En abril del año 2014 moría, en
Ciudad de México, Gabriel García Márquez, algo más que un literato después de
que, en 1967, publicara “Cien años de soledad”, un libro que cambió su destino
personal por completo, pues “dejó para siempre de ser sólo un escritor para
convertirse en un mito, una leyenda, una figura pública que ya no se pertenecía
a sí mismo”, dijo el estudioso José Miguel Oviedo. Mucho más tarde, en 2004,
aparecerían las memorias “Vivir para contarla”, cuando contaba con setenta y
cinco años, lo cual contradijo sus propias palabras: las que remitían a sus
obras cuando se le preguntaba sobre su vida.
De esta habíamos tenido algunas aproximaciones,
como la biografía “García Márquez. El viaje a la semilla” (1997), de Dasso
Saldívar, que aclaraba los primeros y brumosos veinte años del escritor, además
de concretar las fechas de redacción de las versiones de “La hojarasca”, es
decir, la puerta que abre el universo de Macondo. Y de Saldívar son las
primeras palabras que nos encontramos al abrir este estupendo “La flor amarilla
del prestidigitador”, de Gustavo Tatis Guerra, al que el prologuista se refiere
en relación con cómo su colega le aportó luces a la hora de redactar “El viaje
a la semilla”. En este se comenzaba destacando «aquel viaje que hizo García
Márquez con su madre a Aracataca a principios de marzo de 1952, para vender la
casa de los abuelos donde había nacido»; también García Márquez elegía ese
momento capital, para su autobiografía, en el que miró asombrado desde un tren
la palabra «Macondo» en el cartel de una finca bananera, para ponerse a
contarnos su existencia.
Y, naturalmente, Tatis Guerra
también evoca esos instantes en una serie de textos –fechados desde 1992– en
que él mismo visita Aracataca, habla con la familia del autor de “El amor en
los tiempos del cólera”, y entrevista al propio García Márquez, en unas páginas
memorables para quien desee conocer desde dentro la concepción y estilo de
determinadas narraciones, pero también anécdotas de infancia y juventud. Así
surge el abuelo y el padre, que le inspiran personajes de la historia de los
Buendía, algunos asuntos de violencia local, la recepción natural del premio Nobel,
como si nada hubiera pasado, las iniciáticas lecturas de “Las mil y una
noches”, o la fascinación por su abuelo coronel, que le motivó a escribir “El
coronel no tiene quien le escriba” y por cuya muerte, en el capítulo doce de
“Cien años de soledad”, lloró junto a su mujer, su inseparable Mercedes.
Publicado en La Razón, 14-III-2019