martes, 22 de septiembre de 2020

Grossman, el escritor represaliado por el KGB

 

En 1990, poco antes de la desmembración de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, se publicaba la obra inacabada “Asistencia obligada”, que hace poco tuvimos al alcance en español por medio de Ediciones del Subsuelo. Era la oportunidad para conocer la crueldad y la psicología del miedo que tan bien describió uno de sus autores, Borís Yampolski, que junto a Ilyá Konstantínovski fueron dos testimonios de un clima de represión que vivieron multitud de colegas poetas, narradores y dramaturgos. Todo ello era especialmente intimidante desde la Unión de Escritores Soviéticos, en cuyo primer congreso, en 1934, se proclamó el realismo socialista. Aquel libro ofrecía la recreación de un ambiente kafkiano, de asfixia, temor, desconcierto. El caso es que el escritor de turno recibía una carta en casa con la convocatoria de las reuniones, en la que ponía: “Asistencia obligada” y en las que, a juicio de Konstantínovski, “se decidía la vida y la muerte. Para nosotros, hacían las veces del rezo, la confesión, los libros, el circo, la opereta… Eran más trascendentes y terribles que un consejo médico. Eran un patíbulo”.

Allí se controlaba a los escritores, se enviaban proclamas que había que seguir al dictado, se hacían amenazas subliminales. Los escritores progubernamentales, súbditos obedientes, todos de mediocre altura literaria, estaban especializados en hacer la pelota a los mandatarios que enviaban a los escritores a campos penitenciarios y les condenaban al ostracismo después de criticarlos públicamente. No extraña que para Konstantínovski aquello se tratara de “largas, sombrías reuniones-matadero, reuniones-degollantes, reuniones en las que se producía una rápida deshumanización de los hombres”. Unos encuentros “obligados” en los se decidía quién tenía que estar en la lista de los aceptados y lo que había que repudiar, hasta el punto de que se malogró la carrera literaria de autores tan relevantes como Borís Pasternak.

            Esa pareja de escritores y amigos, que tan bien explicaron cómo el sistema estalinista «retorció, aherrojó, derribó y estampó contra el suelo, en el fango, a un gran número de talentos que aún nadie ha contabilizado», citaban entre sus papeles a un autor muy admirado por ellos, Vasili Grossman. Se evocaba en “Asistencia obligada” la última conversación de Yampolski con el autor de la magna “Vida y destino” –cuando ya era un hombre quebrado, vigilado, destinado al oprobio, con su novela confiscada y viviendo de forma miserable– como su triste entierro. Pero así trataba la URSS a los escritores que no obedecían sus dictámenes: hombres del Estado entraban en el hogar del artista, la registraban y se hacían cargo de la “novela represaliada”, además de adueñarse del resto de material y hasta de las cintas de las máquinas de escribir, llevándose el trabajo de toda una vida.

Juicio al estalinismo

            A propósito de todo ello, en los próximos días se pone a la venta “Vasili Grossman y el siglo soviético” (traducción de Gonzalo García),de Alexandra Popoff, que ha hecho sin error a equivocarnos la definitiva biografía de este autor que no pudo ver su obra cumbre. La escribió en 1959, él murió en 1964, y hasta 1988 no vio la luz en Moscú, bajo el gobierno de Mijaíl Gorbachov, mientras que en España había llegado en 1985, pero traducida del francés; más adelante, se convertiría en todo un libro superventas cuando se recuperó, traducido por fin del ruso, en 2007. «Sometió a juicio al estalinismo, yuxtaponiendo los crímenes contra la humanidad que los soviéticos perpetraron con los cometidos por los nazis. En 1960, dos años antes de que el mundo conociera la experiencia de Solzhenitsyn en el Gulag, Grossman completó su denuncia de las dos dictaduras y los sistemas de esclavitud que fundaron. Decidirse a intentar publicarla en la URSS fue un desafío de extremada valentía», escribe la también experta en la vida de Lev Tolstói y su mujer Sofia.

La investigadora se refería a “El archipiélago Gulag” (1973), de Aleksandr Solzhenitsin, quien arrojó luz sobre la llamada «reeducación» promulgada por el Gobierno soviético, a veces practicada en «centros psiquiátricos», para denigrar o hacer desaparecer todo aquel sospechoso de estar contra el poder establecido; así, Lenin y Stalin, con la excusa de reformar a delincuentes y antirrevolucionarios, segarían entre los años 1921 y 1953 la vida de entre veinte y treinta millones de personas en casi quinientos campos. Por otra parte, tendríamos el caso similar de que la novela de Borís Pasternak «Doctor Zhivago», que tan popular se hizo gracias al cine, que no se publicó en Rusia hasta 1988, con el cambio histórico que impulsó la perestroika. En su día, un par de editoriales moscovitas habían rechazado publicar, si no podían retocarla a su antojo, la historia del doctor Yuri Zhivago, ambientada en la Primera Guerra Mundial, la Revolución Rusa de 1917 y la posterior Guerra Civil de 1918-1920.

 Pasado y presente autoritario

Se calcula que, durante el periodo soviético, fueron detenidos unos dos mil escritores, y unos mil quinientos fueron encarcelados o llevados a campos de concentración. Por su parte, Pasternak moriría en 1960 apenado y con la espada de Damocles en forma de perpetua amenaza a ser expulsado de la Unión Soviética. Le había costado escribir su novela diez años (de 1945 a 1955), y vería la luz, tras su edición italiana, en casi veinte lenguas diferentes. Y su colega Grossman tuvo una andadura similar, pues su carrera literaria despegó con gran éxito –antes se había formado como ingeniero–, sobre todo cuando tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial se convirtió en corresponsal de guerra para el Ejército Rojo, publicando grandes crónicas de las batallas de Moscú, Stalingrado, Kursk y Berlín. Muy en especial, su testimonio sobre los campos de exterminio nazis, escrito tras la liberación de Treblinka, un documento que, incluso, fue utilizado como prueba en los juicios de Núremberg.

Popoff cuenta con detalle todas vicisitudes, las exitosas y las calamitosas, de un Grossman que apuntó: “No hay lógica ni verdad en la condición presente, en que yo esté materialmente en libertad cuando el libro al que he dado mi vida está en prisión. Como yo lo he escrito, no he renunciado a él y no renuncio… pido que mi libro quede en libertad”. Sin embargo, cuando un cáncer le arrebató la vida, Grossman parece ser que suponía que la obra se había perdido o quemado. Por fortuna, unos amigos lograran recuperarla, microfilmarla y pasarla clandestinamente hasta que llegó a Lausana. No era esta la primera de las desgracias para un autor cuya madre había sido asesinada por los nazis en su localidad natal, Berdíchev, en Ucrania, durante una de las primeras masacres de judíos en los territorios ocupados a la Unión Soviética. “Este destino constituyó el pilar de la motivación vital de Grossman. Lo llevó a destacar como uno de los primeros cronistas del Holocausto y explica la determinación con la que se esforzó por contar toda la verdad sobre el mal global que trajeron consigo los regímenes totalitarios del siglo XX”, apunta la investigadora.

Es más, señalando cómo en efecto Grossman tuvo que sufrir el antisemitismo por duplicado, con Hitler y con Stalin, Popoff advierte lo necesario que es conocer la obra de un escritor cuya prosa es esencial no sólo para entender el “pasado totalitario de Rusia, sino su presente autoritario”. 

Publicado en La Razón, 20-IX-2020