viernes, 28 de febrero de 2020

La dos veces premio Nobel


“La vida no es fácil, para ninguno de nosotros. Pero… ¡qué importa! Hay que perseverar y, sobre todo, tener confianza en uno mismo. Hay que sentirse dotado para realizar alguna cosa y esa cosa hay que alcanzarla, cueste lo que cueste”. Son palabras de Marie Curie que salen destacadas en el apartado final, informativo, de uno de los simpáticos libros infantiles de la joven editorial Shackleton, dentro de la colección “Mis pequeños héroes”, que pretende presentar los verdaderos superhéroes a los niños, aquellos que contribuyeron a hacer del mundo un lugar mejor: aventureros, artistas, inventores y científicos. El libro al que hago referencia, aparecido hace unos meses, “Marie Curie. La científica que ganó dos premios Nobel”, ejemplifica lo estimulante e inspiradora que es la vida y el trabajo de esta mujer cuyos descubrimientos hicieron posibles la invención de las radiografías.

Emigrante, mujer y sin recursos económicos. Marie Curie tenía todo para fracasar, para ser ninguneada, para no poder sortear tamaños obstáculos en un ámbito dominado, por supuesto, por hombres. Y para conocer todo ello, una de las mejores formas es la obra de Adela Muñoz Páez, experta en la vida de Marie Sklodowska-Curie y Antoine Lavoisier (1743-1794), el biólogo y economista francés considerado el padre de la química moderna​ por sus estudios sobre la fotosíntesis, la combustión, la oxidación de los cuerpos o el fenómeno de la respiración animal. De hecho, ambos científicos podrían estar conectados a través del tiempo, pues el trabajo de Curie culminó con la incorporación de dos nuevos elementos a la tabla periódica, el polonio y el radio, junto con su marido, muerto por el atropello de un carruaje en 1906, cuando la pareja tenía dos hijas pequeñas.

Muñoz Páez sigue todos estos pormenores, desde luego, con los dos hitos internacionales que le valieron fama universal: la concesión del premio Nobel de Física a Pierre Curie, que rechazó en primera instancia al no recibirlo su mujer, que era la propulsora de las ideas científicas que desarrollaron juntos –la Academia no creía que una mujer pudiera hacer tales cosas y al final cedieron ante la evidencia–, y el Nobel de Química, ella sola, en 1911, tras haberse convertido en la primera mujer que había conseguido una plaza de profesora en La Sorbona (también había sido la primera en este país en conseguir un doctorado en Física, en 1903). Y tales avances no tardarían en ponerse en práctica, pues Curie utilizó los rayos X, que funcionan con los elementos radioactivos que ella misma había descubierto, para ver las heridas internas de los heridos en la Gran Guerra; es más, diseñó unas ambulancias que fueron conocidas como “las pequeñas Curie”, y de hecho fue una de las primeras mujeres en sacarse el carnet de conducir en Francia.

Padre y abuelo científico

La biógrafa nos adentra en el hogar en que nació y creció Marie, en “una familia aparentemente feliz. Sensible, inteligente, querida por su familia, la pequeña lectora lo tenía todo para ser feliz. No obstante, dos grandes dramas ensombrecieron su niñez: la tuberculosis que padeció su madre y haber nacido en un país inexistente”, partido de forma sucesiva a medida que iba sufriendo invasiones extranjeras. Esta niña prodigio “leyó por primera vez en voz alta con solo cuatro años”, en un ambiente culto, con una madre que tocaba el piano y era muy emprendedora a la hora de ganarse la vida, y un padre que se había graduado en ciencias en San Petersburgo y trabajaba como profesor de física y matemáticas en Varsovia, como había hecho su propio padre. Los hijos, recuerda Muñoz Páez, destacaron que el padre destacó no sólo por “la cantidad de información que poseía”, sino por “la manera extraordinariamente clara en que la transmitía”, por ejemplo, saliendo a caminar por el campo y “hablarles de los fenómenos naturales que veían. Sus amplios conocimientos y sus excelentes dotes como pedagogo fueron decisivos para la educación de sus hijos, especialmente en el caso de la pequeña, la mejor dotada para las ciencias y por la que sentía una especial inclinación”. 

Mania, como la llamaba la familia, creció rodeada de instrumentos de laboratorio: “tubos de ensayo, pequeñas balanzas, una colección de minerales, incluso un electroscopio de láminas de oro», de modo que sólo tuvo que obedecer a su instinto para intentar labrarse un porvenir en el mundo de la ciencia. Si bien podemos verla ahora como una mujer extraordinariamente fuerte, fue bien consciente de las trabas que se le imponían, lo cual queda reflejado en los extractos de las cartas que incorpora la autora en el libro, que se desmarca de otras biografías de Marie Curie por cuanto señala la importancia de la formación química que recibió en Polonia, “crucial en su trabajo de aislamiento de los nuevos elementos”; y es que, leemos, ciertos aspectos de su vida en Polonia no están suficientemente abordados en otros trabajos. Pero es lógico hasta cierto punto: es demasiado tentador centrarse en la aventura que Marie inició “en el desangelado vagón de señoras de cuarta clase donde no había ni asientos”, de camino a París, en 1891. Un inicio que tendría un broche de oro cuando, al año siguiente de su muerte, otra mujer recibió el premio Nobel de Química: su hija Irène.

Publicado en La Razón, 27-II-2020