Hablemos del escritor, premio Nobel de Literatura en 1953, Winston Churchill. Éste fue el autor de “Mi juventud: Autobiografía”, “La crisis mundial, 1911-1918” o “La Segunda Guerra Mundial”. Se trató, así pues, de un memorialista y de un historiador, con otros títulos como “La guerra del Nilo. Crónica de la reconquista de Sudán”, de 1899, cuando era un joven teniente y formaba parte de la fuerza anglo-egipcia, o “La guerra de los boers”, una crónica de aquella contienda a lo largo de ocho meses también de su época juvenil. Porque el escritor –y pintor, afición que contagió a un colega de las Fuerzas Aliadas de la Segunda Guerra Mundial como D. Eisenhower– Churchill fue, asimismo, militar, lo que le llevó a interesarse por asuntos históricos y políticos que luego llevaría a la escritura, y con un gran éxito si nos atenemos a que recibió el premio más famoso de todos.
Según la Academia sueca, tal cosa sucedió por estos motivos: “Por su dominio de la historia y descripción biográfica, así como por la brillante y exaltada oratoria en defensa de los valores humanos". En todo caso, se le daba un galardón a un político, claro está. Y no uno cualquiera, porque, durante se enfrentó a Adolf Hitler. De hecho, por esa intervención liderando el Reino Unido es, probablemente, el más idolatrado político del siglo XX. Y justo en eso es en lo que puso el acento, en otoño del año pasado, Tariq Ali en “Winston Churchill. Sus tiempos, sus crímenes” (Alianza), si bien no abordaba el asunto del galardón de Estocolmo, pese a que ello da mucha información de cómo era el personaje. Se dice que a Churchill le ofendió que no le concedieran el Nobel de la Paz y que por eso envió a recoger el premio a su mujer.
La justificación para que surgiera el enésimo libro sobre Churchill quedaba clara ya desde el inicio: “El culto a Churchill estaba acallando cualquier tipo de debate en serio”; Ali no quería decir que “todos los historiadores que han escrito sobre Churchill sean acríticos”, pero hay que rechazar a todos aquellos “que consideran cualquier crítica seria como un crimen de lesa majestad”. El ensayista recordaba el momento en que Barack Obama y, más recientemente, Joe Biden, retiraron el busto de Churchill del Despacho Oval, a resultas de “las atrocidades cometidas por los británicos en Kenia y el historial de Churchill en Irlanda”. De resultas de todo lo que apuntamos, cuando aparece un nuevo libro sobre Churchill, ¿el lector qué puede esperar? ¿Más mirada hagiográfica del personaje?
Sangre, sudor y lágrimas
Ali hacía notar que durante su periodo político disfrutó de un culto relativamente bajo. “Ni siquiera en el apogeo del Blitz, la campaña de bombardeos alemanes durante la Segunda Guerra Mundial, su culto podía compararse con lo que llegó a ser en manos de los políticos tories y de un montón de historiadores conservadores y liberales”. Subrayamos este particular al hilo de la publicación de “El día D de Churchill. La génesis, ejecución y secuelas del día D a través de los ojos del propio Winston Churchill” (traducción de Gonzalo García), de Allen Packwood, miembro del Churchill College de Cambridge y director del Churchill Archives Centre, y Richard Dannatt, un militar británico retirado que fue general y Jefe de Estado Mayor de las Fuerzas Armadas Británicas.
Recordemos que estamos hablando de un hombre que era racista hasta la médula: el Raj Británico (el régimen que la Corona inglesa estableció entre 1858 y 1947 sobre el subcontinente indio), a raíz de una amenaza japonesa que nunca se materializó, llevó a la muerte a unos cinco millones de personas, ante la indiferencia de Churchill, que fue responsable de otra tragedia terrible, la hambruna de Bengala de 1943, con más de 3,5 millones de personas fallecidas, bajo la responsabilidad del primer ministro. Churchill impuso para los obreros un recorte del 10% en sus salarios y en Gales envió soldados para reprimir la huelga de unos mineros. Con todo, los investigadores citados dicen que su reputación se basa en «la oratoria que exhibió durante la batalla de Inglaterra y el Blitz: su promesa de “sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor”, su determinación de guerrear hasta que se obtuviera la victoria, su desafiante afirmación de que “nunca nos rendiremos”».
