Ciertamente,
incluso los autores actuales son herederos de esa tendencia: el recién
desaparecido Kenzaburo Oé escribió sobre los mismos asuntos, añadiéndose al
suicidio, el incesto, el retraso mental y los bebés deformes o muertos, las
consecuencias de las bombas atómicas en su país, y semejante tradición morbosa llega hasta Haruki Murakami, como sabe bien un lector y traductor tan experimentado como Cees Nooteboom, que relaciona Japón, ya desde la primera línea de su nuevo libro, “Círculos infinitos” (fotografías de Simone Sassen; traducción de Isabel-Clara Lorda Vidal), con una imagen terrible que guarda en su memoria.
Lo hace al hilo de contar cómo en un larguísimo viaje hacia el país del sol naciente, intentando conciliar el sueño, no se le iba de la cabeza una fotografía que vio justo después de la Segunda Guerra Mundial y que le impresionó sobremanera, a la edad de doce años. La instantánea mostraba un prisionero de guerra australiano, que estaba con los ojos vendados y las manos atadas con una cuerda, detrás del cual se encontraba un japonés, que sostenía “una gran espada con sus dos manos levantadas, casi como un campeón de golf sujetando su palo en la posición más alta. Una fracción de segundo después arremeterá contra el australiano y, de un solo tajo, la espada le cortará el cuello, la cabeza se separará del cuerpo, la sangre brotará del cuello en la foto todavía intacto, el cuerpo con las manos atadas caerá de lado”.
Ver sin ser visto
Por supuesto, tras décadas de interesarse por la vida japonesa a través de
muchas lecturas, esa imagen del país oriental cambió en la mente del autor
holandés, y sin embargo, “a una hora de aterrizar en Japón, me asalta
inevitablemente una ligera sensación de angustia mezclada con cansancio. Veo
imágenes de millones de personas en el metro y en los trenes, unas imágenes que
enseguida quedan atenuadas por jardines, templos y arreglos florales”. Es el
Japón bélico de secuencias despiadadas, el que le ha acompañado por medio de
muchos libros en los últimos años, con novelas de Tanizaki, Kawabata, Oé y
Mishima, el que presenta “un cierto exotismo en las costumbres sociales y
religiosas, una vegetación diferente, un clima diferente, sí, pero ¿gente
diferente?”, se preguntaba, a la vez que se desafiaba de este modo: “Ahora
bien, ¿seré capaz de encontrar esto mismo fuera del contexto de esos libros?”.
Hiroshima, zen, kabuki, sumo, kaiseki, Sony, samurái, harakiri, ikebana: Nooteboom
pronuncia palabras que para él son sonidos familiares para todos pero carentes
de significado, y emprende un viaje que tal vez no lo es tanto, pues,
naturalmente, hoy en día, la aventura del recorrido que uno encara ha sido
sustituida por un desplazamiento cómodo que nos lleva a constatar, en el lugar
de destino, lo que ya conocemos gracias a fotos, vídeos o películas. ¿Qué
Japón, entonces, buscaba descubrir el autor cuando pisa el suelo de Tokio?
“Círculos infinitos” es una respuesta a ello desde que en el hotel una joven
que le sirve una taza de té pero, observa, todo se ejecuta de forma robótica,
casi se diría que deshumanizada; tiene así lo que da en llamar un “sentimiento
literario”, el de estar entre la gente y haberse vuelto invisible.
“Ahora ella me sirve el té, pero ¿me está viendo realmente? Esta sensación me acompañará durante todo el viaje, en las calles, los restaurantes, los trenes, el metro. Me validan los billetes, me traen la comida, mi presencia provoca reacciones en la gente y, sin embargo, de alguna manera soy invisible, no existo realmente”. Nooteboom reflexiona sobre ello, lo que el conduce a pensar qué es ser, para el japonés, un «extranjero», o lo que equivaldría a decir en inglés una «outside person». “A un extranjero lo sirves, lo tratas con cortesía, pero no lo dejas entrar en lo más íntimo de tu mirada, aquella con la que realmente ves a las personas”, dice, reconociendo en esa observación una suerte de percepción de euforia tanto como de debilidad.
Imposible escuchar “no”
Habla, así pues, de lo que vio en Japón; curiosamente, da por hecho que la
gente ve Tokio como un lugar horrendo pero que a él le encanta, pese a “esa
aglomeración brutal e infinita de edificios, todo el horror de la gran urbe, el
delirante cáncer de la construcción que expulsa el verde y a través del cual el
tráfico de la ciudad busca abrirse paso de mil maneras, la acumulación masiva
de la vulgaridad periférica”. Es la belleza de la fealdad y el ruido, un poco
al estilo del admirador de Nueva York u otra urbe oriental, como Shanghái, que
es un mar de rascacielos y cristal. Es un paisaje urbano inhóspito en que mira
sin que le miren, ya esté dentro del metro o paseando por cualquier calle.
Nooteboom no es aquí un viajero con iniciativa alguna, al parecer; le recogen
en el aeropuerto, le preparan cada jornada en el hotel, de modo que el libro no
será el reflejo de una peripecia en un territorio nuevo sino una serie de
apuntes sobre lo visto y vivido.
Habla de que coge taxis, siempre inmaculados, con conductores con guantes blancos en las manos, o comenta la costumbre del individuo japonés a hacer lo imposible por evitar decir “no” al interlocutor. Esto es especialmente delicado, pues la persona a la que puedes preguntar por una dirección “prefiere enviarte al Sáhara antes que perder la cara” diciendo que no lo sabe. Y con todo, a pesar de estas nimiedades, “para mí, todo esto entra en el capítulo de la aventura, ya que carezco de obligaciones concretas, pero me imagino que para la gente que trabaja o que tiene una agenda que cumplir esto es un desastre”. Es, cómo no, el Tokio lleno de masas de personas por doquier, cual hormiguero, que no molesta al visitante, pues “me provoca un placer sensual fluir junto a ellas, estar rodeado de una corporalidad incomprensible, convertirme yo mismo en multitud”.
Este es el espíritu de un libro que nos lleva también a Osaka, Kioto y Nara, que evoca los grabados de Hokusai e Hiroshige, el teatro kabuki, los jardines zen, el budismo y el sintoísmo en los templos, y, huelga decirlo, la presencia de los escritores nipones más famosos; pero también otros menos conocidos, como Shõnagon (“El libro de la almohada”) y Murasaki Shikibu, cuya “La historia de Genji” se considera pionera en el género novelístico y que recreó la vida en la corte del periodo Heian, en el siglo XI.