En una entrevista del programa televisivo francés «Apostrophes», Bernard Pivot escuchaba las respuestas que Vladimir Nabokov había preparado previamente y que leía ante un atril tras un montón de libros. En un momento dado, confesaba que no le gustaba su literatura de William Faulkner de la misma forma que no le satisfacía el regionalismo literario en general. Pero, aun manteniendo el carácter localista, ¿Nabokov hubiera aceptado la prosa de William Faulkner de contemplar esta, menos el supuesto paisaje alrededor de los personajes y más el trasfondo de una gran ciudad? Bajo dicho parámetro emocional, ¿existe alguna diferencia de peso entre la sociedad pueblerina, regional o provinciana y la urbana? Según Galdós, no, a tenor de lo que dijo en su discurso de entrada en la RAE al defender una novela urbana y «mesocrática» (o sea, la suya): «En realidad, todos somos regionalistas (…) porque todos trabajamos en algún rincón, digámoslo así, más o menos espacioso de la tierra española». Y añadía, más adelante: «Paréceme a mí que la metrópoli es región y de las más características».
Se diría que las fronteras entre la manera de abordar la propia tierra de nacimiento, de viajar literariamente hablando sin salir de los límites geopolíticos, tiene dos formas. Por un lado, la tradición europea de insistir en varias ciudades (Balzac-París, Dickens-Londres, Joyce-Dublín). Por otro, la americana, de espacios abiertos y raíz criollista y étnica, de norte a sur del continente, desde las novelas de Carson McCullers y los cuentos de Flannery O’Connor, que recrean los Estados sureños de trasfondo cristiano y racista de Norteamérica, al brasileño João Guimarães Rosa y su «Gran Sertón: Veredas». Julio Cortázar fue acusado, como explicaba en un artículo José María Guelbenzu, de «inventarse una Argentina y un Buenos Aires ficticios, de vivir fuera, en París, y escribir de adentro, inventando una realidad argentina que poco tenía que ver con la real».
Así pues, ¿qué resulta más fidedigna, la visión de la ciudad porteña de Cortázar o las tragedias que asolan Yoknapatawpha, la región inventada de un Sur real, el condado de Faulkner? Este afirmó haber diseñado el mapa de una zona de la que se decía único dueño, pues no en vano la apropiación ficticia de un área es común a algunos de los escritores que decidieron estrenar un lugar de convivencia, aun pretendiendo copiar al natural lo que ocurría enfrente. De ello encontramos enseguida casos destacados en las letras españolas, con un alto grado de sofisticación en contraste con aquellas ciudades realistas decimonónicas de empeño simbólico y naturalista, la Orbajosa de «Doña Perfecta» y la Vetusta de «La Regenta», levantadas por Galdós y Clarín: el faulkneriano Juan Benet incorporó mapas en sus libros para la región que llamó, simplemente, Región, en ningún caso, «un espacio físico y humano en el que puedan reconocerse los personajes en tránsito, sino un lugar del espíritu dominado por un dios maligno que todo lo reduce a escombros», según Félix de Azúa en el prólogo a «Nunca llegarás a nada», la colección de cuentos con que Benet se dio a conocer en 1961 y a su simbólica tierra narrativa, la cual llegaría a su clímax seis años después con «Volverás a Región», trasunto de la España de la época y alegoría de una sociedad agotada.
Justamente, es Faulkner el escritor clásico más citado en «El plural es una lata. Biografía de Juan Benet», de J. Benito Fernández, que tan notables libros ha dado de Leopoldo María Panero, Rafael Sánchez Ferlosio y Eduardo Haro Ibars. Junto al autor norteamericano aparece destacadamente Javier Marías, que en 1970 escribió su primera novela, «Los dominios del lobo», en una época en la que conocería a quien sería alguien fundamental para su vida personal y literaria: un Benet de cuya muerte ya han pasado más de treinta años (nació en Madrid, en 1927, y falleció en la misma ciudad en 1993) y que entró pronto en el canon literario contemporáneo español.
Su prestigio está fuera de toda duda, pero, ¿su literatura sigue vigente en el sentido de seguir leyéndose sus libros? Primero, contextualicemos su aparición en las letras hispanas, con autores precedentes de gran éxito, como Cela, Matute, Ignacio Aldecoa, Delibes, Fernández Santos, Martín Gaite, García Hortelano, Luis y Juan Goytisolo… hasta la eclosión de un texto que rompe con todo, «Tiempo de silencio» (1962), de Luis Martín Santos, al lado de la explosión del boom hispanoamericano al otorgarse el premio Biblioteca Breve a Vargas Llosa por «La ciudad y los perros».Nuevos recursos técnicos –narrador subjetivo, uso de las tres personas, monólogo interior, lenguaje barroco– cristalizarán en la novela experimental «Volverás a Región» (1967), y la trascendencia del autor tendrá continuidad y éxito comercial al ser finalista del Planeta en 1980 con «El aire de un crimen». Esta obra también discurre en Región, y cuenta la fuga de dos reclutas y la aparición en un pueblo del cadáver de un desconocido que más tarde cabe conservar e incluir hacer servir de trueque.
El Faulkner de «Mientras agonizo» y otras narraciones con trasfondo violento era ostensibles por enésima vez en Benet, ingeniero de formación y autor de obras de lectura compleja: «Una meditación» (1969, premio Biblioteca Breve); «Herrumbrosas lanzas», en referencia al poema de Miguel Hernández (1983, 1985, 1986, con la Guerra Civil española como centro; su cuarto volumen quedó inconcluso); y «Saúl ante Samuel» (1980). Benito Fernández sigue los pasos de su biografiado, del que dice que como escritor estaba lejos de recibir unanimidad a la hora de valorar sus páginas: «Para unos no sabía contar, era un novelista insoportable, para otros tenía todo lo que se le exige a un autor: enorme originalidad, una novelística personalísima. Desconcertaba a los lectores de la censura. Un controvertido personaje, sin duda».
Tal cosa es así, prosigue el biógrafo, porque a Benet se le tachó de «huraño, insolente, distante, agresivo, asocial, corrosivo, discutidor, erizante, cascarrabias», algo esto último de lo que se jactaba él mismo. Al parecer, estamos ante un hombre que estuvo afectado de «prontos malhumorados y eutraplias más o menos histriónicas (…) fueron sonados algunos de sus excesos e intemperancias». En todo caso, conocemos aquí al pequeño Juan, tercero de una familia de cuatro hermanos e hijo de un abogado que fue detenido en la zona republicana al comienzo de la Guerra Civil y fusilado al poco tiempo sin que constara contra él cargo alguno.
«El plural es una lata» es así un recorrido por su vida hasta su último artículo, en el que se burlaba sin piedad de Juan Goytisolo. Vemos cómo su primera obra fue rechazada por varios editores y al final lo publicó por su propia cuenta, a la que siguió cuatro años después «La inspiración y el estilo», donde se manifestó en contra de la literatura social entonces imperante y señaló cómo tras el Siglo de Oro se abandonó la ambición de escribir con gran estilo. Una aspiración que él vino a cubrir con unos libros que, precisamente por eso y la decadencia de la figura del lector, acostumbrado a textos simples y a una vida delante de una pantalla, son tan clásicos como carentes de lecturas hoy en día.
Publicado en La Razón, 15-VI-2024