Los autores recorren diferentes escenarios (Downing Street, el Parlamento británico, la Casa Blanca y el Kremlin; el norte de África, Grecia, Italia y Francia) y convocan a un sinfín de figuras políticas y militares como el presidente Roosevelt, el mariscal Stalin y el general De Gaulle; comandantes militares como los generales Alexander, Brooke, Eisenhower, Marshall, Montgomery y Patton o los almirantes Cunningham, Mountbatten y Ramsay. Por eso, se habla de la Operación Overlord, que a primera vista parecía destinada al fracaso por el gran número de bajas frente a las tropas alemanas. Sin embargo, el mismo Churchill escribirá tiempo después: “Aunque el camino sería quizá duro y largo, nunca dudamos de que obtendríamos la victoria decisiva”.
Frustración e incertidumbre
Otro asunto más importante si cabe en este contexto es la “oposición de Churchill al Día D y de hasta qué punto intervino activamente para impedir o demorar la operación”. Según los autores, además, «Churchill creó una administración fuerte y centralizada que se dirigía desde su Oficina Privada, en Downing Street. Al situarse no solo como primer ministro, sino también como ministro de Defensa (una función nueva, creada por él mismo), se aseguró de controlar tanto la estrategia como la política». Y es que aquí se despliega un personaje para quien las situaciones de peligro constituían algo estimulante, de tal modo que “le gustaba hallarse en el centro de la acción, pero también asumió la tarea de proyectar una imagen de confianza”. Eso también lo llevó a confiar en los otros: en el Ejército de Estados Unidos, al que tuvo que ceder bases británicas y a entregar reservas de oro nacionales, entre otras cosas. «Cuando la alianza anglo-estadounidense se materializó, sin duda el primer ministro británico sintió un alivio genuino y evidente», remarcan los autores.
Estos explican lo sobradamente conocido sobre el desembarco de Normandía, con algún apunte en torno al protagonista del libro, por ejemplo, que él ya había tenido ideas anteriormente sobre cómo una base artificial sobre los bajíos de un lugar de Dinamarca. Pero sobre todo surge un Churchill emocional, que sufrió semanas antes del Día D “frustración e impaciencia crecientes. Tenía la posibilidad de supervisar los preparativos civiles e influir en ellos, pero ansiaba interpretar un papel más destacado en las operaciones militares. Eisenhower le mantenía informado, pero también a cierta distancia”. Así, se aprecia un político con ganas de destacar y brillar, de tomar decisiones, incluso hasta el punto de estallar de cólera si algo le resulta insatisfactorio, incluso una palabra cualquiera con la que él no estuviera de acuerdo: «Eisenhower contó que el primer ministro lanzó una diatriba furibunda contra un oficial del Estado Mayor británico que en una presentación se había referido a los soldados británicos calificándolos de “cuerpos”. Churchill “dijo que era inhumano hablar de los soldados con palabras tan frías, que parecía que fueran una simple mercancía o, ¡peor aún!, cadáveres”».
Asimismo, los investigadores también apuntan a que no le dolían prendas si las campañas de bombardeo implicaban arrasar contra la población civil. En todo caso, en torno a la jornada del desembarco en Europa, Churchill intercambió una aparente correspondencia amistosa con Stalin: «El líder soviético respondió sin demora al mensaje de Churchill sobre el Día D, para contar “la alegría que todos sentimos y nuestra esperanza de que los éxitos prosigan”». Y sin embargo, dijo en una comida con diversos colegas: «Cuando esta guerra acabe, Inglaterra necesitará todos los aliados de los que pueda disponer, para protegerse de Rusia». Las hipocresías y desconfianzas mutuas, tan características del ámbito político, se ven con claridad en el libro, que también cuenta cómo Churchill, el 25 de marzo de 1945, «cruzó triunfante el Rin para entrar a grandes pasos en el territorio ocupado al enemigo. Pero en este período dedicó la mayor parte del tiempo a planear la posguerra». Ya era el momento de repensar el orden geoestratégico mundial, en reuniones con Roosevelt y Stalin. Pero de poco le valió; ese mismo año iba a perder las elecciones, si bien le esperaba un futuro pleno de libros elogiosos sobre su trayectoria en el que también se ha convertido en un personaje heroico por obra y gracia de la propaganda cinematográfica anglosajona.
Publicado en La Razón, 3-VI-2024