La sombra del totalitarismo soviético se alarga en determinados autores de varias generaciones que lo padecieron en sus carnes, reflejándose en obras de trasfondo grave. Uno de ellos fue Milan Kundera –hijo del pianista Ludvik Kundera–, que tanto reflexionó sobre la Primavera de Praga y la ocupación de Checoslovaquia en 1968. Sin embargo, en sus años de senectud, Kundera también demostró que podía enfrentarse a lo que implica vivir en el totalitarismo con un tinte, podríamos decir, lúdico. De esta manera, escribió el divertimento “La fiesta de la insignificancia” (2014), que significó una forma muy personal de volver a la narrativa quince años después de componer “La ignorancia”, la historia de dos checoslovacos que regresaban a su tierra tras exiliarse y veía cómo se desmoronaba el comunismo en el Este europeo.
En aquel momento, cuando contaba ochenta y cinco años –nació en Brno en 1929; murió en París el pasado julio–, el autor se dio una tregua en sus temas trascendentes o de tono sociopolítico; lograba algún pasaje notable, pero al fin frívolo en su empeño de entretener sin un argumento detrás que alcanzase un desenlace óptimo. Desde luego, Kundera buscó la manera de criticar la sociedad comunista checa en sus primeras novelas, “La broma” (1967), “El libro de los amores ridículos” (1970) y “La vida está en otra parte” (1973). Fueron años duros, en los que, tras la invasión soviética, cayó en el ostracismo: no sólo sus obras fueron prohibidas, sino que perdió su puesto de profesor en el Instituto Cinematográfico de Praga, donde dio clases de historia del cine desde 1959 a 1969, de forma que empezó a proyectar lo que sería vivir en el extranjero. Lo consiguió en 1975, haciéndose profesor de literatura comparada en la Universidad de Rennes hasta 1980 y, más adelante, en la École des Hautes Études de París. Es más, en 1981 adoptó la nacionalidad francesa y supervisó durante los años siguientes una traducción completa de su narrativa al francés.
Trazar hilos invisibles
Aparte de las narraciones citadas, cabe citar los ensayos literarios “El arte de la novela” (1986) y “Los testamentos traicionados” (1993), y, como dramaturgo, “Los propietarios de las llaves” (1962) y “Jacques y su amo” (1975). Pero, sobre todo, a Kundera se le recuerda por “La insoportable levedad del ser” (1984), una historia de amor donde se asoman los celos, el sexo y las traiciones: todo un cóctel explosivo de emociones protagonizado por una mujer de apariencia frágil, Teresa, y el cirujano y mujeriego Tomás, por una parte, y por Franz y la pintora Sabina, a su vez amante también de Tomás, en plena Primavera de Praga. La obra, que tuvo una famosa adaptación al cine por parte de Philip Kaufman en una cinta con grandes dosis de erotismo, recorría la historia reciente de Checoslovaquia y su trasfondo de represión comunista, hasta el punto de que Tomás sufría la depuración del gobierno y, Sabina, la presión de no poder salirse de las directrices artísticas que marcaba el régimen, en busca de una libertad imposible.
Ahora nos llega “un retrato íntimo”, como reza el subtítulo de esta biografía de Kundera (traducción de Mayka Lahoz), de Florence Noiville, autora de otras biografías de Isaac Bashevis Singer y de Nina Simone. Noiville conoció al escritor gracias a su cargo de jefa de redacción adjunta de “Le Monde des Livres”, pese a que Kundera decidió a mediados de los años ochenta que no volvería a conceder entrevistas. Con esta periodista hizo una excepción y se desarrolló una amistad que permitió captar las opiniones del narrador checo. De este modo, el lector descubre sobre todo, en primer lugar, a un Kundera músico, que lanza su punto de vista sobre las obras de Janáček, por ejemplo. Y es que la biógrafa, desde joven, vio en los libros de su admirado novelista una gran capacidad de enlazar muchos asuntos diferentes más allá de lo puramente literario.
“De trazar hilos invisibles entre literatura, música, pintura, arte antiguo y moderno, tradiciones y vanguardias. Todo eso provoca la excitante sensación de salir fortalecido. Me enamoré de su estilo, riguroso y sobrio (…) Me encantó su cadencia, su ligereza, su transparencia”. Eso, al leerle. En la distancia corta, Noiville dice que Kundera “nunca perdía la oportunidad de bromear”, y que los encuentros con él eran alegres y jocosos. Excepto una tarde en que mencionó a Ionesco, subrayando la dificultad que, según él, tenían los franceses a la hora de comprender la obra de este dramaturgo por cuanto esta alberga algo “irreductiblemente centroeuropeo”, es decir, trágico. Así, Noiville entendió bien la esencia de Kundera: su visión de un tiempo y un lugar dramáticos: la Europa del centro y del este mermada por el comunismo, el totalitarismo, los campos de exterminio y los pogromos; su especial afecto por artistas o intelectuales judíos como Kokoschka, Freud, Schönberg, Berg, Koestler, Kafka o Schnitzler: “Eran el corazón palpitante de esa Europa de la que Milan Kundera siempre sentiría nostalgia”, apunta.
Un narrador musical
Kundera había surgido de una familia de cultura exquisita, con su padre pianista, al que adoraba y que le enseñó a tocar y a aprovechar su oído absoluto. Pero pronto la política tropezó en su país y su vida, y eso que, aparte del hecho de que en 1947, tras dejar la música, se decantó por la poesía (su primer poema publicado, a los dieciocho años, fue un homenaje a su profesor de composición), el día en que cumplía esos años se hizo miembro del Partido Comunista de Checoslovaquia, si bien al año siguiente lo expulsaron tanto del partido como de la universidad. En un plano más personal, se unió a Olga Haas, ocho años menor que él y cantante de opereta. Con ella emprendió un camino en que lo musical siguió siendo preponderante, pues el lenguaje de la música, explica Noiville, ejerció “en su obra una influencia considerable e inspiraría la estructura subyacente de casi todas sus novelas”, hasta el punto de que “la obra de Kundera está escrita tanto para la vista como para el oído”.
Es más, un día le dijo a su amiga que su primera idea era rítmica; que oía sus novelas. Y sin embargo, “Kundera siempre prefirió el silencio”, lo cual intimidó al comienzo a la periodista. Pero entonces esta se dio cuenta de que resultaba inútil llenar esos incómodos vacíos y dio con el origen de esa preferencia: el propio padre del escritor. «Ludvík también la tenía cuando su propio lenguaje, la música, no tenía nada que decir. En “El libro de la risa y el olvido” los vemos de nuevo a los dos, padre e hijo, durante una de sus vueltas a la manzana». Sucedía en 1970, cuando todavía se sentían las secuelas de la invasión de Praga por las tropas del Pacto de Varsovia. En la ciudad, pese a todo, «sonaban por doquier canciones y música baratas. “Cuanto más triste estaba la gente, más tocaban los altavoces”, escribió Kundera. “Llamaban al país ocupado a olvidar las amarguras de la historia y a entregarse a las alegrías de la vida”». Y no obstante, él tuvo que decantarse por el exilio, elegir reír u olvidar en otro sitio lejos de su hogar.
Publicado en La Razón, 1-VI-2024