En el año 2013 desaparecía Seamus Heaney, el poeta de la tierra que, durante mucho tiempo, estuvo asociada al conflicto político y al enfrentamiento religioso, al peligro callejero y a la amenaza terrorista: Irlanda del Norte. De hecho, ante tal situación, el católico Heaney decidiría trasladarse a Dublín, en 1972. Ese año en el centro de la cronología de este hombre nacido en Derry –donde en 1969 tuvo lugar la batalla de Bogside, unos disturbios entre residentes del barrio católico y la policía–, el mismo en que ocurrió el llamado Domingo Sangriento, cuando trece hombres y niños, no armados, fueron asesinados a causa de los disparos de la fuerza paracaidista británica después de una manifestación en favor de los derechos civiles para los católicos de Irlanda del Norte.
Heaney quiso alejarse de la pelea entre católicos y protestantes, lo que le dio la perspectiva necesaria para escribir su libro más celebrado, “Norte”, de trasfondo sociopolítico sin llegar a ser poesía política. Y en ese mismo año arranca este libro tan extraordinario, “No digas nada” (traducción de Ariel Font Prades): en el momento en que varios encapuchados entraron en casa de una viuda con diez hijos a su cargo, a la que secuestraron, en lo que se consideró una represalia del IRA. El crimen acabaría por aclararse en 2003, cinco años después de los acuerdos de paz del Viernes Santo.
El periodista de “The New Yorker” Patrick Radden Keefe ha logrado una crónica completísima e iluminadora sobre el conflicto norirlandés en que el lector conocerá el proceso de profesionalización de las milicias republicanas, la represión del Estado británico y la escalada de violencia. Y claro está, sus protagonistas, como el caso que se da al comienzo: el de Dolours Price, que se enroló en el IRA muy joven y estuvo implicada en diversos atentados. Una mujer esta que había mamado odio al Gobierno inglés desde el seno familiar; en lugar de tener fotos de los parientes, tenían otras tomadas en centros penitenciarios, de lo cual solían jactarse, pues padre y madre “compartían un fuerte compromiso con la causa del republicanismo irlandés, esto es, la convicción de que los británicos habían sido una fuerza de ocupación en la isla de Irlanda durante siglos, y de que los irlandeses tenían el deber de expulsarlos por los medios que fueran necesarios”.
Ese ejemplo inicial ya es estremecedor desde sus detalles biográficos y desde la información histórica que se asoma: el hecho de, ya en los años treinta y cuarenta, desde las filas de IRA (Ejército Republicano Irlandés), el patriarca de los Price ya había estado en Inglaterra poniendo bombas, desafiando así al poderoso Imperio británico. Otro familiar se había escapado de la cárcel de Derry, junto con una veintena de presos, tras cavar un túnel hasta más allá del recinto penitenciario, mientras un recluso tocaba la gaita para disimular los ruidos de la fuga. Era frecuente fabricar bombas caseras, y había camaradas que habían acabado en la horca de los británicos, de tal modo que las nuevas generaciones crecían pensando que todo ello era “la cosa más normal del mundo, que los padres de cualquier niño tenían amigos que habían muerto en el cadalso”, o familias enteras entre rejas.
Un conflicto milenario
Pero ¿Cuándo había surgido el primer enfrentamiento entre británicos e irlandeses? En cierta medida, de cara a los independentistas, esto carecía de importancia, pues “la causa siempre estaba allí. Era anterior a la distinción entre protestantes y católicos; era más antigua que la iglesia protestante”. Databa de las incursiones normandas del siglo XII, “cuando los normandos cruzaron el mar de Irlanda en busca de nuevas tierras que conquistar”. O, incluso, a Enrique VIII y los soberanos Tudor del siglo XVI, “que reafirmaron el yugo inglés sobre la sojuzgada Irlanda. O a los inmigrantes protestantes de Escocia y el norte de Inglaterra, que llegaron a Irlanda a lo largo del siglo XVII” para establecer un sistema de plantaciones por el cual los nativos de habla gaélica pasaron a ser arrendatarios y vasallos de unas tierras que antes les habían pertenecido.
Más cercano nos es lo sucedido en la Revuelta de Pascua de 1916, en la que un grupo de revolucionarios irlandeses se apoderó de la estafeta de correos de Dublín y declaró el establecimiento de una República irlandesa libre e independiente. La rebelión fue aplastada por las autoridades británicas de Dublín y después de que la guerra de la independencia condujera a la partición de Irlanda, en 1921, la isla quedó dividida en dos: veintiséis condados del sur en calidad de estado libre irlandés, y los seis condados restantes que siguieron bajo el mandato de Gran Bretaña. “El temor al nacionalismo irlandés era tan pronunciado que uno podía ir a la cárcel, en el Norte, por exhibir la bandera tricolor de la República”, escribe Keefe, que explica cómo en Irlanda del Norte los católicos tenían que soportar discriminaciones de todo tipo, de ahí que muchos emigraran a Inglaterra o Australia, en un exilio en busca –eso era la poesía, decía el escritor Heaney– de paz.
Publicado en La Razón, 5-XII-2020