El pasado octubre los amantes de Astérix y Obélix estuvieron de suerte, pues se alcanzaba el álbum número 40 de la serie, “El lirio blanco”. Este mismo año, además, cuando se celebra el 65.º de dichos personajes, se publica otra vez “Astérix y los Juegos Olímpicos”, al hilo de las Olimpiadas de París 2024, en que el famoso dúo se ponen en marcha para participar en tamaño acontecimiento y representar a la Galia en Grecia. Por supuesto, los romanos quedan ridiculizados, gracias a la astucia del druida Panorámix, que les tiende una trampa con la poción mágica que aquellos robaron para poder ganar, y el vencedor de la prueba atlética es Astérix.
“Un Juego Olímpico es el acontecimiento deportivo por excelencia. Aunque en muchos países el fútbol es la disciplina por antonomasia y su Mundial la cumbre de la pasión, también es cierto que los Juegos despiertan un enorme fervor por su cantidad y variedad de pruebas, porque compiten las mujeres y porque en las dos semanas de duración del megatorneo intervienen todos los países y no solamente treinta y dos, como ocurrió hasta la edición de Catar 2022 de los certámenes organizados por la FIFA.” Son palabras de Luciano Wernicke, autor de “Historias insólitas de los Juegos Olímpicos”, que afirma que la historia de los propios Juegos es indisociable a la política y sucesos históricos de cada momento.
“En la antigua Grecia, los Juegos eran sagrados y todo tipo de acción bélica estaba prohibida durante la semana que duraban las competencias. Al resurgir en 1896 y alcanzar en el siglo XX una formidable popularidad en todo el planeta, las Olimpiadas se convirtieron en escenario de contiendas que se extendieron más allá de los límites de una cancha o un estadio”. Wernicke se está refiriendo con ello a toda la propaganda política o los conflictos diplomáticos que fueron surgiendo en paralelo a la preparación o desarrollo de cada una de estas celebraciones deportivas.
Los Juegos solamente se detuvieron en los años de las dos guerras mundiales, y se postergó un año a causa de la reciente pandemia, a lo que cabe añadir que, entre 1948 y 1992, Estados Unidos y la Unión Soviética usaron los Juegos para extender la Guerra Fría. Hay una imagen, en la portada de la revista “Nuevo Basket” de 1984, en que un desolado Arvydas Sabonis, el pívot dominante por entonces en el baloncesto europeo, está arrodillado y cabizbajo en el suelo tras acabar el torneo preolímplico que se organizó en París y que facultaba a su nación a competir en los Juegos de Los Ángeles; la URSS no enviaría a sus deportistas a tierra norteamericana de la misma forma que Estados Unidos había prohibido la participación de sus delegaciones deportivas en Moscú 1980.
Wernicke recuerda que en Múnich 1972, un grupo terrorista palestino ejecutó a once deportistas israelíes, un instante infame en una andadura olímpica que está sobrada de imágenes impactantes para el recuerdo: “En ese mismo país, aunque treinta y seis años antes, los Juegos permitieron a Adolf Hitler extender su efectiva propaganda más allá de sus fronteras y, en México 1968, a un grupo de atletas afroamericanos denunciar el maltrato social al que era sometida la población de raza negra en Estados Unidos”. Aparte de estos hechos, el autor va diseminando en su libro datos estadísticos, alrededor de la creciente lista de países que acuden a este acontecimiento cada cuatro años, y con respecto a que la historia olímpica está relacionada con el amateurismo.
La picaresca entra en juego
Ciertamente, desde que volvieron a organizarse los Juegos en 1896, el barón francés Pierre de Coubertin “impuso que solo participaran atletas que no actuaran en ningún deporte como profesionales, incluidas las disciplinas no olímpicas”. Sin embargo, el lema oficial de los Juegos Olímpicos y del Movimiento Olímpico, creado por el padre Henri Didon, amigo del barón: "Citius, Altius, Fortius” ("más rápido, más alto, más fuerte"), no ha estado exento de aparentes irregularidades. Por ejemplo, «el estadounidense James “Jim” Thorpe, un aborigen pottawatomie modelo de deportista todoterreno, ganó por amplísimo margen el pentatlón y el decatlón de la edición de Estocolmo 1912, pero luego fue descalificado al conocerse que había jugado al béisbol a sueldo en una liga de su país».
"La vida es simple porque la lucha es simple. El buen luchador retrocede pero no abandona. Se doblega, pero no renuncia. Si lo imposible se levanta ante él, se desvía y va más lejos. Si le falta el aliento, descansa y espera. Si es puesto fuera de combate, anima a sus hermanos con la palabra y su presencia. Y hasta cuando todo parece derrumbarse ante él, la desesperación nunca le afectará." En este caso, son palabras de Coubertain con las que quería destacar el esfuerzo y sacrificio en pos de un objetivo, que era deportivo pero también general, para la vida. Sin embargo, en casos como el de Thorpe, se podía incurrir en injusticias. Tal medida contra este atleta para el autor fue clasista, “porque reservaba la gloria olímpica a hijos de familias ricas que podían prepararse para la alta competencia sin ocupar su tiempo en trabajar para mantenerse y costearse viajes y estadías a los Juegos”. De tal modo que el concepto de «amateurismo» cobraba un sentido de desigualdad.
Las curiosidades se suceden sin parar en un libro donde, en efecto, surgen casos de pura autosuperación, con independencia de las calamidades que puedan obstaculizar el camino hacia la obtención de una medalla: Wernicke habla de un campeón de tiro que perdió la mano derecha en la guerra y ganó el oro usando la izquierda, o de un regatista que, en medio de la competición, no dudó en rescatar a dos rivales que se estaban ahogando. Cientos de anécdotas en que la picaresca no falta, como cuando entre los países comunistas se registraban deportistas que “figuraban mayoritariamente como oficiales de policía o del ejército de su país. Sin embargo, esto era una burda mascarada, pues se dedicaban por completo al entrenamiento y raramente cumplían las tareas que decían realizar”.
Publicado en La Razón, 27-VII-2024