Nos encontramos a principios de noviembre de 1942, momento en que la Segunda Guerra Mundial ya lleva tres años y dos meses de duración. Alemania, Italia y Japón, las potencias del Eje, parece que pueden resultar victoriosas y la incertidumbre es máxima. Entonces parecieron victoriosas, pero en ese mes suceden acontecimientos que cambiarán el devenir de la contienda, todo un punto de inflexión al que ha dedicado un extenso estudio, de corte muy narrativo, el historiador sueco Peter Englund (1957). Este doctor en Filosofía y miembro de la Academia Sueca, en “La belleza y el dolor de la batalla” (2012), ya recogió un gran número de testimonios de quienes padecieron la Primera Guerra Mundial, y ahora vuelve a hacer algo similar con “Noviembre 1942. Una historia íntima del momento decisivo de la Segunda Guerra Mundial” (traducción de Pontus Sánchez Giménez).
El título, así, deja a las claras la fuente de su libro: cartas, diarios y memorias que nos trasladan a la guerra a partir de treinta y nueve personas de muy diferente condición social, edad, nacionalidad (Argelia, Italia, China, Unión Soviética, Japón, Francia, Estados Unidos…), muchas de ellas no necesariamente del ámbito militar. Englund sigue la vida cotidiana de todos esos individuos, de forma alterna, y presenta ahora un ama de casa o a un periodista para luego hablar de un prisionero de guerra o una esclava sexual, de un soldado raso o de un estudiante universitario. Del 23 de octubre al 3 de noviembre se desarrollará la segunda batalla de el-Alamein, que hizo que los Aliados impidieran a los alemanes de apoderarse de Egipto, por aquel entonces un protectorado británico, y de resulta de ello hacerse con el Canal de Suez.
Este suceso, trascendente para la derrota futura de Hitler, estaba acompañado de otro igualmente clave, como la batalla de la isla de Guadalcanal, en el Pacífico, que se prolongó desde el 7 de agosto de 1942 hasta enero del año siguiente, y que en verdad cambió el rumbo de la II Guerra Mundial en favor de los Aliados. La idea era que los japoneses no controlaran las Islas Salomón, necesarias para cortar la ruta de suministros entre Estados Unidos, Australia y Nueva Zelanda. Además, en aquel otoño se dio el desembarco aliado en Marruecos y Argelia, en concreto, el 9 de noviembre, con la llegada de tropas estadounidenses e inglesas, y el avance soviético en Estalingrado, que ponía contra las cuerdas al ejército germano (actual Volgogrado, entre el 23 de agosto de 1942 y el 2 de febrero de 1943).
Reconstruir la intimidad
Estos treinta días marcan, por consiguiente, el destino el mundo. Englund advierte en su prólogo que cuando comenzó ese mes, muchos creían que las potencias del Eje ganarían, pero que cuando terminó, quedó claro que era sólo una cuestión de tiempo antes de que perdieran. Lo novedoso del libro, de esta manera, es que se centra en los mil y un detalles de personas que, aunque con excepciones, como la de algún militar de rango alto o literatos como Ernst Jünger, Vasili Grossman, Albert Camus o Vera Brittain, no aparecerían en una investigación de tinte histórico. Eso, precisamente, hace que la prosa de Englund tenga un ritmo y un estilo casi novelescos, a lo largo de 360 breves capítulos que acaban componiendo una red de biografías.
