viernes, 22 de octubre de 2021

Camprodón: música de historia y naturaleza

Con dos mil cincuenta años de historia, Camprodón es un pueblo atractivo por muy diferentes razones: sus edificios medievales, el gran valle donde está ubicado o sus referencias a la vida de su celebridad local, el músico Isaac Albéniz.

Poetas de la talla de Juan Ramón Jiménez o Federico García Lorca le dedicaron escritos; a finales del siglo XIX y hasta su muerte, en 1909, fue uno de los músicos más aclamados en Europa; Barcelona entera le brindó los más altos honores el día de su funeral... Ese hombre tan célebre en su día y al que llamaron, por su precoz genialidad frente a un teclado, “el pequeño Mozart” y “el Liszt español”, Isaac Albéniz, nació en el pueblo gerundense de Camprodón, a unos pocos kilómetros de Francia, en 1860. Hoy, un festival de música anual, dos esculturas y un museo recuerdan al autor de la monumental Iberia en esta localidad enclavada en medio de un valle ideal para gozar de la naturaleza y de todo tipo de deportes al aire libre.

Aunque su nacimiento allí fue casual, pues su padre estaba destinado temporalmente en Camprodón como administrador de aduanas, y a los pocos meses se trasladaron a Barcelona, los Albéniz mantendrán un estrecho vínculo con el pueblo. Da prueba de ello el interés que una nieta del músico ha manifestado por trasladar sus restos allí, los cuales descansan en el cementerio de Montjuich; como símbolo de este deseo, dio al museo una escultura erigida en 1937 que representa lo terrenal y espiritual en la figura fundida de un puma y un ángel. El visitante podrá ver esta obra y objetos personales de Albéniz, más uno de sus pianos, partituras, cuadros familiares, en el museo de la calle St. Roc donde su atenta encargada me habla de la vida legendaria del artista y hasta recita el “Epitafio a Isaac Albéniz” de Lorca, en el momento de regalarme una copia del soneto que escribió el poeta en 1935 y que puede llevarse cada visitante.

Romana, medieval, decimonónica

El Camprodón que vio nacer a Albéniz contaba unos 1.300 habitantes –hoy tiene algo más de 2.000–, y por entonces tenía una situación estratégica, lo que hizo que “fuese históricamente manzana de la discordia en disputas territoriales entre Francia y España, y los ejércitos invasores franceses la ocuparon en varias ocasiones durante los siglos XVII y XVIII”, según explica Walter Aaron Clark en Isaac Albéniz. Retrato de un romántico (2002). El musicólogo, además, aporta un dato curioso de la villa: la fundó, en el año 43 a. C., el cuestor (magistrado) romano Rotundo, quien dio nombre al topónimo Campus Rotundus (“campo redondo”), lo que derivó popularmente en “Camprodón”.

Andar por sus calles es hacerlo por la Edad Media: frente al museo, sobre el río Ter, se encuentra la imagen paradigmática del lugar, el Pont Nou, un gran puente construido en el siglo XII y que cada Navidad se adorna con cientos de bombillas que, en medio de la oscuridad de la noche, ofrecen su silueta tenuemente iluminada. A pocos pasos de allí, al tomar la calle Valencia, llena de tiendas, se llega a la Plaza de Santa María, en cuya enorme iglesia fue bautizado Albéniz, y al lado, al monasterio románico de San Pedro, que hizo construir el conde Guifré de Besalú en tempestuosos tiempos por luchas de poder entre los hijos de Guifré el Peloso.

Ya en el siglo XIX, Camprodón empezó a ser foco de interés por parte de la burguesía barcelonesa, que lo eligió como lugar de veraneo, sobre todo en dos grandes avenidas, la Font Nova y el Paseo Maristany, convertido en un mar de hojas entre árboles si uno tiene el placer de pasear por allí en otoño o invierno. Desde estos dos sitios de las afueras, puede encaminarse el excursionista hacia las montañas, con la opción de elegir multitud de rutas –para todas las edades– que proporciona la oficina de turismo, junto al edificio gótico Casa de la Villa.

Hospedarse con la historia

En su visita a la tierra que vio nacer a Albéniz, el viajero podrá dormir y comer en uno de los hoteles más bellos y con más historia de España: el Hotel de Camprodon, en la plaza Robert, y además por un precio asequible. Sus grandes habitaciones aún conservan la majestuosidad de antaño, y algunas cuentan con terrazas que dan al río y a una piscina exterior. En la planta baja, está situado el elegante comedor, y desde el vestíbulo se pasa a una pequeña sala con piano y a un salón que es la quintaesencia del confort y la distinción: la chimenea, la barra de bar, las obras de arte, el mobiliario y hasta su piso superior de madera, invitan a permanecer allí horas y horas.

Todo comenzó con un boleto de la lotería nacional, me cuenta el director del hotel desde 1985, Joan Costejà: a Alfons Rigat, propietario de una fonda, le tocaron 30.000 pesetas en 1914, y entonces llevó a cabo su idea de construir “el mejor hotel de Cataluña” ante la creciente demanda turística (Bartomeu Robert, doctor y alcalde de Barcelona, recomendaba las aguas y el aire del pueblo a sus pacientes). Se inauguró en 1916, y por él ha pasado lo más granado de la política y la cultura catalanas, desde el presidente Francesc Macià hasta el escritor Josep Maria de Sagarra y un nieto de Albéniz, el pintor Alfonso Alzamora, distinguido cliente desde hace treinta años.

En 1938, el gobierno republicano expropió el hotel bajo el mando del teniente coronel Jacinto Segovia, “cirujano jefe de la plaza de toros de Madrid”, y lo transformó en hospital militar hasta el fin de la guerra. Pero con todo, el hotel resistió ese golpe de la historia, y hoy su esplendor es el reflejo de un pasado tan trepidante como glamuroso.