Casi treinta años han pasado desde la novela de Antoni Marí «El camino de Vincennes», sobre la visita de Jean-Jacques Rousseau a Denis Diderot, que había sido acusado de materialista por su «Carta sobre los ciegos», contraria al dictado eclesiástico, e iba a permanecer en la cárcel tres meses y medio. La obra se abría con una cita del propio Diderot: «Las luces disiparán las manchas de oscuridad que aún cubren la superficie de la Tierra». Una afirmación que podría valer como lema, aspiración, anhelo de los ilustrados franceses, de aquel tiempo lleno de cuestionamientos que al fin y a la postre devino –siquiera por parte de la propaganda cultural tanto francesa como anglosajona– uno de los periodos más ricos de estudio y reflexión, el inicio de nuestra modernidad; tal cosa implicaría el surgimiento de un horizonte globalizado según un sinfín de investigadores internacionales que idolatran la Francia ilustrada.
Así, por enésima vez, al poner el foco en una Francia pionera intelectualmente hablando, se desatendía que que la globalización ya se produjo cuando el mundo se descubrió a sí mismo después de que un tal Cristóbal Colón llegara a un territorio desconocido y muchos más exploradores españoles facilitaran conocer enteramente el planeta Tierra. Comoquiera, ese mensaje ilustrado, que provocó un eurocentrismo que derivaría en imperialismo y racismo, y que se nos vende como el culmen de los ideales de los derechos humanos y la justicia, destaca sobremanera desde el punto de vista bibliográfico actual, dando la espalda al legado hispano.
Ecuador, 1736
Los ejemplos de estudios que subrayan todo lo concerniente a la Ilustración son, claro está, incontables: Marc Fumaroli, en «Cuando Europa hablaba francés. Extranjeros francófilos en el Siglo de las Luces», Tzvetan Todorov, en «El espíritu de la Ilustración», Philipp Blom, en «Encyclopédie. El triunfo de la razón en tiempos irracionales» e infinidad más sobredimensionan asuntos que ya habían avanzado pensadores, artistas y literatos del Siglo de Oro español. Y ahora, otro título se añade a plantear, ya desde el subtítulo, que el punto de inflexión de la vida humana surgió en ese periodo iluminado-parisino: "La medida de la Tierra. La expedición científica ilustrada que cambió nuestro mundo” (traducción de Joaquín Mejía Alberdi), de Larrie D. Ferreiro.
Se trata de una gran investigación que nos conduce a cómo se trató de medir la Tierra por medio de una increíble expedición al ecuador, en 1736, en la que participaron científicos franceses y oficiales de marina españoles. Esta Misión Geodésica no se producía en cualquier momento, sino, muy al contrario, se desarrolló teniendo en cuenta que por entonces había dos perspectivas con respecto a la forma del mundo: la Tierra se alargaba hacia los polos como un huevo, idea tomada de René Descartes; la Tierra, a ojos de Isaac Newton, era achatada, como una bola de pan que una mano gigante hubiera presionado desde arriba, dice el autor. Para intentar aclarar esta dicotomía, la expedición viajó al virreinato de Perú, con el objetivo de medir un grado de latitud en el ecuador que detallaría la forma de la Tierra.
“Los científicos habían elegido, para trazar la base fundamental de sus mediciones, la meseta de Yaruquí –a casi veinte kilómetros de Quito, capital provincial del norte del Perú–, por razón de su relativa llanura y las vistas despejadas hasta las cumbres de su entorno”, explica Ferreiro. Pero la fuerza indomable de la naturaleza, el clima cambiante –capaz de matar a los lugareños, por ejemplo, por torbellinos de arena y polvo– y diversas disputas internas complicarían sobremanera la labor. De este modo, “planes que habían parecido ideales en un primer análisis se veían azotados por problemas insuperables cuando llegaba el momento de ejecutarlos”. Se habían pasado los científicos dos años preparando el viaje, a lo que se había añadido otro para llegar al área donde se deseaba dar comienzo a la medición terrestre. Y naturalmente, el lugar para ello era uno muy específico, pues “algunos experimentos de gran precisión mostraban que la fuerza de la gravedad parecía reducirse cerca del ecuador”.
La gran labor de los españoles
Por supuesto, más allá de su incuestionable interés científico, la misión tenía pretensiones de tinte político, dado que conocer mejor las dimensiones del planeta podía dar como resultado mejorar el posicionamiento de la flota armada y dominar las vías de comunicación. Huelga decir que este deseo era especialmente motivador para imperios como Francia y Gran Bretaña, que siempre se mantenían en una tensión latente y al borde del conflicto bélico. Así las cosas, “la guerra por el conocimiento se libraría en los salones del Louvre, en las salas de reunión aledañas a Fleet Street y también a través de los océanos”, apunta Ferreiro, en una época, además, en que acudir al territorio hispano era factible al estar España ligada a Francia por la alianza de la familia Borbón.
En palabras del investigador, la Misión Geodésica al Ecuador era algo completamente nuevo si consideramos que fue la primera expedición científica internacional de la historia, pues no en vano necesitó de la cooperación oficial de dos naciones. Tenemos en todo ello a personajes como Louis Godin, el jefe de la expedición; un astrónomo en la Academia de Ciencias que se comportaba como un tirano frente a sus hombres y que a punto estuvo de provocar varias insubordinaciones que casi malograron la misión. Por otro lado, estaba Charles-Marie de La Condamine, exsoldado y científico que se dedicó a explorar el río Amazonas. También, Jorge Juan y Santacilia, quien cohesionó al grupo cuando los franceses no cooperaban entre sí y que tenía entre sus tareas, ayudar en las observaciones astronómicas, levantar mapas de los puertos y ciudades y establecer la posición exacta de las poblaciones costeras para mejorar la navegación. Por último, Antonio de Ulloa y de la Torre-Guiral, que se haría íntimo amigo de su colega español y cuyos relatos posteriores fueron clave para informar a Europa acerca de los pueblos y culturas de Sudamérica; para que las luces, franco-españolas, disiparan las manchas de oscuridad que cubrían la superficie de la Tierra.
Publicado en La Razón, 20-VII-2024