miércoles, 29 de enero de 2025

Todo lo que podemos aprender de Chesterton ciento cincuenta años después


Cuántas veces la mejor de las filosofías no se halla en la obra de filósofos al uso, con un sistema de pensamiento cerrado y sistemático, sino en la literatura y la forma en que esta es una vía para interpretar la realidad. Es el caso por ejemplo de Gilbert Keith Chesterton, cuya visión de la vida se expuso condensada en «La filosofía de G. K. Chesterton» (editorial Renacimiento), un libro de Mercedes Martínez Arranz (Madrid, 1976) que vio la luz el pasado enero. Se analizaba aquí la narrativa, el teatro, la poesía, los artículos periodísticos y los ensayos en los que Chesterton expuso sus argumentos, siempre risueños y estimulantes, a menudo vinculados, según la autora, con «un misticismo materialista y racional desde el cual partir para entender al hombre y construir una metafísica, una antropología, una ética, una política y una economía, de acuerdo con su naturaleza sobrenatural».

En la misma editorial, además, acaba de aparecer «Ahora que lo pienso…», un conjunto de artículos inédito hasta ahora en español y original de 1930, además de la novela «La esfera y la cruz», en traducción de Manuel Azaña. Esta novela, a ojos del editor, Abelardo Linares —que, por medio de los sellos Renacimiento y Espuela de Plata, ya ha publicado cuarenta libros del autor inglés—, es «junto con “El hombre que fue Jueves” […] prácticamente una novela de aventuras y, a la vez, su narración más doctrinaria y parabólica, casi una alegoría. Intentan aquí batirse en duelo un creyente y un ateo con lo que luchan también, de algún modo, las ideas y las creencias; la razón y la fe». No en balde, su obra entera cabe relacionarla bajo el prisma de su mirada católica. Y siempre con humor, fuera el que fuera su tema de reflexión.

En este sentido, este maestro de la paradoja, de la modestia, no podía definir el género con el que conquistó a tantos lectores en el mundo entero —el artículo o ensayo periodístico, llámese como se prefiera—, sino mediante una negación de su propia tarea: «En realidad uno no escribe un ensayo. Lo que hace es ensayar un ensayo». Dicho género, de esta forma, siempre es un intento, un experimento, jamás algo logrado, según las palabras iniciales que abrían «Correr tras el propio sombrero (y otros ensayos)» (Acantilado, 2005), precedidas de un prólogo de Alberto Manguel, que seleccionó ochenta escritos de entre los más de cuatro mil artículos que Chesterton publicó en la prensa londinense.

El asombro perpetuo

Un lector voraz como Manguel, de formación anglosajona y argentina, tal vez descubrió a Chesterton en voz alta, cuando le leía, siendo adolescente, al ciego Jorge Luis Borges en su casa. Y es que este autor de «Una historia de la lectura» casi podría decir lo mismo de ambos narradores cuando habla, en el caso ahora de Chesterton, de un hombre «en un estado de asombro permanente». No se puede decir mejor y, no obstante, en la primera línea del prólogo, Manguel repite el tópico borgeano respecto de la dicha que proporciona la prosa chestertoniana. A su vez, prologando «La cruz azul y otros cuentos» dentro de su «Biblioteca personal», Borges afirmaba: «La obra de Chesterton es vastísima y no encierra una sola página que no ofrezca una felicidad».

Mucho antes, en 1937, había reseñado su «Autobiografía» póstuma en la revista «El Hogar»: «Innecesario hablar de la magia y del brillo de Chesterton. Yo quiero ponderar otras virtudes del famoso escritor: su admirable modestia y su cortesía». Y esa modestia, esa elegante manera de atacar sin agresividad, de estar contra todo sin resultar antipático es lo que se respira en las recopilaciones de textos que sin cesar aparecen entre nosotros. Chesterton combina gran cantidad de asuntos en una misma página; todo, en efecto, le asombra, le despierta una reflexión intelectual o un comentario bromista, incluso la propia incapacidad pasajera de no hallar motivos literarios: «Me pregunto sobre qué demonios escribiré (no soy como Dickens, que era capaz de escribir sobre cualquier cosa)», dice en «De mudanzas».