El propósito del autor, que trabajó de joven para los servicios de inteligencia militar de su país y reportero de guerra cubriendo los conflictos en Croacia, Bosnia, Afganistán e Irak, ha sido reconstruir el mundo de esas personas elegidas y tratar de transmitir la angustia y expectación que vivirían en aquellos días llenos de enigmas y temores. Por ese motivo, para él era importante que, por ejemplo, al hablar de un soldado de infantería soviético en Estalingrado o un piloto estadounidense en Guadalcanal, después le siguiera lo que podría estar haciendo una niña de 12 años en Shanghái o una mujer en su casa de Long Island, así como a continuación un prisionero en el campo de concentración de Treblinka o un poeta como Keith Douglas en el norte de África. Al comienzo de este trabajo se hace una relación de todos estos hombres y mujeres, con sus fotografías, dejando claro que esos rostros son los verdaderos protagonistas de “Noviembre 1942”, con el indudable deseo de que el lector empatice con ellas y se ponga en su piel. De ahí que sea tan emocionante seguir de cerca la lucha del soldado ruso Mansur Abdulin contra los alemanes en Stalingrado, o el grado de resistencia que muestra otro soldado, Kurt West, en los bosques finlandeses y rusos, o también, el aciago final de Sophie Scholl, una estudiante en Múnich que sería asesinada por los nazis, junto con su hermano, en 1943. Estas vidas trenzadas acaban constituyendo piezas de un puzle inmenso, que encaja a medida que la historia de cada uno de ellos avanza y llegamos al último día de aquel mes decisivo.
Enfoque literario-documental
Dice Englund que no ha añadido nada de su cosecha, puesto que se vio ante tantas fuentes tan ricas en datos y descripciones, que pudo gracias a ellas levantar este gran fresco humano en tiempos oscuros, cuando la civilización estaba sometida a la más brutal de las barbaries. “Fuertes vientos entran desde el mar de China Oriental y el río Huangpu, se deslizan por los juncos, los barcos de vapor y los veleros del muelle, por el bullicio de gente en el ancho paseo marítimo, entre animales y vehículos, rickshaws, carros, ciclistas, montones de ciclistas, tranvías desbordados y autobuses impulsados por gas y camiones militares, continúan por delante de las filas de edificios altos e imponentes de estilo occidental de la calle Bund —The Million Dollar Mile—, esquivando sus columnas, cúpulas, cornisas, balaustradas y chapiteles…”
Este es el tono narrativo al que hacíamos referencia, tomado del mismo inicio del libro, en este caso haciendo una recreación del Shanghái de la época, propio de una novela histórica. Pero entonces enseguida aparece un nombre propio y real, la niña Ursula Blomberg, perteneciente a una familia de refugiados de Alemania que vive de alquiler en un edificio donde hay otros refugiados de Leipzig y Berlín. “Igual que otros tantos millones de personas, la familia sigue el curso de la guerra en varios mapas colgados. Los han arrancado de distintos periódicos y los han pegado a un trozo de tela de algodón blanco que tienen en el recibidor”, escribe Englund, de tal modo que el lector se adentra, con enfoque literario pero rigor documental (en este caso específico, merced a las memorias de Ursula), en lo que sería sufrir una guerra que asolaba medio mundo.
Tanto es así, con respecto al modo de conocer a fondo algunas horas y días para determinados personajes, en aquel noviembre de 1942, que se puede sentir cómo la humedad está en todas partes y cómo a cada paso las botas se le hunden a Willy Peter Reese, de veintiún años, soldado raso en una división de infantería alemana, que avanza al lado de sus compañeros por una trinchera enfangada como un «funámbulo». Todo está encharco, a veces inundado, en los búnkeres provisionales, y los caballos se desploman en los caminos: “Un caballo valía más que un soldado, pero aceptábamos nuestro destino tal y como viniera, vivíamos en nuestros recuerdos y soñábamos con regresar a casa. Enseguida nos volvimos a acostumbrar, como si nada hubiese cambiado desde la temporada de lluvias del año anterior”. Es la rutina de la suciedad y el miedo, del agotamiento, del miedo y del frío, del peligro de morir como algo cotidiano; pero también, de la costumbre de leer y de escribir los propios pensamientos y vicisitudes, a la luz de la brasa de un cigarrillo, la cual cosa, al fin y a la postre, devendrá un material de primer orden para un libro de historia como este.
Publicado en La Razón, 5-XI-2023