lunes, 23 de noviembre de 2020

Entrevista capotiana a José Luis Muñoz

En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de José Luis Muñoz.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría? El Coth de Baretges, un lugar mágico del Valle de Arán, en donde llevo viviendo desde hace once años, escenario final de mi novela “Cazadores en la nieve”, mirador espectacular de la Cara Norte del Pirineo. Subo, por lo menos, una vez a la semana con un libro bajo el brazo y me tumbo a leer en uno de sus prados. Veo vacas, ovejas y caballos paciendo. De vez en cuando avisto algún ciervo. Siempre entro en éxtasis.

¿Prefiere los animales a la gente? Depende de qué animales y qué gente. Tengo buenos y grandes amigos entre los humanos, alguno desde hace más de cincuenta años, que ya es tiempo, y una perra que me tiene robada el corazón, Shiva, a pesar de que no es mía. Le estoy dando un rol en una novela que estoy escribiendo.

¿Es usted cruel? Mucho. En la ficción. Eso me tranquiliza cuando regreso a la realidad.

¿Tiene muchos amigos? Pues desde mi última resurrección, porque yo siempre digo que vivimos varias vidas, sí, un montón, y me jacto de tener una muy buena relación con todos ellos sin importarme su edad o sexo.

¿Qué cualidades busca en sus amigos? Que les guste la montaña, el buen vino, la comida, la literatura y el cine, no siempre por ese orden. Que sean buena gente, solidarios, comunicativos y positivos. Soy de los que escuchan.

¿Suelen decepcionarle sus amigos? Sí, cuando dejan de serlo. Unos cuantos se me han muerto en vida. La amistad, como las plantas, hay que regarla. Hay amistades que te llegan con fecha de caducidad. En Granada, ciudad en donde viví unos años, dejé unos cuantos en cuanto me mudé al norte.

¿Es usted una persona sincera? Pues a medias. A veces la sinceridad puede ser muy hiriente. Soy sincero conmigo mismo.

¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre? Escribiendo, leyendo, viendo películas, haciendo el amor, charlando, perdiéndome en un museo, explorando una ciudad, subiendo a una cumbre, guisando un buen plato de carne, haciendo rosquillas, escuchando ópera… Me realizo muy fácilmente porque me gustan demasiadas cosas.

¿Qué le da más miedo? Dejar de existir. No miedo, propiamente dicho, sino rabia, por no estar con la de proyectos que uno tiene en la cabeza. El tiempo siempre es el tesoro. El dolor me da miedo.

¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice? Los crímenes contra la humanidad, los fascismos, el racismo, los feminicidios, la corrupción política, la estupidez de las masas, la prostitución de la prensa…una lista interminable, como ve.

Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho? Explorador, cuando el mundo estaba por explorar. Seguir la senda de Jack London por el norte. Estar en la tripulación de la Bounty cuando Fletcher Christian se rebeló.

¿Practica algún tipo de ejercicio físico? Senderismo y bicicleta de montaña, pero en solitario. Odio ser competitivo. En invierno, corto árboles para alimentar mi chimenea. Odio los gimnasios y las piscinas.

¿Sabe cocinar? Casi tanto como escribir. Una virtud que heredé de mi madre. La cocina me relaja y es extraordinariamente creativa y está ligada a la felicidad. Domino los platos de carne, los cocidos, las sopas frías y la repostería popular. Mis rosquillas y mis tortillas de patatas son muy admiradas.

Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría? Robert Louis Stevenson. Me marcó literariamente. Y a él dedico buena parte de mi libro 50, “El viaje infinito”. Tanto es así que no descarto escribir una novela sobre su vida de la que tengo el título.

¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza? Felicidad, quizá. No todos la tienen al alcance de la mano ni saben dónde encontrarla. Hay quien es feliz sin tener nada e infeliz teniéndolo todo. Para irradiar amor hay primero que amarse a sí mismo.

¿Y la más peligrosa? El odio. Las formaciones que predican el odio y la insolidaridad. El odio que sale de un nacionalismo extremo que considera a los demás como el enemigo. Esos salvapatrias infames que han llevado a la Humanidad el desastre más absoluto y se repiten de forma cíclica.

¿Alguna vez ha querido matar a alguien? Pues no. Debe ser por mi cuota de muertos en mis ficciones que es tan elevada que me doy por satisfecho. Soy muy tranquilo y no me altera más que la injusticia y la estupidez suprema. Ni siquiera hubiera matado a Franco si hubiera estado en mis manos. Odio cualquier tipo de violencia.

¿Cuáles son sus tendencias políticas? Progresista, aunque la izquierda cada vez se conforma con menos y vaya pidiendo perdón por lo que hace, que es poco. Echo muy en falta las internacionales obreras. Si tuviera que identificarme con alguna ideología sería con el anarquismo. Hay que perseguir las utopías.

Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser? Director de cine. Me apasiona el séptimo arte, pero si ya es complicado escribir y que te publiquen una novela, imagine hacer una película en la que tienes que lidiar con actores, directores de fotografía, figurinistas, guionistas, especialistas, directores de efectos especiales… Estoy bien tal como estoy.

¿Cuáles son sus vicios principales? Comer dulces. Yemas de Santa Teresa. Me pierden. Y los tocinillos de cielo.

¿Y sus virtudes? Soy un vitalista nato, un trabajador incansable y muy amigo de mis buenos amigos.

Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza? El agua y el aire, como espacios por los que deambular, me dan mucho miedo. Prefiero pisar tierra. Sin embargo, cuando voy a la playa, una vez al año, no más, me gusta perder el fondo de vista o tirarme desde un barco en alta mar. Vi una vez a un ahogado y no se me quitó de la cabeza hasta el punto de incluirlo en mi novela “Marea de sangre”. Como imagen, “Ofelia” del pintor inglés John Everett Millais que pude ver en la Tate Galery de Londres. O Virginia Wolf suicidándose en un río. 

T. M.