Pero está claro que, hablando de Dickens, se refiere a sí mismo; como siempre, negándose, minimizándose para que el efecto sea el contrario: la elevación, la originalidad, la clase; por delante, va la declaración de ignorancia, como hacía en «Breve historia de Inglaterra», pero luego nos deslumbra con una sabiduría que ni pierde brillo aunque cometa errores en los datos, como él mismo confiesa. Su «modus operandi» artístico —la paradoja continua— que en los artículos adquiere una formidable intensidad, destaca también, evidentemente, en sus cuentos y novelas —Manguel dice que sus ficciones son «extensiones de sus ensayos»—, caso de «El Napoleón de Notting Hill», «El regreso de Don Quijote» o «El candor del padre Brown», todas ellas obras de gran ingenio e imaginación.

En desacuerdo con cordialidad

Pero volvamos a lo que se suele recuperar más del escritor nacido en Londres y fallecido en 1936, sus artículos periodísticos, con algunos ejemplos de su brillantez expresiva: «Es magnífico convertirse en hombre; pero patético dejar de ser un niño», dice en el citado «De mudanzas»; «Una aventura no es más que un inconveniente convenientemente considerado. Un inconveniente es sólo una aventura considerada equivocadamente», escribe en el ensayo que da título al volumen. Y cómo no leer textos que llevan por título «Ventajas de tener una sola pierna», «Quedarse en la cama» o «Defensa de los pelmazos»; cómo no sonreír antes semejantes afirmaciones: la Biblioteca del Museo Británico «desempeña muchas de las funciones de un manicomio privado» (en «La locura y las letras»); «Lo que conduce a la locura es la razón», «Aceptarlo todo es un ejercicio, comprenderlo todo es agotador» («El loco»), «La literatura y la ficción son dos cosas completamente diferentes. La literatura es un lujo, la ficción una necesidad» («En defensa de la novela de quiosco»)...

Ya sea hablando de la obra de Chaucer, Shakespeare, Blake, Carroll o Tennyson, de la simbología de los rituales funerarios, de los cuentos de hadas o las novelas de detectives, es fácil caer en las redes de este escritor que conquista al lector dándole la vuelta a la tortilla a cualquier asunto para que le demos la razón sin ser infieles a nosotros mismos, porque, tal como cuenta en la mencionada «Autobiografía», se puede estar perpetuamente en desacuerdo sin regañar jamás, como le sucedió con Bernard Shaw durante lustros en la prensa y con su propia familia, en concreto, con su hermano menor —director del «Daily News» y caído en la Gran Guerra— desde críos; desde que el padre les construyó un teatrillo de juguete que iba a constituir la experiencia más importante de la vida de Chesterton.

Es en el «mundo milagroso» de la infancia, el único real y verdadero, donde dice en el libro Chesterton ubicar su capacidad de eterno descubrimiento que luego la reflexión religiosa completaría hasta la elaboración de su máxima capital: «Aceptar las cosas con gratitud y no como algo debido». Su conversión al catolicismo —«para librarme de mis pecados»—, apoyado por su amigo Hilaire Belloc, también escritor y político católico, iba a depararle ciertas animadversiones, pero el Chesterton que escribe sus memorias está por encima de los juicios ajenos. «Nunca me he tomado en serio mis libros, pero me tomo muy en serio mis opiniones», dice en la que podría ser la síntesis de su personalidad. Apenas habla de su literatura: su primer libro, por encargo, sobre Browning, o «El hombre que fue Jueves», con el que «intentaba de una manera vaga fundar un nuevo optimismo».

El biógrafo de Tomás de Aquino y San Francisco de Asís rechazaba así ser exhaustivo con su vida; prefería hablar de Yeats, Wells, James, Hardy o Meredith; de sus viajes a Irlanda, América, Palestina y Roma… En cualquier caso, jugando a su juego —como hizo Borges cuando se refirió a esa autobiografía como el libro menos autobiográfico de cuantos escribiera Chesterton—, podríamos decir que en el artículo de opinión, en la obra de crítica literaria, es decir, en los textos donde fundamentalmente habla de lo ajeno, es donde hallamos al auténtico yo de Chesterton. Es el caso, por ejemplo, de los libros en los que se proyectó en sus artistas favoritos, también proclives a la ensoñación infantil: Stevenson y Dickens. En sendos estudios se apreciaba otro tipo de autobiografía paralela: de alguien que lanzaba afiladas críticas a la etapa victoriana y a la supuesta democracia satisfactoria; de alguien que fundó una nueva felicidad y estiró lo máximo su infancia.

Publicado en La Razón, 23-XII-2024