Antes de abrir Un hijo cualquiera, y viendo que puede tratarse de algo que incida en la paternidad, me asalta el recuerdo de una fotografía de James Joyce; en ella, este aparece sentado en mitad del campo, mirando hacia abajo, con un parche en el ojo izquierdo, los codos apoyados en las rodillas y una flor en el ojal. En el libro que la reproducía, la foto estaba acompañaba de esta cita: “Amor matris, genitivo, sustantivo y objetivo, puede ser la única cosa verdadera de la vida. La paternidad puede ser una ficción legal”.
En este sexto libro que Libros del Asteroide consagra a Eduardo Halfon (Guatemala, 1971), encuentro esa misma
referencia justo en la primera página, en “Un pequeño corte”,
en que el autor habla de cómo su hijo recién nacido fue circuncidado: “El
sentimiento de maternidad es automático y primitivo, me dije a mí mismo, acaso
para explicar o justificar mi ausencia inmediata de amor. Pero el sentimiento de
paternidad, como escribió James Joyce en Ulises, es un misterio para el
hombre”.
Siempre es interesante leer sobre tener hijos y cómo podemos interpretar su
efecto en nuestras vidas, pero en el caso que nos ocupa, nos adentramos en
situaciones personales que, a mi modo de ver, tienen un interés relativo. Esta
inicial duda de circuncidar al pequeño y cómo el padre sufre oyéndole llorar
mientras le intervienen al final suena demasiado íntima, si bien lleva al escritor
a hablar de esa costumbre tan arraigada en la comunidad judía y a proporcionar
información histórica al respecto.
A mi juicio, cuando Halfon
usa su experiencia propia para elevar el asunto que trata a temática que
tratar, surgen líneas relevantes, por más que esto se interrumpa demasiado con
el anecdotario del escritor. Sucede en “Historia de mis agujas”, en que habla
de sus alergias desde niño, lo cual le lleva a contar que en 1981, “huyendo del
caos político en Guatemala y la violencia del conflicto armado interno, nos
mudamos al sur de Florida”. En Estados Unidos seguiría haciéndose más pruebas
al empeorar ese problema de salud, aunque contar detalles como el de que una
chica le dijese que se sonaba la nariz incorrectamente impide que el libro,
compuesto por una serie de textos breves y con estructura interna fragmentaria,
alcance la deseable intensidad narrativa o meramente biográfica.
De este modo, puede pensarse que Un
hijo cualquiera será tal vez de atractivo sólo para el amante de la
literatura de Halfon que, además, le guste descubrir asuntos de su vida. Ciertamente,
por medio de piezas como “La puerta abierta”, nos enteramos de que un amigo de
la infancia se ahorcó de la rama de un árbol, mientras que en “Unos segundos en
París” lo vemos convirtiéndose en lector. Así, conociendo sus enfermedades o
mudanzas, vemos asomarse en paralelo a su criatura, como en “Leer calladito”,
en que el niño imita a su padre leyendo, o en “La nutria verde”, en que cuenta
que le pidió que de un viaje le trajera un caballo azul.
Su primer beso, su paso por Iowa o el temor a que su hijo se haga daño son
asuntos privados que se mezclan con otros de corte más dramático, como en el
que tal vez sea el texto más logrado, “El lago”; en él, cuenta cómo una
madrugada se encontró a dos hombres indígenas muertos, al parecer guerrilleros,
conformando unas páginas que nos sumergen en un clima peligroso, de secuestros
y miseria, que tienen gran calado sociohistórico.
Al lado de estos pasajes atrayentes, como decíamos, están otros que, cuando
menos, necesitan de la simpatía de un lector que, en efecto, quiera saber cosas
sobre la muerte del abuelo riojano de su hijo, o tenga curiosidad sobre por
qué, una noche, al niño le dio por hacer un gesto de rezar. Esto, por cierto,
conducirá a Halfon a escribir que “la imitación es el principio de todo
aprendizaje, religioso o no” y a hacer un pequeño apunte científico.
En un terreno más literario, destacaría “Papeles sueltos”, que explica cómo uno de los mejores libros que ha leído es también uno de los peores: Hambre, pues, en verdad, su alta calidad literaria choca con la ideología fascista de su autor, Knut Hamsun; de forma que se pregunta, con buen tino, “¿qué debemos hacer, al final, con las bellas palabras escritas por una mano inmunda?”.