Es bien conocida la faceta arqueológica que desempeñó la narradora superventas por antonomasia en la historia de la literatura, Agatha Christie, que aparte de viajar por todo el planeta muy joven, en compañía de su primer marido, que representaba a Gran Bretaña en labores diplomáticas y comerciales, acudió en muchas ocasiones a Oriente Medio con su segundo esposo. Se trataba del gran arqueólogo Max Mallowan, con el que atravesó mil y un lugares recónditos en países como Irak o Siria, en donde se alojaba en el lujoso hotel Baron, ocupando la misma habitación en 1934 y 1935, la número 203 –donde empezó a describir a su personaje Hercules Poirot subiéndose en un tren, en Alepo, como arranque de su novela “Asesinato en el Orient Express”–, contigua en la que solía dormir Lawrence de Arabia, la número 202.
Esta mitología hotelera ligada a grandes personalidades de las artes o las letras se ha desplegado, por supuesto, en iniciativas que tienen que ver con el marketing y la publicidad y que tienen por objetivo atraer visitantes a determinados establecimientos. También, tal cosa ha acabado en libros como el que ahora presentamos, “Hoteles literarios” (traducción de Esther Benítez), en que aparece, como no podía ser de otra manera, el Baron, que según su autora, Nathalie H. de Saint Phalle, “es una maravilla de poesía” que “evoca el paso por el hotel de unos cuantos escritores desde su construcción, en 1911. El propietario del hotel, Krikor Mazloumian, recordaba a la escritora inglesa “sentada en el rincón soleado de la terraza. Siempre le preguntaba qué estaba escribiendo y no obtenía en respuesta sino una sonrisa”, hasta que la insistencia dio sus frutos y le contestó que estaba preparando una obra que daba inicio en Alepo con el celebérrimo tren.
Saint Phalle publicó “Hoteles literarios” en 1993 y desde muy pronto estuvo interesada en la conjugación entre los viajes y la literatura. Escribió una tesis sobre el antiguo Egipto y una visita a Yemen la empujó a la escritura de un diario, a todo lo cual le siguieron una retahíla de viajes por todo el planeta que desembocaría en esta especie de diccionario hotelero-literario que apareció en español en 1993 y que estaba muy olvidado. Por eso, es todo un acierto recuperar este material que mezcla actualidad e historia, anecdotario y e información literaria, y que se presenta con un breve prólogo que aborda el hecho de “puesto que estamos en la era de los viajes, el hotel es de hecho un lugar crucial. Palacio, gran hotel, posada, pensión, meublé, fonducho o burdel, en ellos se ama, se bebe, se esperan días mejores, se muere. Es un lugar de paso, un abrigo transitorio, escenario de dramas y alegrías, un espacio cerrado, anónimo, pero igualmente para algunos una ética de vida más libre, sin acumulación de recuerdos”.
El Algonquin de Nueva York
Del Hotel del Universo (destruido), en Adén, Yemen, o el Hotel de Francia y el Hotel Taitu, en Adís Abeba, en Etiopía, hasta el Gran Hotel Am See, en Zell Am See, en Austria, o los cuatro que cita localizados en Zúrich, Suiza, uno de los cuales (el Hoffnung) presenció la primera noche de amor entre James Joyce y su mujer, Nora Barnacle, se despliega una infinidad de lugares que, en verdad, hacen un “viaje alrededor de la Tierra”, como reza el subtítulo del libro. Entre ellos no faltan los españoles, con la presencia de un hotel ficticio como El Palace, que llevó a un libro Claude Simon, en torno a la Guerra Civil Española, o uno real como el Ritz, del que habló en otra obra Paul Morand. También, el Alhambra Palace de Granada, que tuvo como huéspedes a Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir; el Palace y el Ritz de Madrid, con una lista interminable de grandes escritores internacionales en sus habitaciones; y el Formentor de Mallorca, que tantísimas reuniones literarias ha acogido desde los años cincuenta.
Así, el listado de hoteles y ciudades es inmenso, y en cada una de las entradas correspondientes, se atienden tanto los autores que los ocuparon como las obras literarias que inspiraron: Aleixandre, Asturias, Benavente, Borges, Cabrera Infante, Carpentier, Cela, Cervantes, Cortázar, Fuentes, García Márquez, J.R. Jiménez, Lezama Lima, Lugones, Machado, Mistral, Ocampo, Ortega y Gasset, Padilla, Semprún, Unamuno, Vargas Llosa (por mencionar a los de lengua española). Pero si tuviéramos que destacar uno de entre todos ellos podríamos señalar el lugar que vio cómo la autodestrucción alcoholizada definió al grupo que se reunía en el legendario hotel neoyorquino Algonquin, con Dorothy Parker –que moriría en otro hotel, The Volney– como maestra de ceremonias en torno a la célebre «Mesa Redonda», junto a sus amigos Francis Scott Fitzgerald, Ring Lardner y Edmund Wilson. De entre ellos, el último en morir sería el influyente crítico literario (en 1972), del que la biógrafa Marion Meade explicita el comportamiento letal que desarrolló contra sí mismo: «Edmund Wilson, cuyos periodos depresivos obligaron a hospitalizarlo varias veces, también fue víctima del alcoholismo. Sentado en un sillón del vestíbulo del Algonquin, pedía interminables Martinis y whiskies dobles y mantenía conversaciones brillantes, con total lucidez, pero cuando se ponía en pie para marcharse a veces se caía de bruces al suelo».
Un hotel hecho biblioteca
El hotel, situado en la 55 West, 44th Street, tiene una gran historia Literaria de la que Saint Phalle da algunos datos, como que entre 1907 y 1946, Frank Case, un hombre muy aficionado a la literatura, llevó a cabo la iniciativa de la Mesa Redonda del Algonquin, que consistía en comidas en las que participaban unas treinta personas “para intercambiar opiniones y convicciones literarias” y a las que acudían no solamente escritores, periodistas o editores, sino también gentes del mundo del cine, como fue el caso de Preston Sturges, que murió en el hotel en 1959, Herman Mankiewicz o Harpo Marx. De hecho, otro acontecimiento señero para la prensa literaria de los Estados Unidos se concibió entre sus paredes: «Harold Ross, el legendario editor del “The New Yorker”, reconoció haber creado virtualmente la revista en el hotel, y por eso en cada habitación hay un ejemplar». Llegó a tal punto su trascendencia artística, que un gato que rondaba por allí y al que pusieron por nombre Hamlet, “que recorría día y noche el hotel, durmiendo preferentemente en los almacenes del quiosco”, se convirtió en protagonista del libro “El gato algonquino” (1980), de Val Schaffner.
Por cierto, cabe decir la siguiente curiosidad: en un momento dado, Saint Phalle se mudó a Nápoles y se involucró en el proyecto del Albergo del Purgatorio, un hotel de Nápoles, ubicado en un palacio renacentista con techos altos y grandes escaleras. Además, el establecimiento se acabó convirtiendo en biblioteca, que ocupa la sala principal y que acumula torres de cientos de libros que se extienden y se apilan encima de las mesas y en el suelo: libros de todo tipo que nacen de la idea de que cada huésped deje allí un libro, todo lo cual llevó a la autora a escribir “222 autobiographies de Robert Kaplan par ses amis” (2011), sobre una figura imaginaria sobre la cual la escritora pedía que los visitantes escribieran relatos.
Publicado en La Razón, 12-VIII-2023