John Keats siempre fue un hombre enfermizo; no mucho antes de su propia muerte, además, padeció la pérdida de su hermano por tuberculosis, lo cual para él significó un fatal augurio de su propio destino. Y es que moriría prematuramente, en 1821 (con veintiséis años), de la misma enfermedad, mientras subía, según la leyenda, los escalones de la Plaza de España de Roma, adonde se había desplazado en busca de un clima más benigno para sus pulmones. De tal modo que, en una antología del poeta de Finsbury –en los aledaños de Londres–, en su momento, uno de sus traductores, Lorenzo Oliván, destacó cómo apenas pudo usar cuatro años de escritura, y dos de ellos muy perjudicado por su mala salud, para dar una obra que ha devenido de las más altas de la poesía inglesa.
Una
poesía que, por otra parte, refleja su visión de que en todo lo bello hay un
poso de melancolía y muerte, de placentero sabor a tristeza. Así lo dice en “Oda
sobre la melancolía”. No en vano, fue un hombre que, en vez de ponderar su
individualismo, hizo del sentimiento personal poesía universal, sin regodearse
en una autobiografía que bien hubiera podido usar para el lamento más
conmovedor: cuna pobre; huérfano de padre a los nueve años y posterior abandono
de su madre, que reaparece cuando él es un adolescente pero que enferma y muere
al poco tiempo; deber de cuidar de sus hermanos, en especial de los pequeños,
Fanny y Tom Keats, que desaparece a los dieciocho años; breve amor por una
mujer; fin trágico como espectador consciente de su propia muerte.
Consciente
de su nefasta salud, el poeta se fue despidiendo de la vida con una serenidad y
entereza excepcionales. Asido a la realidad, sin aspavientos melodramáticos, el
poeta que aunó lo verdadero con lo bello –«una cosa bella es un gozo eterno»,
dijo en su poema “Endimión”; «la belleza es verdad», dijo en su “Oda sobre una
urna griega”– renuncia a ser un personaje patético de sí mismo, y bondadoso y
considerado con los demás, sintetiza su agonía, como se ve en su última carta,
de 30 de noviembre de 1820, tres meses antes de fallecer, a Charles Brown («...
Acostumbro sentir que mi vida real ha transcurrido ya, llevando ahora una
existencia póstuma. Sólo Dios sabe lo que hubiera podido ser —yo me lo
imagino—, pero no quiero hablar de estas cosas».
Y,
con todo, no olvida sacar algún detalle positivo que brindarle a su querido
amigo: «Sin embargo, al parecer no me han abandonado los ánimos, y en mis
peores días, pasando cuarentena, he hecho más juegos de palabras, sólo en una
semana, que hubiera hecho en cualquier año de mi vida, impulsado, sin duda, por
una especie de desesperación». El mismo artista que se salva momentáneamente
mediante la escritura, tiene la clara conciencia de su instinto a la hora de
experimentar la poesía y predecir el fin de su paso por la tierra: «Los grandes
enemigos que impiden que mi estómago pueda reponerse son, precisamente, mi
intuición de los contrastes, mi sentido del claroscuro, en fin, esa madurez
espiritual tan necesaria para la poesía».
Un maestro del soneto
Ahora, su obra poética entera se puede conocer mediante una bilingüe,
a cargo de José Luis Rey, que expone en un breve prólogo los datos más
importantes de la andadura de Keats y destaca cómo “la
madurez temprana y el desarrollo de Keats no tienen igual en la literatura de
su siglo (solo superado en precocidad por Rimbaud)”. Por otra parte, pone el
acento en su maestría en el soneto, que “lo convirtió en el mayor artífice
romántico de esta forma poética”. No obstante, el lector encontrará otras textos
líricos de Keats “igualmente excelsos y sorprendentes”, como “El gorro de cascabeles”, «un
extraordinario poema que es épico y “nonsense”
[género del absurdo]», remarca el traductor.
Los
estudiosos de Keats han hablado de su capacidad de autocrítica, elemento
capital para el desarrollo de su obra poética; su madurez contrasta con el
impulso adolescente de otros románticos ingleses que extendieron sus ideas
juveniles a una edad avanzada. Y sin embargo, hijo de su tiempo, Keats se
expresa en términos de plena melancolía, aunando amor y muerte, como cuando le
dice por carta, el 25 de julio de 1819, a su amada, Fanny Brawne: «Durante mis
paseos me deleito pensando en tu hermosura y en la hora de mi muerte. ¡Ah, si
pudiera gozar de ambos placeres en el mismo momento!». Ya en 1878 Harry Buxton
Forman reunió, transcribió y editó la correspondencia del poeta, «un auténtico
aldabonazo que removió conciencias victorianas, prácticamente escandalizadas
ante ese Keats imperioso, abrasado por el amor, lleno de dudas y zozobras, a
veces cáustico, a veces tiránico, apasionado siempre, con la muerte pisándole
los talones y la angustia llevándoselo por delante», como apuntó Ángel Rupérez
en una amplia antología epistolar del autor.
En una carta que envió a su amigo Leigh Hunt, Keats decía que tenía que elegir entre dos venenos: el mundano: estar viajando entre Inglaterra y la India durante algunos años, o el artístico: «llevar una vida febril a solas con la poesía». Y así lo llevó a cabo, puesto que, tras hacer unas prácticas con diferentes cirujanos y boticarios y obtener un certificado de la Sociedad de Farmacia, de la noche a la mañana lo dejó todo para volcarse en su pasión poética.