En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Miguel Ángel Hernández Saavedra.
Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder
salir jamás de él, ¿cuál elegiría? Estambul en primavera.
¿Prefiere los animales a la gente? Depende
del animal y de la persona. No me gusta “la gente” en general.
¿Es usted cruel? Alguna vez lo he sido sin
querer.
¿Tiene muchos amigos? “¡Oh,
amigos, no hay amigos!”, dicen que dijo Aristóteles. O en una versión menos
poética y más razonable: “Quien tiene muchos amigos no tiene ninguno”. Yo tengo
muy pocos y muy buenos.
¿Qué cualidades busca en sus amigos? No las
busco; las encuentro. Me las descubren.
¿Suelen decepcionarle sus amigos? Recuerdo
vagamente un caso… ¡Ni caso!
¿Es usted una persona sincera? Sobre todo
cuando no me empeño en decir “la verdad, toda la verdad y nada más que la
verdad”.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre? Nunca he
tenido demasiado tiempo libre. Cuando lo he tenido, la pasión de la escritura
lo ha ocupado sin preguntarme.
¿Qué le da más miedo? Que les
pase algo malo a mis hijos.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le
escandalice? La mentira habitual, estúpida e innecesaria. Me
escandaliza en el sentido etimológico del “escándalo” (escollo): ¿qué necesidad tenías de
tropezar mil veces con la misma piedra?
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida
creativa, ¿qué habría hecho? Me habría gustado ser
panadero, levantarme muy temprano y dar forma a la masa madre (¿se dice así?)
como si yo fuera el demiurgo platónico y los panes que salieran de mis manos,
redondos o alargados, fuesen pequeños universos que no he creado desde la nada,
sino modelado con amor, a partir de una materia eterna, y una pizca de
inteligencia que, aunque efímera, deja huella.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico? Camino
cuando “el camino” me incita a recorrerlo.
¿Sabe cocinar? Dicen quienes las han
probado que mis patatas fritas (de corte irregular, digamos que el producto de
una geometría no euclídea), acompañadas de huevos también fritos, no tienen
parangón. Así que presumo de convertir la humildad culinaria en arte. Más allá
de eso, muy poca cosa.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un
personaje inolvidable», ¿a quién elegiría? Creo que
no hay ningún “personaje inolvidable”, inolvidable para mí y conocido por todo
el mundo, que no esté, de una manera u otra, en alguno de mis artículos y
libros. Si se trata de un personaje inolvidable solo para mí, ya lo he hecho: a
mi abuelo le dediqué una especie de poema en prosa que cierra mis Pequeñas teorías: “El cobrador del Ocaso”.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de
esperanza? Amor.
¿Y la más peligrosa? Amor.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien? Solo
responderé a esta pregunta en presencia de mi abogado.
¿Cuáles son sus tendencias políticas? Uf. Suelo
despertarme liberal en el mejor sentido del término: amante de la libertad
latente en el individuo. Según avanza la mañana y veo cómo está el patio, me
vuelvo más conservador. A la hora de la nada, las 15:45 aproximadamente, me
invade un sopor socialdemócrata. Adentrada la tarde, según el nivel de
indignación, puedo transformarme en comunista. Pero siempre, cuando llega la
noche, me voy a la cama convertido en lo que definitivamente soy: un anarquista
solitario.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser? Agua, y
pasar de un estado a otro: ora líquido, ora sólido, ora gaseoso.
¿Cuáles son sus vicios principales? A veces
pienso mal, muy mal.
¿Y sus virtudes? A veces pienso bien, muy
bien.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del
esquema clásico, le pasarían por la cabeza? Estambul
en primavera.
T. M.