En
1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía
que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se
entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que
sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora,
extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la
que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Norberto Fuentes.
Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir
jamás de él, ¿cuál elegiría?
De hecho,
conozco la experiencia. El “jamás” no llegó a completarse pero estuvo cerca. En
Cuba, durante mis últimos años de residencia, tenía prohibida la salida del
país. Ni siquiera las playas al este de La Habana me eran accesibles sin que
apareciera la cola policiaca, y en todos los puertos y aeropuertos los
oficiales de inmigración disponían de plegables de lo que ellos llaman foto
tablas en los que mis retratos aparecían recreados con los disfraces que pudiera
emplear para escabullirme en sus mismas narices. Luego, aquí, en el país de la
libertad, los empleados cubanos de la migra yanqui, hacen lo imposible por
torpedearme los documentos de viaje. Qué cosa tan rara, ¿eh? En ninguno de los
dos casos me tragan, pero se placen en mantenerme encerrado dentro de sus
jurisdicciones. Bueno, en fin, como la pregunta no establece el tamaño de ese
“solo lugar” — ¿un país, una ciudad, una casa, un closet?— me decanto por las
apetencias de mi imaginación: A mí que me den un harem, pero con aire
acondicionado y con las chicas de mi elección. Eso sí, en algún sitio donde no
sea ilegal este tipo de propiedades. No, no hay que violar las leyes. O si se
quiere, pensemos algo más práctico: un yate como el de Onassis (ya los debe
haber más modernos y lujosos). ¿Con una ciudad flotante como esa, y yendo de
puerto en puerto, para qué tienes que desembarcar en ningún lado?
¿Prefiere los animales a la gente?
Si el
animal es Jerry Lee, mi cocker, echado en este momento a mis pies, lo prefiero
en términos generales a “la gente”. Aunque
siempre lo mantendría en un lugar más o menos equivalente al puñado de mis
amigos de toda una vida y en firme igualdad con mi mujer, Niurka. Bien vistas
las cosas, ninguno de esos rudos guerreros de mi entorno se conformaron nunca
con que yo les regalara una golosina y los felicitara con un “good boy” (Jerry Lee es gringo) por
pedirme que lo sacara al patio para no mearme el estudio.
¿Es usted cruel?
Todo lo contrario. Mi
reputación es la de ser un tipo compasivo. Lógico en la conducta de un
pisciano. Demasiado amplios y nada dogmáticos y es fama que aceptamos con
pasmosa tranquilidad los argumentos de todas las partes. Para nosotros tiene tanto
valor el lamento del asesinado como la justificación del asesino. De verdad que
yo los comprendo por igual. Pero sí quiero exponer lo que debe ser un grave
defecto. Soy burlón. No tengo fronteras a la hora de reírme de los que me
rodean, empezando por mis padres (cuando vivían), mis mujeres (cuando lo han
sido) y mis amigos. Claro, la mayoría de mis vínculos se desarrollaron en la
Revolución, y ese proceso era como una enorme cófrade que se movía en los
bordes de un abismo. Supuestamente, todos íbamos a morir cuando los yanquis
invadieran. De alguna manera nos veíamos como defensores de Iwo Jima. Y si tal
era la situación y el destino inexorable, para qué rayos imitar a los japoneses
en cuanto a su vocación suicida. Lo nuestro era gozar. A partir de esa concepción,
pues, a cubrirnos de insultos como la forma más visceral de la camaradería. Actuaba
como una cobertura del más acendrado de los afectos. Después de la injuria, del
agravio, de la mofa, de la ofensa, de la afrente, ¿qué es lo que te queda? Pues
un amor desmedido. ¿Estábamos locos? Sí, seguro. Pero era así como veíamos las
cosas. (Qué curioso, no había insultos para prodigarle al enemigo.
