Qué interesante la trayectoria de Peter Burke, que en las últimas décadas ha estado dedicándose a estudiar la historia del saber, llegando a publicar en dos tomos una “Historia social del conocimiento” (2000-2012), y, más recientemente, “Pérdidas y ganancias: exiliados y expatriados en la historia del conocimiento de Europa y las Américas, 1500-2000” (2017). Este historiador y académico nacido en 1937, como estudiante en Oxford asistió a clases de filosofía, economía, psicología, sociología, antropología, historia del arte y literatura medieval, y tal inquietud por diferentes saberes le llevó en cierta forma a publicar un libro como el que Alianza editó el año pasado: «El polímata. Una historia cultural desde Leonardo da Vinci hasta Susan Sontag», producto del aquel joven que en la Universidad de Sussex daría clases, en la Escuela de Estudios Europeos, entre 1962 y 1979.
Él mismo no se considera un “polímata”, palabra griega que viene a significar “el que sabe mucho en diversas materias científicas o humanísticas”. Pero a tenor de aquel trabajo, estamos delante de todo un sabio. Para empezar, presentaba muy bien cómo la historia trata mal a los polímatas en el sentido de que acaban simplificados en una sola categoría que podemos reconocer, siendo recordados por una única modalidad, o unas pocas modalidades, relativas a sus distintos logros. Y para remediar tal cosa, escribió ese ensayo en que habló de algunos escritores célebres, como Johann Wolfgang von Goethe, August Strindberg, George Eliot, Aldous Huxley, Jorge Luis Borges, Vladimir Nabokov o Umberto Eco, todos eruditos a su manera, polímatas, es decir, el que “que ha llegado a dominar varias disciplinas”.
Para Burke, sin embargo, ser un polímata tiene un precio, pues algunos de ellos, explicaba, fueron tildados de charlatanes y superficiales, ya desde la época de la antigua Grecia, cuando Pitágoras fue tachado de impostor por dedicarse a estudios variados. Esto llegaría al clímax con el denominado por Burke «síndrome de Leonardo», a saber, “una dispersión de energías que se manifiesta en proyectos fascinantes y brillantes que acaban siendo abandonados o simplemente se dejan sin terminar”. Así las cosas, en el libro podíamos recorrer la impronta de grandes mentes de Europa y América, desde el siglo XV hasta nuestra actualidad, de forma realmente estimulante.
Los nuevos desconocimientos
Pues bien, después de esta investigación en la cual el autor identificaba a 500 polímatas occidentales y donde proponía una clasificación entre polímatas pasivos y activos, y polímatas limitados y generales, Burke se va al extremo del individuo sabio y estudioso: al ignorante, al que no sabe ni quiere saber, con “Ignorancia. Una historia global” (traducción de Cristina Macía Orio), que vio la luz en la Universidad de Yale este mismo 2023. El libro se abre con dos grandes epígrafes, uno del político brasileño Leonel Brizola, que dice que la educación no es cara, que lo es caro es la ignorancia; y otro de Petrarca, sobre que el tratado más amplio de escribir sería aquel dedicado a la ignorancia. A partir de ahí Burke desarrolla un interesante ensayo dividido en dos secciones: la ignorancia en la sociedad y las consecuencias de la ignorancia.
Tras su lectura, más el apartado de conclusiones, titulado “El nuevo conocimiento y la nueva ignorancia”, se puede ver, ciertamente, que el surgimiento de nuevos conocimientos a lo largo de los siglos ha implicado de forma inevitable el surgimiento de nuevas ignorancias. Y es que “tomada como colectivo, la humanidad sabe ahora más que nunca, pero los individuos no sabemos más que nuestros predecesores”, afirma Burke. El viejo conocimiento se reemplaza por el nuevo: la enciclopedia por internet, el coche por el caballo, la historia local o nacionalista por la historia global, lo que conlleva que “la generación más joven de estudiantes de historia sabe poco sobre los líderes del pasado”.
El problema actual, claro está, es que recibimos tanta avalancha de información diaria que, acompañándola, se difunde en similar proporción la ignorancia. Pero esta también ha tenido buena prensa, en el sentido de que grandes pensadores se han inclinado por verla más favorecedora de felicidad. «La “virtud de la ignorancia” es un concepto que se ha acuñado para referirse a la renuncia a investigar sobre armas nucleares, por ejemplo, o, como mínimo, a publicar los resultados», escribe Burke, que no conoce al Pío Baroja que mostró como nadie, en “El árbol de la ciencia”, la premisa de que saber es sufrir. Y es que la información también entraña riesgos, en especial en el ámbito político. Sea como fuere, los ejemplos que se mencionan en este libro “sugieren que las consecuencias negativas de la ignorancia superan con mucho a sus posibles beneficios”.
Ignorancia activa y pasiva
Burke acota el término ignorancia buscando diferentes definiciones, tocando también el campo de la psicología y el psicoanálisis, y además aborda el terreno en que el desconocimiento tiene que ver con atentados terroristas. “La destrucción del World Trade Center en 2001 es un ejemplo brutal de fallo en las comunicaciones”, dice, por cuanto había agentes de los servicios de seguridad que sospechaban de individuos que podrían estar preparando un ataque mortal, «pero sus advertencias se perdieron entre los muchos mensajes enviados a los niveles superiores de Washington en un caso clásico de “sobredosis de información”». Visto así, entendiendo la ignorancia como desatención, por supuesto este libro podría haber sido, retomando la cita de Petrarca, simplemente infinito.
En el estudio, también se aborda otro tipo de ignorancia, la que se finge tener, como pasa con los gobiernos que niegan la existencia de un genocidio que han perpetrado ellos mismos. De esta forma, el acto ignorante entronca con la actitud embustera y manipuladora. Burke pone un ejemplo literario, de una novela de Jane Austen, en que socialmente se veía mal que las mujeres supieran cosas, pero mejor hubiera hecho en recurrir al Cervantes que dice en el “Persiles” que “la disimulación es provechosa”. Pero las referencias a la cultura española e hispanoamericana brillan por su ausencia en el presente estudio, lo cual empobrece el resultado al centrarse en el mundo anglosajón y francés.
Asimismo, la ignorancia también puede verse desde el punto de vista colectivo, y ahí encontraríamos el racismo o la xenofobia, producto de no querer saber quiénes son, por remitirnos a los prejuicios de los antiguos griegos, todos aquellos “bárbaros” que vivían allende sus fronteras y que sin duda era incivilizados. Otra forma de ignorancia, refiere Burke, sería la selectiva: “los médicos que se concentraban en detectar el Covid y pasaron por alto otras enfermedades graves”. Y, en algo que nos recuerda a “El polímata”, puede ser activa y pasiva: esta última sería la ausencia de conocimiento, “que incluye la decisión de no ejercerlo”; la primera, acuñada por Karl Popper –en referencia a ciertos científicos que se resistieron a creer en las teorías de Einstein–, podría representarse en cómo los colonos británicos de Norteamérica y Oceanía intentaron “ignorar la existencia de los pueblos que habitaban en esas zonas, o como mínimo sus derechos sobre el territorio”. Comoquiera, tal vez el mejor colofón a todas estas disquisiciones es lo que dijo una vez Mark Twain de forma sintética y sensata: “Todos somos ignorantes, sólo que respecto a cosas diferentes”.
Publicado en La Razón, 28-X-2023