En 1907, el año en que ven la luz sus «Soledades. Galerías. Otros poemas», Antonio Machado, en la revista «Renacimiento» de Madrid publicaba un texto que no firmaba dentro de una sección que había empezado el mes anterior y que estaba encabezada por estas significativas palabras: «Bajo este título pienso hacer unos cuantos trabajos, en prosa y verso, encaminados a preparar el alma a bien vivir». En aquella ocasión, la elección había sido glosar la figura de H. D. Thoreau, pues en la revista se publicaba la traducción del capítulo «Soledad» de «Walden». El título general de Machado era «Tímidas consideraciones sobre el miedo de vivir y caminos para libertar a Dios, que está esclavo, según afirmó don Miguel de Unamuno». Y al respecto no habría ningún ejemplo mejor que el autor de Concord, que no tendría ningún miedo de vivir y, lo que resulta más aleccionador y ejemplar, tampoco a morir.
Pocos lectores estarían más capacitados para acoger en su alma el poder poético del pensamiento y la acción de Thoreau como él, reflexionando sobre cómo el americano se recluyó dos años frente a una laguna, apuntaba que no fue por «un ataque de arcadianismo agudo, ni menos se apartó del mundo a llorar desengaños ni heridas del corazón o de amor propio; fuese a la soledad en busca de solaz para completar su cultura, para probar sus facultades, para conocerse a sí mismo y definir su propia dirección». Palabras del poeta de los campos de Castilla y del olmo viejo que tanto debían a la claridad y transparencia de Gustavo Adolfo Bécquer.
Gerardo Diego dijo que Machado «hablaba en verso y vivía en poesía». Y ahora tenemos al Machado más oral, por así decirlo –pues también está el autor que responde por escrito a cuestiones diversas–, a nuestro alcance gracias a «Caminos sobre la mar», en el que Rafael Inglada, uno de nuestros mayores expertos en Picasso, ha recogido dieciocho conversaciones con el sevillano. «Don Antonio Machado fue el poeta de nuestra adolescencia y juventud, y seguimos considerándolo después el primer poeta de España. Nos sabíamos largas tiradas de sus versos», dice en el prólogo José Jiménez Lozano, y sea como fuere, por el recuerdo entrañable que guardamos de su obra, o bien por la cercanía de sus versos gracias a la adaptación musical de Serrat, sigue siendo tal vez nuestro poeta más próximo. Más si cabe con libros como este en el que nos habla como si viviera en el año 2017 y viera el mundo aún con sus temas ancianos: la política que nos circunda, la postura de la literatura ante la sociedad o el destino de las diferentes manifestaciones culturales, como el cine, que no podría tener futuro si no se alejaba del teatro, o la novela, que ya veía como el género preponderante.
De estos asuntos, más el desgarrador testimonio que tiene que ver con la Guerra Civil y la dramática separación de su hermano Manuel, va hablando un autor al que los periodistas de su época se acercaban con un respeto reverencial, tildándolo del poeta más popular de España, toda vez que destacaban su aspecto desastrado –«Ya conocéis mi torpe aliño indumentario», como dijo en uno de sus más célebres poemas– y su gusto por fumar y acudir a diferentes cafés para, entre la muchedumbre, buscar la soledad.
Vemos en 1926 a Ángel Lázaro charlando con los hermanos Machado –«pero yo recuerdo que la conversación de Antonio giró principalmente sobre el desprecio a la inteligencia que hay en nuestra España»–; vemos a César González-Ruano sacándole esta llamativa declaración: «Mire usted, no me gustan las entrevistas ni las encuestas. Se falsea lo que se habla»; seguimos a Giménez Caballero preguntándole al maestro qué le parecen los nuevos poetas, como Pedro Salinas o Jorge Guillén, que según él nunca podrán ser populares, ya que en ellos se impone un exceso de intelectualización por culpa de estar «contaminados del barroco francés» representado por el contemporáneo Valéry. Todo pensamiento de Machado es luz y sensatez, belleza y realismo, ya sea cuando rememora sus inicios literarios, reflexiona sobre la manera en que, en aquellos tiempos conflictivos, el deber del arte es ser actual, o nos abre la mente con una lección de relativismo como la siguiente: «Algunas veces he pensado que acaso esta época nuestra, este primer tercio del siglo XX, con su guerra mundial, sus conmociones sociales, etc., pudiera ser una de las épocas más insignificantes de la Historia».
«La política todo lo invade; en todos los rincones vibra». Él mismo aconseja que los artistas e intelectuales se ocupen menos de política y más de sus creaciones, si bien tras la Gran Guerra «una corriente de angustia conmueve los espíritus y confunde las mentes. Se ha apoderado del mundo entero una enorme desorientación». Llegará entonces el fascismo, contra el cual el intelectual «no puede inhibirse. Su mundo está en peligro, ha de combatir, ser un miliciano». Qué escalofriante vaticinio podremos leer al respecto cuando, en 1937, se le hace una entrevista que saldría publicada en 1954 en México: «Tengo la certeza de que el extranjero significaría para mí la muerte»; una muerte que en efecto sucedería no en «esta atormentada tierra española», sino en Colliure, donde aún descansan sus restos y su tumba recibe flores a diario.
Publicado en La Razón, 2-XI-2017