miércoles, 7 de agosto de 2019

De lo carnal a lo espiritual


En 1940, Henry Miller regresó a su país, los Estados Unidos que habían prohibido sus novelas por obscenas, después de vivir en París diez años y emprende un viaje en coche para recorrerlo. Quería comprobar –menos en algunos estados sureños en los que la sencillez sí le pareció una realidad cotidiana– lo que su admirado H. D. Thoreau había denunciado cien años antes: que el hombre seguía de espaldas a la naturaleza, que la democracia y la libertad eran una entelequia, que la ambición económica había embrutecido la vida y el trabajador era explotado de maneras mecánicas diferentes pero con igual o más flagrante agresividad, por no hablar de los valores de la educación, que brillaban por su ausencia. 

Aquel trayecto daría como resultado un libro, titulado “Una pesadilla con aire acondicionado”, en el que Miller tan pronto criticaba el gusto arquitectónico de algunas ciudades como reflexionaba sobre la creatividad. Y es justamente esta faceta del escritor, la de corte meditativo y hasta filosófico, la que se está abriendo paso muy por delante de sus controvertidos títulos, que ahora es imposible que llegaran a escandalizar a nadie como en su momento sucedió con “Trópico de Cáncer”, que no pudo ver la luz en Norteamérica hasta 1961, y “Trópico de Capricornio”. Nos estamos refiriendo al reciente epistolario “Quisiera dar un rodeo” (Malpaso, 2018), compuesto por las cartas que el narrador envió a un colega, durante los años 1935-1938, en París, y que tenían un origen bien singular: el objetivo de realizar un libro de exactamente mil páginas –al final se quedaron lejos de tal cifra– que consistiera en el intercambio epistolar entre ellos dos en torno al personaje de Hamlet.

La originalidad de la idea de la que partía todo era digna de resaltar, y también resultaba atractivo que Miller de repente hiciera referencia a situaciones de su vida personal, al recordar ciertas vivencias en París o Nueva York. Sin embargo, a veces el libro podía volverse farragoso, pues Miller reflexionaba sobre asuntos que podríamos llamar de orden filosófico de una manera hermética para cierto tipo de lectores. No en vano, su amigo Lawrence Durrell ya dijo que el libro podía ser por momentos exasperantemente bueno como malo. Algo que se suaviza con esta otra novedad, también inédita, que presenta la joven editorial Stirner, “La sabiduría del corazón” (traducción de Víctor Olcina) con un Miller más comedido pero igualmente exponente de libertad expresiva e implicación absoluta frente a su oficio de escribir y, por lo tanto, hacer un trabajo introspectivo de grandes profundidades.

Sobre la escritura

La fecha original de esta reunión de ensayos, “The Wisdom of the Heart” –el título está tomado de uno de los textos–, es 1941, y habían aparecido en revistas y periódicos como “Purpose”, “The Modern Mystic” o “Creative Writing”, en las ciudades de Londres, París, Minneapolis, Chicago, Nueva York y hasta Shanghái. En ellos, traza los perfiles de algunos grandes artistas como el fotógrafo Brassaï o el pintor Hans Reichel, o los escritores Blaise Cendrars y Honoré de Balzac; pero, sobre todo, toda esta serie de textos que también abarcan meditaciones en torno al hecho de escribir: “Escribir, como la vida misma, es un viaje de descubrimiento. La aventura es metafísica: se trata de abordar la vida de forma directa, de adquirir una perspectiva total, en lugar de parcial, del universo. El escritor habita entre los mundos inferior y superior: emprende el camino para convertirse él mismo en el camino”.

Y entonces el hecho de hablar de otros significa hacerlo de uno mismo, de ahí que Miller se recuerde de joven, en pleno caos vivencial y estético, hasta que entendió que era sólo un hombre que contaba la historia de su vida, “un proceso que se me aparece cada vez más y más inagotable conforme avanzo. Como la evolución del mundo, no tiene final”. Unas palabras que bien podrían sintetizar su postura ante el arte narrativo, sin cortapisas y autocensuras en un tiempo que imponía un decoro en los libros que su alma expansiva estaba lejos de aplicar. Nietzsche, Dostoievski, Hamsum fueron su primera influencia importante, pero aquí habla del escollo que tal cosa puede significar a la hora de lo de verdad importante: hallar una voz propia, y a la vez estar en consonancia con el entorno, en una especie de vida egocéntrica en la que “el problema real no consiste en llevarse bien con los vecinos de uno, o en contribuir a la mejora del país, sino en descubrir el propio destino, en vivir de acuerdo al ritmo profundo y certero del cosmos”.

Muy diferente este Miller, espiritual, que habla de alma, del paraíso que está en todas partes si uno está dispuesto a verlo, de aquel carnal, calificado hasta de pornográfico, a causa de su lenguaje obsceno y provocador ante las autoridades más puritanas estadounidenses. Es un Miller que, consciente al público al que se está dirigiendo, pero sin por ello rebajar un ápice su nivel intelectual –por ejemplo, hace un homenaje en Corfú al filósofo Keyserling, el único que no le aburre absolutamente–, escribe para estimular al lector para que se plantee lo que implica tener una vista artística de la vida y sepa apreciar que la vida está para ser reinventada de continuo, para crear la necesidad de crear cosas nuevas, y ser contemporáneos de lo que sucede en el mundo, pues no en balde «la vida empieza “ahora”, en todo y en cualquier momento».

Por supuesto, siquiera en ciertos instantes, aparecerá el Miller que, en un texto como “Mademoiselle Claude”, habla sin rodeos de “una puta” a la que se llevó a su habitación, sin que tampoco las escenas sean especialmente sórdidas en absoluto (Miller, comparándolo por ejemplo con Charles Bukowski, con su mundo literario de prostitutas, borrachas, hombres violentos y sexo explícito, es totalmente blando en sus expresiones). Pero si hemos de destacar algunos pasajes del libro habrá que ir a su lectura de “Serafita”, una obra muy olvidada de Balzac de la que habla con honda sensibilidad tanto con respecto a la vida privada como artística del autor de “La comedia humana”.

Publicado en La Razón, 27-VII-2019