En vida, decía John Le Carré que le gustaba la idea de ser enterrado con su obra “El sastre de Panamá”, tal era la estima que sentía por ella. Contaba cómo un prestigioso sastre inglés residente en el país centroamericano es elegido como agente para el Servicio de espionaje británico, y ve el país como un avispero de droga, blanqueo de dinero y corrupción, de periodistas y políticos que manipulan sin rubor la realidad según sus conveniencias. Era la forma de de satirizar el espionaje moderno, que consideraba una simple caricatura del más auténtico y novelesco, más arriesgado y trascendente, el de la época de la Guerra Fría que él conoció de primera mano. Le Carré fue oficial del servicio de inteligencia inglesa y extranjera, y firmó libros como “Un espía perfecto”, “El espía que surgió del frío” o “El espejo de los espías”, demostrando que el Reino Unido y el espionaje van tradicionalmente asociados.
Junto al contexto británico, asimismo habría que destacar el ruso; así, toda la verdad del mar de asesinatos, traiciones y estratagemas que el gigante país euroasiático orquestó o sufrió en el siglo XX apareció en un libro sobre los espías soviéticos de Jonathan Haslam, “Vecinos cercanos y distantes”. En él se podía hallar un gran cantidad agentes que traicionaron al régimen, desertores incluidos, que pertenecieron a órganos como KGB, GPU, OGPU, NKVD, GRU y MGB, más el Cuarto Departamento y la Checa, fundados por los bolcheviques. El vecino «cercano» sería el civil KGB (Comité para la Seguridad del Estado), el vecino «distante» sería el militar GRU (Departamento Central de Inteligencia). Y alrededor, aquellos que espiaban y contraespiaban, que vivían una doble vida en que la información constituía un tesoro con el que lograr sacar ventajas del enemigo y adelantarse a los acontecimientos.
Hasta el momento de la publicación de “Vecinos…” (edición española de 2016) no existía ningún libro que acogiera todas las ramas del espionaje soviético: la KGB y el GRU, el espionaje humano y el espionaje de las comunicaciones, así como las operaciones de espionaje y contraespionaje en el extranjero. Se cubría entonces ese vacío con un pormenorizado estudio que aspiraba a mostrar el espionaje soviético en todas sus vertientes y a proporcionar al lector la forma en que se libró una guerra soterrada entre el Este y Occidente. Pues bien, a ello se añade ahora un trabajo realmente estupendo de Fernando Martínez Laínez “Top Secret. Un siglo de espías: de Mata Hari a Snowden”.
El espionaje soberano
En sus páginas, por supuesto, tiene una relevancia absoluta el ámbito inglés y ruso, con personajes tan conocidos como Kim Philby, un británico convencional con idealismo comunista, un oficial de la NKVD, la agencia de inteligencia de Stalin, que estropearía cada operación de espionaje que el Reino Unido y Estados Unidos (desde la CIA) intentaban urdir, pues todos los secretos le eran revelados al KGB. Philby obedecía a rajatabla a sus superiores soviéticos, pese a que tal situación le deparase un pánico atroz ante la posibilidad de lo que descubrieran. Si ocurría tal cosa, era hombre muerto, claro está. Por otra parte, Martínez Laínez –que además de novelista, experto en política internacional, en especial de Europa del Este y la antigua URSS, es presidente y cofundador del Club Le Carré– estructura su libro en torno a cuatro grandes etapas, las que coinciden con las dos guerras mundiales, el periodo de entreguerras y la Guerra Fría. Con ello se va entendiendo cómo, por ejemplo, el espionaje secreto en Moscú entró en declive con el desmoronamiento de la Unión Soviética, donde ya se empezó a ver espionaje como parte de un viejo sistema al que no cabía dotar de tanto presupuesto como antaño.
Según algunas investigaciones, alrededor del 40-60% de los
diplomáticos de las embajadas soviéticas eran realmente agentes cuyo cargo
constituía una mera tapadera. Y de eso diríamos que va “Top Secret”, de tantos
y tantos espías que actuaron para unos servicios de inteligencia que, “en ocasiones, llegan a controlar y
suplantar al poder soberano, supuestamente elegido por la voluntad popular”,
dice el autor, que apunta interesantes reflexiones sobre el modo en que puede
desenvolverse la inteligencia secreta en nuestro siglo. Pero, sobre todo, el
libro constituirá una jugosa manera de conocer por extenso los casos más
conocidos del espionaje y, a la vez, descubrir un sinfín de historias curiosas
de otros espías mucho menos conocidos.
Ambiente de psicosis
Martínez Laínez empieza hablando de cómo en toda Alemania, en el periodo
de la Gran Guerra, “un temor desenfrenado a los espías produjo efectos cómicos,
pero también muy graves. (…) La desconfianza entre la población civil y los
ejércitos era general. Se fusilaba por una conversación o una luz sospechosa, y
se veían espías por todas partes”. Por otro lado, en Gran Bretaña, «la histeria
alcanzó niveles nunca vistos al declararse la guerra, con la aparición
espontánea de los llamados “cazadores de espías”», creándose así todo un
ambiente de psicosis, lo cual se repitió en el curso de la Segunda Guerra
Mundial. De este modo, “en este escenario de odio al espía, falsas denuncias y
nacionalismo exacerbado surgió el nombre de una espía mítica, Mata Hari, fusilada
en los fosos del castillo de Vincennes”. Tan mítica, por cierto, como mediocre,
al decir del estudioso, el cual sigue la trayectoria de esta “mala agente
secreta”, de vida desgraciada y obsesionada con acostarse con soldados de
diferente nacionalidad y presumir de ello públicamente.
Mucho menos célebre es Elsbeth
Schragmüller, a la que los franceses apodaron Mademoiselle Docteur o Fraülein
Doktor, una buena espía, pues “se encargó de mantener ocultas su verdadera
personalidad y sus acciones de guerra” para el gobierno belga; en cualquier
caso, su biografía tuvo tanto de rumores fantásticos, que en Francia se la
acabó recordando “como un símbolo de erotismo insaciable, lo cual parece ser a
todas luces falso”. También hay que destacar a Sidney George Reilly, de
ascendencia rusa, agente secreto de la Sección Especial de Scotland Yard y del
Secret Intelligence Service y que participó en el golpe frustrado contra el
Gobierno bolchevique en 1918. O a una mujer cuya actividad de espionaje ignoró
la inteligencia de Estados Unidos dos décadas y que usaba Fidel Castro para
obtener información en la Agencia de Inteligencia de Defensa del Pentágono: Ana
Belén Montes, que fue capturada por el FBI.
El libro sigue el rastro de muchos otros personajes: Cicerón, “el espía
albanés”, “el traidor finlandés y el superespía Abel” o J. J. Angleton, el «poeta» de la CIA, hasta
llegar al caso actual más famoso en el capítulo “Snowden, el espía que espió al Gran Hermano”.
Este espía de la CIA y la Agencia de Seguridad Nacional
de Estados Unidos durante siete años, precoz ingeniero de sistemas, vive en la
actualidad, y de manera anónima, en Moscú, donde pasea por las calles
moscovitas intentando burlar las cámaras de vigilancia. Una situación, dice
Martínez Laínez, que representa “el destino final de cualquier espía famoso
cuando, sabiéndose perseguido, las luces del circo del espionaje se apagan y
debe seguir viviendo con su mejor defensa: el anonimato perpetuo, la
invisibilidad como ser humano, sin nada que lo distinga del resto de la gente
que pasa por la calle. El verdadero espía perfecto”.
Publicado
en La Razón, 20-IV-2024