Estando allá en prisión 264 días por un intento de golpe de Estado perpetrado en Múnich el año anterior, Hitler leyó a los autores citados más Fichte, Hegel o Wagner, queriendo encontrar, y justificando, mensajes antisemitas que dieran cobertura a su ideología; escribiendo, en aquella soledad carcelaria, su “Mein Kampf”, en colaboración con Rudolf Hess, otro miembro destacado del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán y lugarteniente hitleriano a partir de 1933. Hoy, el pensador francés Michel Onfray llega a afirmar que hay “compatibilidades semejantes entre el kantianismo y el nazismo”, en su obra “Un kantiano entre los nazis. Justifica tal cosa el pensador francés diciendo que en sus textos se percibe cómo “Kant fue también defensor de la superioridad de la raza blanca con respecto a los negros”; un filósofo que atacaba la práctica de emborracharse, rebajaba la importancia de la música en la vida y tenía un carácter antisemita y misógino.
Sin salir de su ciudad
A ojos de Onfray, Kant (22 de abril de 1724, Königsberg, hoy Kaliningrado, actual Rusia-12 de febrero de 1804) estaría obsesionado por el acatamiento de las leyes, fueran las que fueran, estaba a favor de la pena capital y era del todo clasista, habida cuenta asimismo de su admiración por las elites –las que sí tendrían la libertad de pensar libremente– y su defensa de lo que estipule la autoridad nacional, como expresa en “Metafísica de las costumbres”. Aquí lanza la idea de que el pueblo está obligado a aguantar cualquier abuso que provenga de los poderosos, condenando todo acto de rebeldía o revolucionario. Visto así, ¿tendría un Hitler o cualquier otro dictador carta blanca para imponer lo que deseara a sus súbditos? ¿Qué sabiduría de la vida social o individual desarrolló este filósofo que apenas salió de su ciudad natal?
En efecto, Kant solamente conoció otro mundo que el suyo cuando, a unos cien kilómetros, vivió unos meses en Arnsdorf trabajando como preceptor, a lo cual se dedicó para ganarse el sustento después de que muriera su padre, en 1746. Su trayectoria laboral la desempeñó como profesor en la Universidad de Königsberg, donde se doctoró a los treinta y un años. En 1781 vio la luz su obra “Crítica de la razón pura” y en 1788 “Crítica de la razón práctica”, sus dos trabajos más importantes. En medio de ellas, en la citada “Fundamentación de la metafísica de las costumbres” (1785), expuso su negación a que el ser humano dispusiera de su propia vida; para él, cada persona tiene la obligación de conservar la vida: «El suicidio es contrario al principio fundamental de moralidad, ya que aniquila al sujeto moral, y constituye una ofensa contra la dignidad de la persona por el deseo de escapar a una vida desagradable. El suicidio no es abominable porque Dios lo prohíbe: Dios lo prohíbe porque es abominable».
Pese a todas las ideas que se han apuntado, a Kant se le asocia con el movimiento de la Ilustración y a todo ese caudal de autores que vinieron a refrescar el pensamiento y la mirada hacia la sociedad. Pero, sobre todo, estamos ante un autor tremendamente complejo a la hora de interpretar, que Norbert Bilbeny ha querido aclarar y analizar en esta obra que acaba de aparecer: “El torbellino Kant. Vida, ideas y entorno del mayor filósofo de la razón”. Así, para este catedrático del Departamento de Filosofía Teorética y Práctica de la Universidad de Barcelona y decano de la Facultad de Filosofía, estamos ante un pensador que abrió los caminos hacia la modernidad, cuya obra es de extrema actualidad con mensajes como «Atrévete a pensar».
Revolución sangrienta
El autor empieza su libro llevando al lector a París, a enero de 1793. «Regando aún sangre, la cabeza de Luis XVI, rey de Francia, es mostrada por el verdugo a una multitud que atesta la Plaza de la Revolución. (…) La hoja de la guillotina no ha acertado bien y ha caído demasiado cerca de la base del cráneo. Ahora, con la sangre goteando sobre los tablones del cadalso, se ha oído un cañonazo y entre el público algunos gritos de “¡Viva la república!”. Luis XVI, que no ha llegado a cumplir cuarenta años, ha puesto así fin, con su sangre, a más de un milenio de reyes en Francia», escribe Bilbeny, contextualizando históricamente la Europa de la época de Kant. Lo hace, además, porque “la Revolución francesa es un hecho que agrada a Immanuel Kant. Habla de ella con sus colegas y también con sus invitados en casa”.
Por entonces, el filósofo tiene sesenta y cinco años, aunque, prosigue el autor, se halla en lo que podría considerarse su etapa más productiva y, como tras su libro, tan famoso e influyente, “Crítica de la razón pura”, todo apunta a que “se le pregunte por la ejecución de Luis XVI, ante la que se muestra discretamente comprensivo, dada la situación hasta ahora de Francia. Aunque no comparte la condena a muerte del monarca”. La violencia descomunal que acompaña esta Revolución sucede en la ciudad que es la cuna del «pensamiento de las Luces», un acontecimiento capital que ha asombrado y admirado a Kant. No en balde, “la filosofía no es tampoco ajena a esta conmoción y un filósofo como Kant no permanece indiferente a ella. A partir del verano de 1789 espera con ansia el correo y la prensa para estar al día de los hechos de París. A menudo es uno de sus temas favoritos de conversación”, señala Bilbeny.
Y sin embargo, algo tan atractivo como un evento revolucionario tendrá como sangrienta continuación el llamado «régimen del Terror», lo que hace más difícil seguir defendiendo lo que está pasando en la capital francesa. Pero Kant insiste en proclamarse republicano, frente a lo cual recibe diversas críticas en su entorno intelectual de Königsberg, una localidad comercial que cuenta con un puerto de gran importancia. Bilbeny presenta cómo sería la ciudad en tiempos del protagonista de su escrito, compuesta de cincuenta mil habitantes en una amalgama de idiomas: alemán, prusiano, polaco, lituano, ruso, danés, sueco y hebreo, más el inglés y el holandés de los comerciantes que la visitan; un lugar relevante para el protestantismo luterano, pero donde también se practica el judaísmo, el catolicismo, el calvinismo, el anabaptismo, e incluso la masonería.
Visto así, habitar un lugar de cultura variada bien pudo ser suficiente para un Kant que podía de este modo seguir bien allí “el compás de las costumbres de la gente y de las novedades del mundo. Es comprensible que, en tal entorno, Kant esté sensibilizado por la política y por sus fundamentos, según piensa él, jurídicos y en último término morales”. Es, desde este lugar desde donde, ya en la vejez, en un pasaje llamado «Doctrina del derecho», escribiera que esto mismo ha de basarse “en los valores de libertad, igualdad y legalidad”. Sólo le faltó añadir: fraternidad.
Publicado en La Razón, 23-IV-2024