miércoles, 4 de octubre de 2023

Cambiar judíos por ganado o dinero


Gracias a la literatura y a los historiadores, se va asomando la verdad de algunos acontecimientos que se han ocultado o tenido escasa difusión, sobre todo en países de los que se sabe poco, por su escasa trascendencia internacional o lastrados de tópicos y prejuicios. Es el caso de Rumanía, cuyo trasfondo literario emergió en 2009 por el premio Nobel otorgado a Herta Müller. Ésta, hija de un soldado de la Segunda Guerra Mundial y una madre deportada a un campo de trabajo de la Unión Soviética, tuvo que soportar el régimen comunista de Nicolae Ceausescu, al que atacó ya desde su primer libro, prohibido y censurado, hasta que, harta del acoso de la policía secreta, decidió exiliarse.

Por otra parte, el año pasado llegaba en español un libro que se tituló “Vidas provisionales” (editorial Acantilado) y que mostraba las vidas de diversos personajes que se desarrollaban, ciertamente, de forma no definitiva, que eran incompletas o al cabo insatisfactorias, a la espera de algo mejor. La firmaba Gabriela Adameșteanu, que conoce el diabólico entramado comunista desde que, en el primer lustro de los años sesenta, acudió a la Facultad de Literatura de la Universidad de Bucarest. Empezó a publicar en 1975, como narradora, y trabajó como editora en los ochenta, estando muy comprometida en intentar sortear la censura que establecía el régimen de Ceaușescu.

No fue hasta diciembre de 1989, después de días de violentas protestas contra este dictador que llevaba más de dos décadas en el poder, que la República Socialista de Rumanía dio un cambio de rumbo político. Adameșteanu ya había ganado gran relevancia literaria desde 1983 merced a otro libro que obtuvo el Premio de la Unión de Escritores. Y justamente, recordando toda aquella fase tan gris y trágica se iba construyendo su novela, a raíz de la relación adúltera que tenían dos funcionarios de una institución cultural de propaganda comunista durante los años setenta. Un tiempo en que la existencia más privada era objeto de vigilancia por unos organismos gubernamentales que llevaban a cabo un control kafkiano de la población.

La Securitate rumana

De hecho, Adameșteanu, en otras obras ya había abordado lo que es vivir bajo el jugo estalinista, en la década de los cincuenta, y “Vidas provisionales” precisamente se abría con un epígrafe del diario del escritor rumano Mihail Sebastian, sobre un sueño que tuvo en que salía Stalin. Es un ejemplo de la sugestión en la que se vivía metido en un sistema represivo y que llevaba a no confiar en nadie. Y es que, como se decía en el texto, hasta tu mejor amigo te podría tirar a la Securitate. “Nadie podía salir de aquel país en plena Guerra Fría. El pueblo vivía prisionero”, dice Sonia Devillers (1975) en “Los exportados” (traducción de Eduardo Berti), testimonio personal de una atrocidad que permaneció en archivos secretos hasta 25 años después de la caída del Muro.

En ese momento se desclasificaron algunos expedientes de la inteligencia exterior rumana y el historiador Radu Ioanid pudo estudiar documentos relacionados con la trata de seres humanos: judíos que se intercambiaban por animales o dinero cuales esclavos del siglo XIX. En aquellas listas, aparecía “quién fue vendido y por cuánto. El precio de cada ciudadano judío aparecía por escrito; primero convertido en ganado y después en billetes verdes”, anota Devillers, periodista francesa e hija de inmigrantes rumanos, que se puso a investigar cómo su madre y sus abuelos pudieron salir de Rumanía e instalarse en París. Estos y muchos otros fueron los «exportados», a quienes el Estado había perseguido y que pudieron pagar el hecho de emigrar a Occidente.

Por eso dice Devillers al comienzo que esos familiares suyos no se fugaron sino que los dejaron partir, pagando una fortuna por ello. Se trataba de Harry y Gabriela Deleanu, que pisaron Francia en 1961 con sus dos hijas y con una abuela. A este respecto, cabe decir que en los años ochenta se publicaron las confesiones de uno de los responsables de la Securitate en que “contaba cómo Rumanía había estado vendiendo a sus judíos durante décadas. Había empezado canjeándolos por animales comestibles: terneros, vacas, pollos, ovejas y, sobre todo, cerdos. Con el tiempo los había intercambiado por dólares”, hasta el punto de que Ceauşescu diría una vez: «Los judíos y el petróleo son nuestros mejores productos de exportación».

Matanzas a judíos

Hasta abordar esa etapa oscura de la dictadura rumana, Devillers va contando la vida de sus abuelos, por completo fascinante, pues sirve para de manera excelente y sintética, hacer un recorrido por la Bucarest dorada, en que una Gabriela culta, políglota y amante de la música se casa con Harry, natural de Texas, hasta que los pogromos y la Segunda Guerra Mundial destruyen todo. Ya a finales de los treinta, el avance de los fascistas se hace rotundo, como relató Sebastian, una fuente constante para Devillers, y ese antisemitismo genera unas matanzas atroces en el país. «¡El judío es como un escorpión: nunca dejará de devorarte vivo, cristiano!», decía la portada de un periódico de extrema derecha que. Harry estuvo a punto de que lo asesinaran en plena calle y muchos acabaron “en los mataderos de Bucarest. Muchos con una bala en la nuca. A un punado de moribundos, entre ellos una niña, los colgaron en los degolladeros”.

Entonces, la autora cae en la cuenta de que, antes de que ocurrieran estas cosas, a su abuelo lo rescataron de un matadero donde iban a descuartizarlo como un animal. Era la época en que los comunistas confiscaron las propiedades de los empresarios, intimidaron a sus oponentes políticos, tomaron el control de la prensa y realizaron detenciones con el objeto de intimidar a la población. Burgueses, masones, judíos no comunistas, sindicalistas, intelectuales o artistas que se mostraban independientes… Todos ellos eran sospechosos y serían censurados o perseguidos, o directamente convertidos en víctimas de purgas y juicios. Es en ese ambiente caótico y peligros donde entraría la figura de un comerciante inglés, “un capitalista amante del libre comercio”, que podía facilitar la libertad a cambio de doce mil dólares, que los abuelos de la periodista tardaron toda una vida en devolver.

Ese dinero que se iría ganando de semejante forma “había servido para comprar cerdos. Batallones de cerdos, granjas enteras de cerdos. Pero no unos cerdos cualquiera, no, unos cerdos de competición, más valiosos, más productivos, más rentables aún que aquellos ciudadanos que abandonaban el país. Aquellos ciudadanos que, desde la noche de los tiempos, se beneficiaban mucho y aportaban poco: los judíos”. El caso es que el país, aparte de tener que alimentar a sus ciudadanos, también pretendía exportar para que entraran divisas, de tal modo que conseguir dinero devino una obsesión del régimen. El problema, cuenta Devillers, es que no había demasiadas mercancías para vender, a excepción de la propia gente.

Así, el acuerdo era tan sencillo como monstruoso: por una parte, Rumanía contaba con innumerables judíos deseosos de abandonar Rumanía; por otra, necesitaba introducir ganado extranjero en el territorio. Un trueque que se fue desarrollando para que unos salieran y entraran: judíos a cambio de cerdos, bueyes, gallinas, ovejas y pavos, lo que significaba ponerle un precio a la cabeza de cada judío al que se le permitía cruzar la frontera.

Publicado en La Razón, 30-IX-2023