viernes, 24 de enero de 2020

El filósofo que aullaba


Últimamente, estamos en deuda con la serie de iniciativas que ha emprendido Hermida Editores para hacernos descubrir, año tras año, a un Cioran nuevo mediante libros inéditos en español. En el año 2017, este filósofo que se balanceó entre el éxtasis y el vacío, que pareció adaptarse, identificarse, reconocerse solamente con los autores místicos, aparecía en “Lágrimas y santos”, publicado en 1937, el año que abandonaría su país para instalarse en París. La edición estaba a cargo de Christian Santacroce, quien al año siguiente, con “Extravíos”, rescataba unas páginas que yacían ocultas en los fondos de una biblioteca parisina. Luego, el mismo traductor nos sorprendió con una serie de colaboraciones periodísticas de medios de Bucarest, titulada “Soledad y destino”. Y hace pocos meses, un Cioran íntimo, amoroso, pasional, él, que estaba obsesionado con el suicidio, el pesimismo existencial, el vacío, la nada, surgía ante nosotros mediante un trabajo de Friedgard Thoma, que nos descubría una historia de amor y, cómo no, de melancolía, entre un viejo escéptico de setenta años y una mujer de treinta y cinco.

El libro, «Por nada del mundo. Un amor de Cioran», original de 2001, estaba compuesto por las cartas que se habían intercambiado, pero fue retirado de la venta, e incluso el editor francés del autor, Gallimard, decidió no publicar esos textos sensuales, intelectuales, hermosos, de una pareja unida por el pensamiento y la música clásica, que se escribía y telefoneaba de continuo desde su primer contacto en 1981, hasta la muerte del filósofo, en 1995, y de su compañera sentimental, Simone Boué, en 1997. Esta, por otro lado, no podría llegar a tiempo de ver la edición –murió poco antes de corregir las pruebas de imprenta– de estos “Cuadernos 1957-1972” (traducción de Mayka Lahoz), con los que Tusquets emprende un relanzamiento de uno de sus autores fetiche: la recuperación de libros ya conocidos, más este grueso volumen que integra los escritos que Cioran preparó a modo de diario y de los que Boué habla en una breve nota inicial.

“Durante mucho tiempo hubo sobre la mesa de Cioran un cuaderno siempre cerrado”, dice la que compartió vida con el filósofo cincuenta años y falleció ahogada en una playa francesa en el verano de aquel 1997. De hecho, cuando ella reunió el material de su compañero para donarlo a una biblioteca, encontró todo un tesoro inmenso: treinta y cuatro cuadernos idénticos, marcados por una fecha y un número. Y es que, “durante quince años, Cioran guardó en su escritorio, al alcance de la mano, uno de esos cuadernos, que parecía ser siempre el mismo y que yo jamás abrí”. No eran un diario, pues tal género no tenía interés alguno para Cioran, sino “esbozos, borradores”, que a veces mostraban alguna redundancia al no estar concebidos como un libro para publicarse, ya que “la misma reflexión se retoma hasta tres y cuatro veces de formas diferentes, trabajada, depurada, siempre con la misma preocupación por la brevedad, por la concisión”. Y sin embargo, en junio de 1971, el propio Cioran apuntó que tenía intención de reunir todas esas reflexiones dispersas bajo dos posibles títulos: “Interjecciones” o “El error de nacer”.

Ideas que estallan

Y sin embargo, pese a lo dicho por Boué, la sensación al leer estas mil formidables páginas –con pasajes que conocíamos, por ejemplo, del “Cuaderno de Talamanca” (Pre-Textos, 2002) que estaba formado por las notas que tomara Cioran en un pequeño pueblecito de Ibiza en 1966–, aptas para el que desdeña el tono filosófico que gira en torno a la incomprensión de la vida en sí tanto como para el especialista pedante que busca un lenguaje trascendente y abstracto, es que se trata de un todo compacto, coherente, hechizante. Es el Cioran más auténtico, el que era fiel a su desconcierto personal, que se lanzaba a estas notas como un náufrago se agarraría a una tabla flotante. “Soy un filósofo aullador. Mis ideas, si las hay, ladran; no explican nada, estallan”, dice al comienzo, y acierta de pleno.

Entre mil cosas más, apunta la muerte de su padre, medita sobre el destino de Prusia, critica a determinadas personas que nombra con una X; se muestra siempre, claro está, pesimista –Thoma entendió que la tristeza aparente de Cioran no “causa depresión; al contrario, en tiempos de la mayor tristeza su obra ejercía en mí una influencia alentadora y regeneradora”–; y en cambio nos sorprende con alguna alusión a la “felicidad aterradora”; y naturalmente, se nos brinda enigmático, lírico, infinito, como alguien que reconoce estar todo el día mirando las nubes, que se ve teniendo todo de un epiléptico… salvo la epilepsia, y es capaz de inventar frases como esta: “La noche circula por mis venas”. Y entonces entendemos sus referencias a no haber escrito poesía, algo que su conciencia le reprochaba. Pero en cierta medida estos cuadernos lo son, al reflejar su alma llena de tedio y asombro, su espiritualidad y desasosiego, sus dotes de observador profundo e inmortal.

Publicado en La Razón, 23-I-2020