Decididamente no eran merecedores de denostarlos con ningún apelativo.) A veces
he pensado en el origen de este apetito mío por la burla. Pienso que procede de
los ejemplos de mi viejo, que corría con las relaciones públicas de la mafia
americana en Cuba. Recuerdo que solía llevarme por las tardes a Sans Souci, el
cuartel maestre de Santos Traficante. A esa hora —hacia las 3 PM— el cabaret y
casino adjunto estaban vacíos, solo Santos y su séquito, entre los que se
incluía a “Pancho Villa”, mote que le endilgaba Santos al viejo. Una tarde
tenían un cónclave, seis o siete de ellos alrededor de Santos, y hablando de
esto y de aquello cuando mi padre me dio un codazo y con un movimiento de
cabeza me señaló al paisano a su derecha, un arquetipo del caporegime, rostro
lombrosiano y el bulldog calibre 38 abultándole bajo la sobaquera, y —creyendo
que el sujeto importado desde la Pequeña Italia neoyorquina no entendía una
palabra de español—, mi viejo me susurró: “¿A cuántos habrá matado este? Mira
la cara de asesino que tiene” “A siete”, dijo el hombre. “He despachado a
siete, míster Fuentes.”
¿Tiene muchos amigos?
¿En cuántos estamos
pensando? Yo creo que media doce de amigos a lo largo de un buen medio siglo,
es una cantidad apreciable. En mi caso, tienen, por lo común, un origen
profesional, como los fotógrafos que me acompañaban a mis reportajes, o los
combatientes, la brabucona tropa que luego poblaba con preferencia mis textos.
Digo origen profesional en el sentido de que surgieron mientras yo satisfacía
mi sed de aventuras. Y tuve la visión, temprano en mi carrera, de escoger el
reportaje como el género ideal para vivaquear por todo un país en revolución y
suministrarme de escenarios y personajes. En mi lejana memoria podría citar a los
miembros de la patrulla Oso del Grupo 17 de la Asociación Scout de Cuba. Era
una excelente fuente de aventuras para un adolescente aunque desde hace años se
perdió el contacto con los hermanitos de las acampadas y las fogatas en una
rivera del Mayabeque. Los que nunca se han ido de frecuencia, incluso algunos
después de muertos, o de haberse quedado en Cuba después de yo enrumbar al
exilio, pertenecen a la tropa de los años 60. Ernesto Fernández “El Fernan”
(conmigo en tres campañas militares) y Roberto Salas “Chen”, con el que les
cogimos la delantera al resto de la prensa cubana con los reportajes de las
armas estratégicas y/o de última generación que los soviéticos estaban
dislocando en el país. Escritores, pocos, la verdad. Guillermo Rosales era uno
de ellos, y hubiese sido el mejor escritor de mi generación si no se suicida. Raúl
Rivero, el poeta, fue otro, aunque el Gordo se ha disuelto en el silencio, y no
solo como amigo, sino también como poeta, solo y cada vez más obeso en un
oscuro apartamento de Miami —que es imperdonable. Entonces los guerreros,
empezando por un par de los pilotos que volaron los primeros MiGs en el
continente americano: Douglas Rudd y Rafael del Pino. Y el ranger, mi hermano
del alma, el coronel Antonio de la Guardia (cada noche cruza en mi mente con
sus ojos empapados en lágrimas frente al pelotón que lo va a ejecutar). El
genio de la lucha contra guerrillera, el cazador por excelencia, el general de
división Raúl Menéndez Tomassevich “Tomás”, que convertí en el comandante
Bunder Pacheco de mi primer libro. Que no me falte un diplomático (nadie es
perfecto), Alcibíades Hidalgo, conocido como “Conejo Alc”, el campeón de las
aventuras eróticas de mi Dulces guerreros
cubanos. El insaciable Alc. Y en el exilio, por lo pronto, un solo amigo en
igualdad de condiciones que los demás. El único gringo de mi tropa. Brad ******.
Un alto oficial de la inteligencia americana, ya retirado, que manejó el
expediente cubano durante años. ¡Tenía que ser!
