Cuatro premisas nuevas
El autor, asimismo, plantea en el prefacio lo difícil que es en la actualidad imaginar un mundo en que más de cien millones de personas fueron movilizadas para luchar, o ver cómo los Estados destinaron dos terceras partes del producto nacional a sus objetivos bélicos. «También es muy duro comprender la descomunal escala de privaciones, desposesiones y pérdidas sufridas a causa de los bombardeos, las deportaciones, las requisas y el robo –prosigue Overy–. Sobre todo, la guerra desafía nuestra sensibilidad moderna cuando tratamos de comprender la extensión de las atrocidades, los actos de terrorismo y los crímenes cometidos por cientos de miles de personas que en al mayoría de los casos no eran ni sádicos ni psicópatas». Es decir, eran gentes normales y corrientes que se vieron en la situación de matar o morir.
En este sentido, «Sangre y ruinas» va a explorar todo un cúmulo de encarcelamientos y torturas, de genocidios y crímenes masivos, cometidos tanto por parte de soldados profesionales o fuerzas de seguridad como por partisanos y civiles, hombres y mujeres. Para el autor, todo ello hasta la fecha se había observado desde un plano estándar: la guerra como reacción militar de unas naciones que se veían amenazadas en el mantenimiento de la paz frente a otras que ostentaban una rotunda ambición imperial. Los Aliados contra los Estados del Eje, básicamente, más lo sucedido, como algo aparte pero con vasos comunicantes, en el Lejano Oriente en torno al ejército japonés.
Esto, para Overy, sería un planteamiento tradicional, aquel que considera que Hitler, Mussolini y los militares japoneses «son las causas de la crisis más que sus efectos, que es lo que realmente fueron», afirma. Por ello, en estas páginas se tienen en cuenta las fuerzas históricas que provocaron, ya desde comienzos del siglo XX, una «inestabilidad social, política e internacional y que, al final, fueron las causantes de que los Estados del Eje emprendieran programas reaccionarios de conquista imperial de territorios». Con este enfoque, Overy plantea cuatro premisas: una, que la cronología convencional de la guerra ya no es útil a efectos de entender este ámbito que estamos tratando, pues merece la pena apreciar que los combates se iniciaron en China a comienzos de los años treinta «y en este país, el sudeste asiático, Europa Oriental y Oriente Medio no terminaron hasta la década posterior a 1945».
De imperio a nación
Visto así, cabría mirar las dos guerras mundiales como algo unitario, como si fuera una suerte de Guerra de los Treinta Años. La segunda premisa, por otro lado, sería la de ver la Segunda Guerra Mundial como algo planetario, dejando de verla, en lo que respecta al conflicto del Pacífico, como un mero apéndice. O sea, cabe dejar este eurocentrismo bélico y ver que más allá del Viejo Continente, otras regiones de Oriente Medio y el Lejano Oriente «confluyeron en una crisis de inestabilidad global más amplia y explican por qué la guerra alcanzó no sólo a los grandes Estados sino también a áreas tan remotas como las islas Aleutianas, en el Pacífico norte, Madagascar, al sur del océano Índico, o las bases en las islas del Caribe». En conclusión, se debería equiparar en importancia la guerra asiática con la europea, pues ambas fueron igual de trascendentes a la hora de que se reformara el orden mundial en la posguerra.
Como tercer punto, Overy pretende diferenciar diversos tipos de guerras; está la habitual, entre Estados, claro está, ya sean de agresión o de defensa, pero también en el campo que nos concierne ahora estaban las «guerras civiles», «libradas como guerras de liberación contra una potencia ocupante (incluidos los Aliados) o como guerras de autodefensa civil, principalmente para superar el impacto de los bombardeos; estos conflictos serían protagonizados por los partisanos en Rusia o por los integrantes de la Resistencia en Francia, por ejemplo. Por último, estos tres factores convergerían en un cuarto que da forma a la tesis general del libro: el hecho de que la Segunda Guerra Mundial –más larga a todos los efectos que en su cronología fundamental, 1939-1945– fue la última guerra imperial.
Overy explica tal cosa desde el primer capítulo, donde examina los llamados imperios-nación y la crisis global de la década 1931-1940, para luego presentar la muerte de este tipo de imperios en el periodo 1942-1945. Ya lo dijo Leonard Woolf en 1928, en su libro «Imperialismo y civilización»: «El imperialismo, como se conoció en el siglo XIX, ya no es posible, y la única duda es si tendrá un entierro pacífico o en medio de sangre y ruinas». Así, de esta cita toma el autor el título de un libro en que, con gran minuciosidad, se interna en mil y un asuntos derivados de esta larga etapa del mundo moderno: las economías «de» guerra o, dicho de otra manera, con un sutil matiz, las economías «en» guerra, el dilema de si hay guerras justas e injustas, la transición que se da de los imperios convertidos en simples naciones y que dan pie a una era global diferente…
En conclusión, el lector tendrá ante sus ojos una nueva forma de conocer un conflicto mil y una veces explicado en excelentes estudios, pero teniendo en cuenta asuntos tradicionalmente alejados de la crónica bélica europea, como las conquistas japonesas en China entre los años 1931-1941, el Imperio italiano entre 1935-1941, el avance japonés hacia el sur entre 1941 y 1944, más otras materias de máximo interés histórico, como un examen de las grandes potencias en 1939-1945, una estadística comparativa de los soldados alemanes y soviéticos muertos durante toda la guerra, y un montón más de detalles, del todo significativos para comprender la dimensión de la tragedia, como lo barcos mercantes japoneses y el comercio de productos entre los años 1941-1945 o la proporción de mujeres en la mano de obra nativa.
Publicado en La Razón, 27-X-2024