En el año 2010 moría una de las últimas figuras de la generación beat, Peter Orlovsky, víctima de un cáncer; en realidad víctima de una vida de excesos con las drogas y el alcohol. Vida de poeta maldito, de demente forjado en aquel grupo que formaron Jack Kerouac, William Burroughs, Lawrence Ferlinghetti y Allen Ginsberg, su pareja durante más de tres décadas, hasta que este murió en 1997. Autores que tendían a lo surrealista, a la imaginación estilística más atrevida, a la desinhibición que marcó a tantos jóvenes sedientos de libertad sexual, experimentación con sustancias prohibidas e ideología naturalista y orientalista. «Generación de despiertos, de ávidos, de inconformistas, de inquietos, de alucinados, de cachondos, de trashumantes, de desubicados», escribió sobre aquellos escritores, en el prólogo a una antología de Ferlinghetti, «Manifiesto populista y otros poemas» (2005), Jesús Aguado.
La obra de Orlovsky es breve, dispersa. Su mayor creación fue una vida de emociones fuertes; su máximo logro, su propia presencia junto a los grandes beat, de ahí que muriera más conocido como «pareja de», o como imagen de un mundo libertino, ilimitado, fresco y audaz que retrató Andy Warhol, en un documental de 1965, precisamente con Orlovsky como uno de los personajes principales. La estrella en aquel contexto era el que escribió «un coche rápido, una larga carretera y una mujer al final del camino»: Jack Kerouac (1922-1969). Su obra «On the Road», creaba a inicios de los años cincuenta y publicada en 1957 después de muchos rechazos editoriales, impactó a los jóvenes norteamericanos de aquella época, fascinados por la mirada libre e innovadora del escritor, tanto ante la vida como ante la literatura.
Todo aquel fenómeno beat buscaba cambiar la conservadora y militarizada sociedad estadounidense por un lugar donde la paz, la espiritualidad oriental (sobre todo el budismo zen) y la libertad sexual fueran premisas fundamentales para la convivencia. Si a esta postura se le añade un planteamiento artístico libre de prejuicios y reservas, tenemos entonces como resultado una técnica explicada por el mismo autor de la siguiente forma: «Nada de intervalos que rompan las estructuras de la frase ya arbitrariamente entrecortada mediante falsos puntos y tímidas comas, en la mayoría de los casos inútiles, sino vigorosos guiones que aíslan los momentos respiratorios (como los músicos de jazz que recuperan el aliento entre dos largas frases), las pausas medidas que articulan la estructura de nuestro discurso».
Algo de este tipo de «escritura espontánea» o «kickwriting» que se planteó Kerouac para la redacción de «En la carretera», también está en otro texto reciente de Ferlinghetti (que en realidad nunca se consideró un puro beat), original de 2019, sus memorias «El chico» (traducción de José C. Vales), con un discurso narrativo que elude la puntuación y parece surgir poéticamente allá donde abrimos el libro: «Que lluevan blasfemias que lluevan tragedias y cataclismos sobre nuestras cabezas que no somos tan fáciles de abatir porque incluso ante la muerte los payasos se ríen en nuestros teatros del absurdo en los que un mierda puede convertirse en un puto atractivo o una puta encantadora y quién te va a decir que estás equivocado…». Un torrente textual, así pues, de ahí que el autor subtitule el libro con «Memorias oníricas» de todo lo que fue, hasta su muerte en 2021: editor, poeta, periodista, pintor y librero. Pero, antes que todo eso, dice en el prólogo Jordi Carrión que Ferlinghetti «fue sobre todo lector […]. Todo el volumen es la reescritura de múltiples reescrituras. Porque eso es la vida», de ahí que diga que «no estamos ante un libro de memorias, sino ante un manifiesto literario: la vida son los versos, las líneas, los poemas y las ficciones, los libros que hemos leído».
Ferlinghetti nació en Nueva York, en 1919: «Así llegué a este mundo con la mirada atónita de un búho despierto para contar mis cosas», dice al comienzo, y hay otra referencia a los pájaros al concluir el libro, y el hecho de que echara de menos el río Hudson, en su infancia, marcada por la orfandad. Su padre murió antes de que naciera Lawrence, y su madre sufría una enfermedad mental que la llevó a un hospital psiquiátrico cuando el pequeño no había cumplido los dos años.
En todo caso, al autor, pese a que se licenció en la Universidad de Columbia en 1948 estudió literatura inglesa e hizo una tesis sobre el crítico de arte John Ruskin y el pintor J.M.W. Turner tras participar en la Segunda Guerra Mundial (también se graduó en la Sorbona de París), para siempre lo asociaremos a la ciudad de San Francisco, donde en 1952 fundó la librería y editorial City Lights, en la que él mismo difundió sus obras y las de los poetas beat. «Un Coney Island de la mente», «A partir de San Francisco», «¿Tyrannus Nix?», «Paisajes de la vida y la muerte», son algunos de los poemarios que dejó, aparte de la novela «Ella» y varias obras teatrales. En «El chico» rememora su vida neoyorquina, el desembarco de Normandía en un submarino o su vida bohemia de noches parisinas, y lanza reflexiones, en la última parte, desde su lado ecologista y político, sobre lo que le depara a la raza humana.
De todos modos, las verdaderas memorias de este poeta siempre será su establecimiento (vivió en el piso de arriba), ubicado en el barrio de North Beach, City Lights, en Columbus Avenue, hasta tal punto que fue designado lugar histórico en 2001. Y es que Ferlinghetti fue pura historia de la literatura norteamericana, como ocurrió en 1956 con la polémica publicación del poema más famoso de Ginsberg, «Aullido», que provocó el arresto del editor, acusado de imprimir «escritos indecentes» de forma «voluntaria y lasciva».
Prueba de lo trascendente que fue este episodio de la vida social literaria de la época es que el juicio fue llevado al cine por medio de la película «Howl» (2010), en la cual Andrew Rogers encarnó a Ferlinghetti y James Franco a Ginsberg. Él mismo, dos años más tarde, con su poemario «A Coney Island of the Mind», encendió la indignación de un congresista de Nueva York, Steven B. Derounian, que definió el texto de blasfemo al entender que se burlaba de la crucifixión de Cristo.
Y en la recta final de su centenaria vida, en 2019 vio la luz su libro «Little Boy», que había estado escribiendo durante las dos últimas décadas y que definió como lo más parecido a unas memorias que nunca iba a hacer, si bien, claro está, no se trataba de un libro al uso, pues se acercaba más a una narrativa experimental que tenía, como protagonista, «un yo imaginario». De alguna manera, finalmente, también «El chico» tiene como personaje central esa voz surgida de la memoria literaria, de la creatividad lingüística, pues el estilo es el verdadero núcleo del libro, más allá de las referencias reales, concretas, a su trayectoria: «No me des nada que tengo suficiente de todo y voy buscando mi propia felicidad y no me molestes en esa feliz búsqueda y hay otros tipos de puertas más pequeñas y puertas más pequeñas o puertas batientes en vez de puertas de oro y las bisagras pueden cambiarse de todos modos para que giren en ambos sentidos o para que no giren en absoluto…».
Publicado en La Razón, 29-VI-2024