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
¿Yo? ¿Exigirle
cualidades a un amigo? Bueno, hay dos condiciones —más que cualidades— que se
presentan espontáneamente. La lealtad y la historia. La historia individual,
quiero decir. Aunque parezca extraño, para mí es lo mismo. O son elementos sólidamente
interconectados. Pero, repito, esto es algo que surge en el camino. Quiero
decir, tú encuentras tus iguales mientras avanzas en tu camino, es decir,
mientras escribe tu historia. Y los reconoces de inmediato. The Wild Bunch, la película de Sam Peckinpah,
es la clave para entenderlo. Cuando William Holden (“Pike” en la película), le
dice a sus compinches “Tenemos que ir pensando más allá de nuestras armas. Esos
días están cerrándose con rapidez”, yo siento que me está hablando a mí.
Pertenezco a una generación —ahora lo comprobamos— que actuaba siempre en la
frontera del olvido. Compartir esa comprensión es un saberse que estamos
jodidos y que no existen armas ni recursos contra semejante fatalidad. Así que,
como decía el cosaco en uno de los cuentos magistrales de Caballería roja: “¡A luchar por la Revolución Mundial y por un
pepino!”
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
Igual que lo anterior. Significaría un estándar previo que nunca me he exigido. La amistad es algo que surge espontáneamente, y funciona en medida que no te amilanes. Otra frase del Pike de William Holden en la película es mi mejor ejemplo: “Cuando tú te unes a un hombre, tú te mantienes a su lado. Si tú no puedes hacer eso, tú eres como un animal.” ¿Entienden? Lo dice mi Biblia —The Wild Bunch.
¿Es usted una persona sincera?
A veces
exageradamente sincero. Se me va la mano con la sinceridad, según el consenso.
Mi mujer, Niurka, dice que soy el tipo más políticamente incorrecto que ella ha
conocido. No sé qué tiene eso que ver con la sinceridad, pero creo entenderla.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
La pregunta debe ser
al revés. Bueno, es obvio que mi tiempo ocupado lo empleo en escribir. Pero es mínimo.
¿Quién dijo que un escritor si no tiene tiempo, qué es lo que tiene? García
Márquez se me quejaba mucho del tiempo que, según él, yo desperdiciaba. Pero no
se daba cuenta que vivíamos en situaciones diferentes. Después de mis primeros
15 años de ostracismo, exilio interior, represión y persecuciones por la
publicación de Condenados de Condado,
mi primer libro, decidí que la escritura iba a ser la ocupación de mi vejez.
Pero había que llegar allí sano, y sin que me quedara una aventura amorosa sin
tentar. Así que la ocupación, me dije, va a ser observar, escudriñar, ver, oír
este fenómeno que me rodea, y, al unísono, querer y dejarme querer.
¿Qué le da más miedo?
A estas
alturas de la vida, nada. Además de que yo creo haber agotado todas las
instancias del miedo durante y en los años posteriores al proceso que llevó a
la muerte a mis entrañables compañeros el general Ochoa y el coronel De la
Guardia, dos héroes de la Revolución mandados a fusilar por el mismo Fidel.
Después que llegué al exilio, el miedo surgía en los sueños, miedo a despertarme
un día en mi casa de La Habana. Dicen que ese es un sueño común de los
exiliados en los primeros tiempos de su destierro. Lo cierto es que amanecía empapado
en sudor. Pero hace mucho tiempo de eso y no lo he vuelto a soñar. Hace unos
seis o siete años, Ricardo Alarcón, que era el Presidente de la Asamblea
Nacional, me invitó a Cuba. Vinieron dos o tres invitaciones como esa, nunca
respondidas, por supuesto. Entonces cuando Obama preparaba su viaje alguien
sugirió mi nombre en la delegación acompañante. “Interesante”, respondieron en
la Casa Blanca. Por último, el año pasado, un ex congresista que viajó a Cuba,
me trajo la propuesta de establecer la cátedra de literatura Norberto Fuentes
(me imagino que en la Universidad de La Habana) y la habilitación de un
apartamento y un coche para que yo me sintiera a mis anchas si regresaba. En
todos los casos, el recuerdo de los terroríficos sueños y de verme encerrado en
aquella isla, fueron argumentos más que persuasivos en contra del proyecto.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le
escandalice?
