En 1986, se publicaba uno de los mayores y más recordados éxitos dentro de la trayectoria de los premios Planeta: “No digas que fue un sueño”, de Terenci Moix, autor desaparecido en el año 2003. El libro llegó a ser un superventas y, lo que es más importante, se mantendría vivo entre lectores de diferentes generaciones durante los siguientes lustros e incluso hasta la actualidad. El escritor catalán, un enamorado de Egipto desde siempre que daría continuidad a esa novela, que llegaría a superar el millón de ejemplares vendidos, con “El sueño de Alejandría” dos años más tarde –parte de sus cenizas se dispersaron en la bahía de Alejandría–, presentaba una historia que no podía tener un trasfondo histórico y unos personajes principales más atractivos. “No digas que fue un sueño” contaba en clave romántica cómo la reina Cleopatra se embarcaba en el río Nilo tras haber sido abandonada por su amante Marco Antonio en lo que era un texto que exhalaba todo un reguero de emociones pasionales del todo extremas.
Y es que sólo hay una forma de presentar a la última reina egipcia, esto es, desde el fervor, la intensidad, la bravura. Así se ha empeñado en verla la historia, a lo que contribuyó el cine adornándola de una belleza y sensualidad fabulosas, todo lo cual ha hecho de este personaje histórico todo un icono sobre el que ha investigado Lucy Hughes-Hallett (Londres, 1951) hasta escribir “Cleopatra. La mujer, la reina, la leyenda” (Fórcola Ediciones; traducción de Amelia Pérez de Villar). Esa tríada de elementos que configuraron su personalidad y trascendencia sociopolítica se desarrollan de forma completísima, a la busca de los retratos que la humanidad ha hecho de Cleopatra desde la literatura, el arte y el cine, en este trabajo de la historiadora británica, de quien Fórcola ya publicó su biografía de Gabrielle D’Annunzio, “El gran depredador”, que recibió los tres premios más prestigiosos de ensayo en las letras inglesas.
Visiones contradictorias
“Es el epítome de las virtudes femeninas. Es una depredadora sexual. Es la amante leal y tierna que murió por su hombre. Es una princesa de sangre real cuyo arrojo fue prueba de su nobleza. Es una extranjera de la que no se puede uno fiar y cuya lascivia y astucia son típicas de su estirpe. Es pública benefactora, constructora de acueductos y faros. Es una tirana egoísta que tortura esclavos para entretenerse. Juguetona como una niña, vieja como el pecado. Es Cleopatra VII, reina de Egipto, que murió en el año 30 a. C.: un personaje histórico sobre el que poco puede probarse.” Así da pie a su estudio Hughes-Hallett, indicando enseguida cómo de contradictorios han sido los puntos de vista concebidos sobre esta mujer que, tal vez como ninguna otra, ha despertado fascinación a lo largo de los últimos dos mil años. La autora, de esta manera, va abordando las diversas transformaciones que ha ido sufriendo el personaje, con anécdotas, suposiciones y hechos probados que han ido cambiando hasta confirmarse o desaparecer. De ahí que el libro, además de ser una biografía, vaya más allá y constituya una plataforma para ir descubriendo “todas esas Cleopatras de ensueño”, hasta configurar también “un libro sobre sexo, monarquía y masoquismo, sobre la ética del suicidio y la retórica del racismo. Y, sobre todo, sobre la propaganda y el poder de persuasión que tiene la narrativa”.
