sábado, 1 de febrero de 2020

Una magistral epopeya del Oeste


Da hasta pudor destacar, a la hora de reseñar novedades literarias, que el libro que abordaremos en estas líneas está bien escrito. Frente a un panorama absolutamente desolador en cuanto a lo estético, en que las bellas letras brillan por su ausencia, aplastadas por innumerables libros que aspiran a ser literatura y sin embargo no presentan el más mínimo esfuerzo estilístico, una novela como “Tierra salvaje” aún descuella más. Por fin, pues, algo que sobresale, que rescata lo artístico en la escritura, dentro de la inmensa mediocridad generalizada, tanto en nuestras fronteras como más allá, en concreto, en unos Estados Unidos de los que nos llegan de continuo un sinfín de títulos idolatrados que acaban siendo humo, inflados por la mercadotecnia o la crítica literaria servil.

Buena parte del mérito, desde luego, compete al traductor, José Luis Piquero, que ha hecho un trabajo excelente al darnos en español lo primero que conocemos de Robert Olmstead, que compartió aulas como estudiante universitario con Raymond Carver y Tobias Wolff y ya ha firmado una decena de títulos, algunos de ellos premiados a escala nacional. Pero el mayor galardón lo ha obtenido desde ciertos medios, como “The Washington Post”, cuyo comentario no podemos mejorar: «Olmstead es un estilista inmensamente dotado, dueño de una escritura capaz de transmitir la magia y la pasión del primer amor, así como la ferocidad de la batalla. También tiene un don para crear imágenes tan memorables como inesperadas». 

“Tierra salvaje” es ejemplo paradigmático de tal cosa. Cuenta cómo, en el tiempo posterior a la guerra civil, y a la muerte de su marido David en un accidente, una aguerrida mujer llamada Elizabeth Coughlin tiene que afrontar una difícil situación tras ver que su granja está hipotecada y sufre de bancarrota. Entonces, aparece el enigmático hermano de David, el viajero buscavidas Michael Coughlin, que tras enmendar el papeleo con un oscuro especulador, liderará una expedición concebida hacer fortuna cazando bisontes; y además, en un área marcada por la amenaza de los indios y con la sospecha de que el individuo que controlaba dicha hipoteca los seguirá en busca de una venganza mortal. Fiel así a los tópicos del género, Olmstead consigue usar los estereotipos para renovarlos y darles una profundidad y un lirismo inconmensurables: el pistolero de pasado turbio y bondad oculta, la viuda coraje, el predicador locuaz, el adolescente maltratado, el padre despiadado…; y el ambiente, extraordinario, de la miseria, de la naturaleza, de los animales.

El autor recrea de este modo la vida nómada de la América profunda, el desafío por la supervivencia, en un argumento en que se respira una calma tensa, y en que lo poético, esa forma de narrar llena de preciosa expresividad que atraviesa el texto entero, cobra dimensión desde la memoria. En un momento dado, Michael le pregunta por su vida a Elizabeth, y ella le dice: “Me está pidiendo que recuerde”, y vemos al protagonista en busca de “una historia que me pueda creer”, preguntándose “de qué valía la verdad si no se comprendía” y “lamentando la pérdida de lo que nunca había tenido”.

Publicado en La Razón, 30-I-2020