Dice Truman Capote,
el pesado fantasma que señorea sobre estas entrevistas “capotianas”, y ante
esta misma pregunta (que se prodigó él mismo), que una vez conoció de un
vecino que se acostaba con su madrastra. Bueno, me apresuro a declarar, para
entrar en la competencia, no con Truman sino con el vecino, que yo me case
con dos hermanas (una primero y otra después, aclaro) y hubo una suegra de
uno de mis matrimonios que regularmente, todavía hoy, me voy a la cama con el
barrunto de que la dejé escapar. Más, advierto, no siempre la elusión de tales
affaires son un pesar que te espera en el futuro. Mi hermano Luis, un severo
físico nuclear, que estudió en Dubná, una ciudad secreta de la antigua URSS,
me cuenta que suele ocurrirle un desliz en los encuentros científicos de alto
nivel a los que asiste. “Imagínate”, me dice, “acabo de conocer a varias
personas, físico-químicos igual que yo, pero colombianos, americanos, españoles.
Hombres que no me interesan tanto y mujeres de buen ver, alguna bien “sexy”.
Nos contamos de nuestras vidas. Todos fascinados con mi historia de físico
nuclear cubano, miliciano de puntería con los AK-47, cortador de caña y
participante en investigaciones desde el reactor ruso hasta el sincrotrón
americano. Además presumo de buen humor y cierta capacidad de análisis. Yo me
siento Rey del Mundo porque percibo un auditorio fascinado. De pronto, oh,
pequeño desliz que desencadena la bola de nieve que me sepulta. La
conversación menciona incidentalmente que tengo un hermano escritor, ahijado
preferido de Fidel Castro, mujeriego, fiel a los condenados a muerte y analista
político. Hasta ahí llegó el interés del público por el físico nuclear. Todas
las mujeres brincan excitadas: ¿Que la sexta esposa era hermana de la cuarta?
¿Qué si Hemingway y García Márquez? ¿La autobiografía de quién? ¿Que del
Premio Casa castigado para los cañaverales? ¿Y qué tiene la Niurka esa que lo
domó? Ay, Luis, ya me aburrí de ti. ¡Preséntame a tu hermano!”
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Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida
creativa, ¿qué habría hecho?
Siempre quise
ser escritor, igual que Hemingway declaró alguna vez en referencia a él mismo.
Bueno, escritor como objetivo básico. Porque primero quise ser historietista.
Me refiero a los tebeos. En Cuba le llamábamos muñequitos. De chamaco, me había
fascinado Will Eisner con su serie del Spirit (todavía hoy está influyendo en
mi escritura). Por eso terminé estudiando artes plásticas en San Alejandro. No
con Rembrandt o Van Gogh en la cabeza, sino el gran Will Eisner. Me pasé dos
cursos intentado hacer orejas y narices de barro y gastando carboncillos frente
a una cartulina, y en tales empeños no logré gran cosa, para no aceptar que fracasé
estrepitosamente. Claro, todavía no había entendido que mi vocación era la de
contar. Por eso mi fanatismo por las historietas, que era el mismo del cine
(también quise ser dueño de la Paramount). Desarrollar, a través de una
secuencia de cuadros, una historia. Eso no se lograba nunca en el estatismo de
una nariz de barro que uno tenía que estar horadándole los dos cabrones
orificios con una espátula. Vamos, que lo mío eran las anécdotas, las
aventuras. No, no hubiera podido ser otra cosa que un artista. ¿Piloto de
combate? ¿Interrogador dela Seguridad del Estado? ¿Proxeneta? Cada uno de esos
oficios tuvo su atractivo, no crean. Así que, si no hubiesen sido las letras o
las artes plásticas (aplicada a los cómics), lo otro que mi espíritu
iconoclasta y contradictorio me hubiese permitido ejercer hubiese sido integrante
de una banda de rock. Oh, baby, el rock and roll!
