viernes, 8 de diciembre de 2017

¿Cuánta verdad científica esconde «Frankenstein»?


Hace poco más de doscientos años el mundo presenció un fenómeno apocalíptico después de que en 1815 el monte indonesio de Tambora entrara en erupción con una potencia que no se conocía en los últimos mil trescientos años. Murió la población del entorno y el efecto por los aerosoles y las cenizas producidas por la explosión hizo que la Tierra sufriera un gradual descenso de las temperaturas, lo cual llevó a que 1816 careciera de verano: el sol no podía atravesar bien las finas partículas de cenizas que se mantuvieron en el aire durante meses, a lo que se añadió la lluvia de grandes piedras pómez e incluso un tsunami que arrasaría varias islas. Una desgracia local extraordinaria que se convirtió en global, pues conllevó consecuencias letales para la agricultura o la ganadería, además de provocar tanto sequías como diluvios o humedad extrema.

No fue hasta 1920 cuando el climatólogo norteamericano William J. Humphreys vinculó el Tambora con el fenómeno que dejó al mundo entero pasando hambrunas y viendo cómo se extendía el tifus y el cólera. Las lluvias torrenciales tan pronto podían enclaustrar en sus casas a millones de habitantes de la India como a unos pocos miles en lugares tan alejados de Indonesia como Suiza. Aquí, cerca del lago Ginebra, aquel año de 1815, unos cuantos amigos tuvieron que permanecer dentro de la residencia veraniega que estaban ocupando, la llamada Villa Diodati: Percy Bysshe Shelley y su mujer Mary, y Lord Byron y su médico personal, John William Polidori. La historia asegura que, por mero pasatiempo para soportar lo mejor posible esas jornadas de tiempo infernal, inventaron un reto que estaba muy acorde con el ambiente que se respiraba: escribir cada uno la narración más terrorífica posible. Lord Byron concibió el poema «Oscuridad», Polidori , «El vampiro» y Mary Godwin Wollstonecraft, recién casada con Shelley, «Frankenstein o el moderno Prometeo».

Todo es electricidad

En aquella casa suiza, cuenta Mary Shelley en el prólogo a la edición de 1831 de su novela, se habló de Darwin, del galvanismo, de que «quizá un cadáver podría ser reanimado». Ya que, como afirma Frankenstein en la sensacional «El diario de Víctor Frankenstein», toda la naturaleza es pura electricidad: «El fluido eléctrico, en cantidades ilimitadas, permanece latente en la tierra, en el agua y en el aire. Está presente en los rayos de las tormentas de verano, incluso en las gotas de lluvia». Así, con sus experimentos, teniendo presente la frase que oye en una conferencia en boca de Coleridge, el científico lleva a cabo su obsesión por descubrir el secreto de la vida, que en su caso es desvelar la forma de resucitar a los muertos.

Este enfoque recibe ahora una atención exclusiva mediante un trabajo fabuloso, «Frankenstein. Bicentenario 1818-2018. Edición anotada para científicos, creadores y curiosos en general» (traducción de José C. Vales y Vicente Campos). Ocasión inmejorable para conocer cómo Mary Shelley, para su «criatura» (como se le llama en el texto), se inspiró en el alquimista Konrad Dippel, el inventor de un veneno que usará Polidori, con tan solo veinticinco años, tras una vida interesado en la medicina, el sonambulismo, el mesmerismo y el vampirismo, para suicidarse. En el prefacio, David H. Guston, Ed Finn y Jason Scott Robert se encargan de explicar cómo nació este proyecto, que implicó la consulta a un gran número de intelectuales para que arrojaran luz científica en el texto narrativo, todo para «comprender el poder galvanizador de “Frankenstein” para avivar la imaginación del público y emplear esa energía para entablar nuevas conversaciones sobre la creatividad y la responsabilidad entre investigadores y estudiantes de ciencia y tecnología y también lectores en general».

El objetivo está conseguido sin ambages, pues de entrada, «Frankenstein» es un libro que anima a reflexionar sobre los límites éticos de la ciencia y la tecnología. Así, Charles E. Robinson, en la introducción contextualiza la aparición de la novela al suceder su argumento en la década de 1790, es decir, la de las mejoras en la máquina de vapor por parte de James Watt (sí, de él se tomaría la unidad de potencia vatio) y la de la violencia extrema en París: «El Terror (así como el error) fue hijo de ambas revoluciones», la francesa y la industrial, «y la novela de Mary Shelley registra los efectos aterradores del nacimiento de la nueva era revolucionaria, en cuyas sombras todavía vivimos». (Para redondearlo, se añaden al final del libro siete ensayos breves de tanto escritores de ciencia ficción como de profesores universitarios realmente interesantes).

Sabemos que el matrimonio Shelley estuvo interesado en los avances científicos, que había acudido a conferencias sobre química y electricidad, además de estar enterado de todas las controversias científicas de su época, todo lo cual inspiraría sin duda a Mary a la hora de perfilar las referencias que se hacen a ciertos experimentos en la novela. El abuelo de Charles Darwin, médico y naturalista, el magnetismo de las brújulas, conceptos como el de «filosofía natural», la alquimia, la búsqueda de la piedra filosofal, el robo de los cadáveres que acababan en hospitales para las clases de anatomía, la tortura de animales... y cien asuntos más están explicados a pie de página (en una serie de notas que han preparado casi una cincuentena de especialistas) a medida que avanza la lectura de una obra que Shelley empezó a escribir con dieciocho años y publicó con veinte en un caso brillante de precocidad artística e influencia universal, constante e imperecedera.

Publicado en La Razón, 7-XII-2017