Y de mares y de sus conquistes
por todo el mundo sabe extraordinariamente Javier Peláez, que en este gran
libro, “Planeta Océano” –el pasado mayo
ya nos dio otro magnífico estudio en torno al Polo Norte– nos habla de cómo «durante miles de años, la
inmensa presencia del agua en este planeta Océano supuso el principal elemento
de separación entre pueblos y culturas… hasta que llegó la navegación». Él
mismo dice que se ha hablado por extenso de lo que significó para el rumbo del
hombre la invención de la rueda, «pero la aparición de las primeras
embarcaciones, o la simple invención de la vela, marcó el destino de reyes y
civilizaciones, propició que el intercambio y la cultura florecieran y
consiguió que el mar dejara de ser una barrera para convertirse en el principal
elemento de unión del mundo».
Este divulgador científico,
consciente de que estaba encarando un ámbito inabarcable, se entregó a la
investigación sabedor de que el origen de todo –el primer marino y su navío–
siempre será un misterio, pero también constatando que las primeras
embarcaciones se construyeron con madera, juncos o incluso papiros, materiales,
claro está, que no pudieron resistir el paso del tiempo. Esa laguna informativa
es un hándicap considerable a la hora de descubrir los orígenes de la
navegación, pero Peláez consigue transportarnos a diversas épocas para hacernos
una idea de cómo pudo el ser humano aprovecharse del agua como medio de
desplazamiento: «Junto a anzuelos y arpones, el sapiens de finales del
Paleolítico se hizo con herramientas que han pasado demasiado desapercibidas,
pero que cambiaron la historia para siempre». De hecho, el remo o las velas son
inventos que se remontan a miles de años y cuya formidable utilidad ha llegado
hasta hoy sin apenas modificaciones.
Comercios y navegantes
Peláez, asimismo, explica que
fue el comercio en los ríos el que propició la aparición de la escritura
cuneiforme, el sistema decimal y el cálculo en la antigua Mesopotamia, así como
que el conocimiento de las crecidas del río Nilo hizo a los egipcios –que hace
cinco mil años ya eran grandes maestros de la construcción de barcos–
consagrarse a la astronomía y al cálculo del tiempo. Es decir, la historia del
contacto con el mundo acuático es la historia de la propia evolución de las
civilizaciones.
Junto a todo ello, tendremos
una infinidad de datos curiosos, como el hecho de que el Mediterráneo (que
significa literalmente ‘en medio de la tierra’, en su caso entre tres
continentes), a pesar de albergar el 1% de las aguas del planeta, contiene el
10% de la sal de todos los océanos. Dominar ese mar y el resto,
progresivamente, era sinónimo de controlar todo el entorno y de crear toda una
estrategia de poder; por ejemplo, por parte de los fenicios, que disfrutaron de
una red de factorías y colonias para sus comercios: Cartago, Cádiz, Málaga,
Almuñécar, Abdera, Ibiza, Hadremeto, Palermo, Túnez... Por su parte, se nos
dice que «Roma trató el mar como “res communis”, es decir, como un elemento no
susceptible de propiedad porque no existía forma de controlar algo que
consideraban sobrenatural», mientras que los griegos «hicieron del mar la
esencia de su civilización, de su cultura, de su mitología».
Pero tampoco cabe olvidar que
durante una breve etapa, los chinos fueron los reyes indiscutibles del océano,
con una serie de conquistas marítimas que marcaron un punto de inflexión en el
devenir de la navegación, sobre todo encarnada en la persona de Zheng He, que,
a principios del siglo XV era el almirante de la mayor flota jamás vista. En
“Planeta Océano”, así, se asomarán multitud de grandes navegantes, como
Cristóbal Colón, cuyas exigencias económicas desorbitadas impidieron que sus
barcos zarparan años antes, o piratas que protagonizaron algunas de las aventuras
más increíbles que se han vivido en el mar. También, ciudades que viven de cara
al agua como Venecia, y objetos indispensables que facilitaron –cartas
náuticas, brújulas– orientarse por un lugar cuya única frontera es avistar
tierra firme.
Publicado en La Razón, 20-VIII-2022