las fuentes de su vida que ahora recibe una nueva mirada que
«rastreará su respuesta creativa a tales recuerdos».
Publicado en La Razón, 16-XI-2017