martes, 27 de julio de 2021

El río de la vida norteamericana

Como pasa en casi todas las obras que cuentan con un protagonista adolescente, una novela como «Las aventuras de Tom Sawyer» ha sufrido la etiqueta de “juvenil”. Ello pese al deseo explícito de su autor, en el prefacio a la primera edición del libro, en 1876, de que «no por eso lo desprecien hombres y mujeres adultos, pues parte de mi plan ha sido tratar de recordar agradablemente a éstos los que fueron ellos mismos en tiempos». Sea como fuere, con Samuel Laughorne Clemens, o, mejor dicho, con Mark Twain, seudónimo tomado de la expresión «¡dos brazas!», que servía para indicar a los barcos que el río por el que navegaban era lo bastante profundo, nace, como dijo Ernest Hemingway, la novela norteamericana moderna.

Y lo hace con las andanzas de una serie de chiquillos que, bordeando el río Misisipi, desoyen las normas de los mayores para vivir aventuras de todo tipo: inocentes y arriesgadas, divertidas y dramáticas y, según la confesión del propio Twain, verdaderas, pues serían sus propios recuerdos la base para la escritura de la obra. Su fascinación por el río –en realidad el verdadero protagonista de toda su literatura, el testigo inmóvil y a la vez cambiante de la vida ciudadana y campesina– con sus elegantes barcos –el autor fue piloto de un vapor antes de incorporarse como soldado confederado a la guerra de Secesión–, Tom, el hijo del borracho del pueblo de Hannibal donde vivía Twain de pequeño, la observación de la miseria y el miedo de los negros...

Pero no hay mejor ocasión para captar esa sintonía con este río del centro de Estados Unidos que fluye en dirección sur a través de diez estados –desde Minesota hasta Luisiana, hasta desaguar en el golfo de México– que adentrarse en el maravilloso “La vida en el Misipipi” (traducción de Susana Carral). Un libro en que todo converge, la historia y los datos, las anécdotas y leyendas del río, más los recuerdos propios, para darnos una visión completísima de un lugar ya mítico, que descubrió el español Hernando de Soto, en 1541; un colonizador éste al que homenajea Twain entre un sinfín de asuntos de tinte informativo y narrativo, que tan fantásticamente quedó ilustrado mediante el arte, en forma de cientos de grabados, pertenecientes a la primera edición norteamericana, realizados por Edmund H. Garrett, John Harley y A. Burnham Shute.

Juventud y retorno al río

Ya en el breve prólogo de la traductora y el editor, Jesús Egido, inevitablemente, se alude a la invención del sobrenombre de Mark Twain, que aparece por cierto explicada por el mismo autor en página 445. Y es que Twain recorre el río en paralelo a su memoria, con asuntos relativos a su juventud y cómo tras más de veinte años alejado de esas aguas regresó al río en el tiempo en que el protagonismo de los transportes lo tenía el ferrocarril: atrás quedaba el río que había presenciado la Guerra de Secesión y un racismo extremo cuyo efecto “había convertido al estado de Misisipi en el quinto más rico del país, una riqueza blanca, la del algodón, forjada con el sudor y la sangre de los esclavos”. Tras aquello, se convirtió en lo que aún es: el estado norteamericano con peor renta per cápita, como ya Twain vislumbró.

En este sentido, resulta interesantísimo como el narrador, con su gran formación periodística y viajera, se convierte en cronista de la realidad de la gente del lugar, como cuando habla de cómo “hasta ahora el problema ha sido –y cito los comentarios de los dueños de las plantaciones y de los tripulan­tes de los vapores– que los planta­dores, aunque poseen la tierra, no tie­nen efectivo y se ven obligados a hipotecar tanto la tierra como la cose­cha para poder seguir adelante”.  En definitiva, como dice nada más comenzar: ““Merece la pena leer sobre el Misisipi. No se trata de un río común y corriente, sino todo lo contrario: resulta excepcional se mire como se mire”. Y bien recomendable es esta joya, en que se asoman detalles de la labor literaria que estaba llevando Twain, como cuando anuncia la escritura de “Las aventuras de Huckleberry Finn”, que vería la luz en 1884, un año después de que este trayecto inmenso por el caudal del Misisipi viera la luz.

“Continuamos deslizándonos río abajo con la intimidad de siempre, al no ver casi ningún vapor ni ninguna otra cosa que se moviese. El paisaje es el mismo: extensión tras extensión de un bosque casi nunca discontinuo a ambos lados del río, con su silenciosa soledad”, dice en el capítulo XXXIII. Apenas hay aquí y allá unas cabañas en medio de pequeños claros, en las orillas grises, sin hierbas, dice. Es la grandeza del entorno y la naturaleza, de la vida palpitante, del río siempre antiguo y siempre nuevo.

Publicado en La Razón, 24-VII-2021