Nos encontramos al oeste de China y al sur de Rusia, en las
cinco repúblicas centroasiáticas que se independizaron de la Unión Soviética a
inicios de los noventa: Turkmenistán, Uzbekistán, Tayikistán, Kazajstán y
Kirguistán. Todas ellas, rodeadas por montañas, estepas, desiertos; por
paisajes infinitos y un silencio abrumador. Pero también por pueblos llenos de
gentes nómadas y ciudades donde el dictador de turno aparece por doquier como
guía espiritual y política de una población que no conoce nada más, encerrada
en su miseria y aislamiento, parapetada en su miedo a hablar en voz alta en
caso de osar emitir algún comentario negativo del líder; o peor aún, convencida
de que su presidente, el mismo que prohíbe el acceso a internet o usar el
sistema sanitario de otros países –pues la propia es inmejorable–, es el que
hace posible que la nación funcione como debe, el que trae prosperidad y paz,
como dicen a modo de inquietante mantra diversos lugareños.
A esos lugares recónditos –y que muchas veces
podrían ser un calco de lo que sucede en Corea del Norte, pero en cualquier
país con lastre comunista en general– viajó una mujer emprendedora y valiente,
la joven noruega Erika Fatland, que publicó este libro hace cinco años y que
ahora nos llega felizmente de la mano de la traductora Carmen Freixenet. Una
narración fabulosa, que nos introduce en un mundo donde el asombro y el riesgo
están asegurados, y todo con un estilo ameno y hasta humorístico, aunque este
rasgo surja por el simple método de describir las situaciones, en verdad
surrealistas, de las que fue testigo desde que empieza su itinerario en sí en
el aeropuerto de Estambul. Y es que “ninguna otra compañía aérea del mundo
viaja a tantos países como Turkish Airlines. Los pasajeros que se dirigen a
capitales misteriosas de exótico nombre deben tener presente que, por lo
general, deberán hacer escala aquí. Turkish Airlines vuela a Chisinau, Yibuti,
Uagadugú y Usinsk. Y a Asjabad, que era mi destino”.
Empieza a renglón seguido todo un cúmulo de
sorpresas desde que se sienta en el avión y nadie ocupa el asiento asignado; le
esperan ocho meses en los que visitará cinco de los países más nuevos del
mundo, que tras independizarse al desmembrarse la URSS en 1991, acabaron en el
olvido. Lo curioso es que esa inmensa parte del planeta, precisamente por ser
una gran desconocida para la opinión pública, sería la elegida por el cómico Baron
Cohen para su película “Borat. Lecciones culturales de Estados Unidos para
beneficio de la gloriosa nación de Kazajistán”, el primer film no pornográfico
que se prohibió en esos lares después de que se disolviera la nación soviética.
«Que una película cómica se haya convertido en nuestra referencia más
importante de la región explica lo desconocida que es esta: Kazajistán es el
noveno país más grande del mundo, pero pasados varios años del estreno de la
película, el país sigue llamándose “El país de Borat”, incluso en medios de
comunicación serios», explica Fatland.
Dictadores extravagantes
«Sovietistán. Un viaje por las repúblicas de Asia Central» es así un recorrido cultural, geográfico, histórico y político por lugares milenarios entre paisajes insólitos: el ochenta por ciento de Turkmenistán es desierto y el noventa del paupérrimo Tayikistán son montañas, mientras que Kazajistán se ha enriquecido gracias a las extracciones de petróleo, gas y minerales. Pero lo que más influye en el día a día de lo que se encontrará la viajera será, por supuesto, el aspecto político, pues el autoritarismo y la corrupción de Turkmenistán y Uzbekistán crean sociedades obligadas a idolatrar a sus presidentes, que se erigen en casi santos salvadores de sus pueblos, en contraste con Kirguistán, caracterizado por haber tenido dos dimisiones presidenciales. Un área que a lo largo de los siglos fue sometida por diferentes invasores –persas, griegos, mongoles, árabes, turcos…– por su ubicación estratégica, que hizo también de algunas ciudades lugares emblemáticos cuando se produjo el comercio de la seda entre Asia y Europa, con territorios tan peligrosos como el desierto de Karakum, cuando “los conductores de caravanas se arriesgaban a tener que enfrentarse a fuertes nevadas y peligrosas tormentas, mientras los veranos eran despiadados”; un lugar donde la autora pasa una noche, en una tienda de campaña, con una temperatura nocturna gélida.
Fatland empieza su viaje exploratorio por la hermética Turkmenistán, a la que apenas acuden turistas en todo el año, teniendo que medio mentir para obtener su visado diciendo que sólo es una simple estudiante (no permiten la entrada de periodistas), y descubre un país con la imagen de sus dos presidentes por todas partes (el primero murió en 2006), tan extravagantes como narcisistas. Todo lo concerniente a estos dictadores no tiene desperdicio alguno –como el caso de uno de ellos, que en un espectáculo en un hipódromo, monta en un caballo pero acaba cayendo al suelo y se revisan las cámaras de fotos de todo el mundo para que no quede registrado tamaño accidente–, en un ambiente de violación de libertades absoluto, y la gracia narrativa de la escritora nos mete en él de manera vívida con las descripciones de calles, personas, hoteles y desiertos, mediante los diálogos con los guías y chóferes que contrata.
La autora
estructura su libro en cinco partes, país a país, pero siempre va vinculándolos
transmitiendo una mirada tan panorámica como detallada; de tal modo que, cuando
habla del presidente de Kazajistán, que se ha ido haciendo más autoritario y
despótico con los años, ve este país como el baluarte de la libertad en
comparación con sus vecinos, tal es el clima de pobreza y represión que sufre
buena parte de esa zona, antaño clave entre Oriente y Occidente y hoy casi
olvidada si no fuera por libros como este, extraordinario.
Publicado en La Razón, 25-VII-2019