De este modo, la autora rebusca en la vida de un personaje que guarda elementos que la sitúan cercana y alejada de Occidente a la vez, pues este es el prisma en definitiva que ha prevalecido a la hora de pintarla o retratarla literariamente: “Cleopatra era enemiga de Roma y nosotros, los occidentales, somos herederos de Roma. La noción de Cleopatra que hemos heredado la identifica fundamentalmente como el adversario”. Ese “otro” tendría un doble perfil: es mujer, pertenece a Oriente. Así las cosas, cuanto más malvada o lujuriosa la vaya viendo el paso del tiempo, más fascinante iba a ser para los artistas, literatos y cineastas. Hughes-Hallett se recrea en cada una de las aproximaciones que se han hecho de Cleopatra, por un lado, ahondando en datos fidedignos que demuestran su frivolidad –como el hecho tan famoso de que se bañaba en leche de burra, sin pensar que su pueblo se moría de hambre, y la forma en que dilapidó su inmensa fortuna–, y por otro lado, adentrándose en su labor como lideresa de una nación poderosa cuya flota no temía enfrentarse con el ejército romano.
Su reinado, que duraría veintiún años (de 69 a 30 a. C.), constituiría una época de postrera gloria para su país, tras el legado que le había dejado su padre, Ptolomeo XII, diezmado por las deudas y con la corte dividida. Egipto se convertiría en un protectorado romano tras la expulsión del faraón, momento en que entrarían en liza Pompeyo y César, para dar validez a que los dos hijos de Ptolomeo: Ptolomeo XIII y Cleopatra VII, pudieran contraer matrimonio (probablemente no se consumaría, como tampoco el siguiente con Ptolomeo XIV, a quien tal vez ella ordenó asesinar) y tomar el mando del país. Los años siguientes la joven reina buscaría consolidar su puesto de poder, para lo cual no dudaría en acudir al centro del gran Imperio, de tal modo que “se quedó en Roma como invitada de César durante bastante más de un año, hasta que él fue asesinado en los idus de marzo del año 44 a. de C.”. Fruto de su relación con él, en el año 47 a. de C. nacería su hijo Ptolomeo XV, más conocido como Cesarión.
Una vida célibe
Con todo, más allá de sus amoríos, Cleopatra destacaría realmente por otros asuntos de más calado para su pueblo: “Parece que fue una gobernante eficaz y llena de tacto, negociadora implacable y administradora comedida”. Y en efecto, intentaría llevar a buen puerto una economía deshecha sin, por ello, renunciar a ganarse los favores que requería su ambición. Entre ellos, claro está, los de Antonio, que tras la muerte de César había destacado como político eficiente y carismático que emprendía el ataque al Imperio parto (actual zona de Irán e Irak). Fue entonces cuando pisó tierras egipcias y conoció a Cleopatra. Su romance abarcaría un periodo de unos seis años, aunque con él ausente en diversas campañas militares, y ella daría a luz a dos hijos mellizos en el año 40 a. de C., en un momento en que Antonio, tras enviudar de su mujer Fulvia, se casaba con la hermana de Octavio, el hijo adoptivo de César, para sellar su acuerdo de repartirse el Imperio mediante el Tratado de Brindisi. “Durante los tres años siguientes Cleopatra vivió en Egipto, ocupándose del gobierno de su país y del establecimiento de su economía. Se la recuerda como una mujer entregada al placer que protagonizó una historia de amor, pero lo cierto es que en el momento de su muerte llevaba célibe más de la mitad de su vida adulta”, afirma la biógrafa.
El mito producto de lo que la autora llama “mentes calenturientas” se disipa bastante frente a estas afirmaciones, que reducen la vida amorosa de Cleopatra a dos relaciones fundamentalmente, ambas con un trasfondo político y bélico innegable y trascendental, hasta el punto de que tanto Julio César como Antonio se aprovecharían de las riquezas de Egipto para financiar sus conflictos armados. La reina alcanzaría acuerdos con los árabes nabateos en torno a la explotación petrolífera de un área cercana al mar Muerto, por ejemplo, y así iría sorteando las dificultades económicas hasta lograr cierta prosperidad. Asuntos estos nada glamurosos, en los que no ha incidido en particular la literatura y el cine, que ha preferido su sensualidad y avaricia, su pasión amorosa y, desde luego, para rematar su perfil dramático, un suicidio con el escapaba a los planes de Octavio de tomarla como prisionera y llevarla a Roma para su denigración pública.
Publicado en La Razón, 26-XI-2017