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
¡Já!
¿Sabe cocinar?
Hago unos batidos de
leche con plátano a los cuales les embuto una barra completa de queso crema y
espolvoreo con seis cucharadas soperas repletas de azúcar que son para
descolocarte la vida. Yo les llamo el mata diabéticos. El revoltillo de coctel
de frutas me queda muy bien.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un
personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
Bueno, de
alguna manera ya lo he hecho. Pueden servirse de las 1 600 páginas de los dos
volúmenes de La
autobiografía de Fidel Castro y convertirla en un folletín
de 20 cuartillas cortas.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de
esperanza?
Esto llevaría de
modo inevitable a una respuesta de tipo intelectual. Truman Capote (en la
entrevista de Los perros ladran, que
sirve de modelo a esta) dice que es la palabra amor. Y la señala también como
la más peligrosa. Para mí, las palabras no tienen otro significado que el
objeto que describen. Pero, con el propósito de intentar algo más elaborado, me
quedo con la definición de Víctor Sklovsky, el padre de la escuela formalista
rusa. Él mismo me dijo que, en literatura, la sangre era una metáfora.
Apliquémoslo pues al amor y a cualquiera de las 195 439 acepciones del último
diccionario de la RAE.
¿Y la más peligrosa?
Váyase a
la pregunta anterior.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
¿Qué tú crees? Pero
la pregunta, como procede de las mansas aguas de la mentalidad capotiana, se
queda por debajo de la expectativa. La buena sería: ¿Alguna vez ha matado a
alguien?
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Depende la época y
donde me encuentre. Lezama Lima lo definió muy bien (y con mucha valentía, ya
que se encontraba en Cuba). Decía que en la integración de lo histórico se daban
“sus paradojas”, y lo que nos parecería muy revolucionario hoy, después se
vería como una reacción. Perfecto, ¿verdad? Otro de mis maestros soviéticos
resulta igual de admonitorio. Boris Pasternak pontificó (creo que lo puedo
citar textualmente) que la gran devoción heroica a un
punto de vista le resultaba muy ajena y que la consideraba una falta de
humildad.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
El sultán
del harem mencionado en una pregunta anterior. ¿Esta pregunta no reitera —así
mismo— una anterior?
¿Cuáles son sus vicios principales?
¿Tú quieres que esta
entrevista me cueste el divorcio, amén de una citación inmediata de la fiscalía
del condado?
¿Y sus virtudes?
La lealtad. Soy de
una lealtad absoluta y sin fisuras hacia mis amigos.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del
esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
¿Ahogando?
¿Ahogándome dices tú? Óigame si esa es la situación, no hay forma que yo vaya a
tener ninguna imagen en la cabeza. ¿Tú has estado ahogándote alguna vez? Pues
yo sí. Y qué te voy a contar… Si me dices una silla eléctrica o una inyección
con anestesia previa en el sistema, bueno… quizá me dé por ver las famosas
imágenes e incluso la prometida luz al final del túnel. Bien pensada las cosas,
doy por sentado que estaría el recuerdo de las mujercitas que dejé escapar y
sobre todo aquella suegra de la que perdí innúmeras oportunidades. Bueno, dale,
rápido, que todavía te quedan unas volutas de aire para consumir. Pues pensaría
que, coño, ¿por qué puñetera obstinación tienen que matar a un tipo tan leal,
tan lindo, tan simpático como yo? La verdad que no los entiendo. Pero tampoco
esperen que los perdone.
T. M.