viernes, 15 de agosto de 2025

Entrevista capotiana a Daldo Bonet

En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Daldo Bonet.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría? Mi casa de la infancia, en Sitges, desde dónde puedo oír y ver el mar.

¿Prefiere los animales a la gente? Depende de la gente de la que hablemos.

¿Es usted cruel? Como persona, quiero creer que no. Como escritor, espero que sí, sobre todo con los personajes que lo merecen.

¿Tiene muchos amigos? Pocos, los que necesito.

¿Qué cualidades busca en sus amigos? Que sepan distinguir si un tema merece una broma o, simplemente, su apoyo; que me molesten cuando lo necesito y desaparezcan en el momento oportuno; que rara vez rechacen un plan y acepten cuando yo lo haga; que me contesten a los mensajes y no esperen lo mismo por mi parte; que me inviten a cenar y se dejen invitar; y que se gasten sus ahorros en mi libro.

¿Suelen decepcionarle sus amigos? Por ahora, no.

¿Es usted una persona sincera? Cuando es necesario, sí, pero no soy transparente.

¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre? Ojalá tuviera la habilidad de echarme una siesta.

¿Qué le da más miedo? No estar a la altura de este cuestionario.

¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice? Cada vez me escandalizo con más facilidad: antes me escandalizaba que la gente escuchara música sin auriculares o que los conductores ocuparan el carril izquierdo en vano. Ahora me escandaliza cualquier cosa: desde la crueldad de los poderosos hasta la codicia de los Bezos y compañía, que te cuelan los anuncios en Amazon Prime cuando ya pagas su servicio. Me escandaliza la hipocresía y la falsedad de los vendehúmos de internet; que se confunda lo viral con lo relevante, que no sepamos diferenciar lo anecdótico de lo histórico; me escandaliza el tiempo que pierdo sin siquiera darme cuenta; la interminable lista de tareas pendientes a la que rindo pleitesía; la ingratitud y los desagradecidos que se olvidan, o no valoran, su suerte.

Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho? Aburrirme.

¿Practica algún tipo de ejercicio físico? Menos del necesario.

¿Sabe cocinar? Sí, pero sin prisa ni testigos.

Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría? A mis vecinos del cuarto: una familia indescifrable, insomne, que, en lugar de hablarse, se gritan. Se ponen alarmas a las cuatro de la mañana sólo para darse una bañera, viven con las persianas bajadas y se niegan a abrirte la puerta cuando, después de varios golpes que hacen temblar mi piso del tercero, subes a pedirles que paren. Ahora se mudan, por fin, aunque quizás se vayan porque están hartos del vecino del tercero que sube cada día a exigirles silencio.

¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza? Someday.

¿Y la más peligrosa? Someday.

¿Alguna vez ha querido matar a alguien? Puede que sí, y por eso escribo.

¿Cuáles son sus tendencias políticas? Pues al final se ha quedado un buen día, ¿no?

Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser? Una canción.

¿Cuáles son sus vicios principales? Las galletas Lotus y jugar a las cartas con mis suegros.

¿Y sus virtudes? Responder a todo con un simple y diplomático “interesante” y no revelar lo que pienso.

Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza? Si me imagino ahogándome, me es inevitable pensar que estoy en el mar, como si me hubiera caído por la borda de un barco. Y si así fuera, me temo que sería como Henry Preston Standish, el personaje de Herbert Clyde Lewis en Un Caballero a la deriva, y no sería capaz de entender la gravedad de mi situación. Primero me ocuparía con tonterías, buscando la ocurrencia adecuada para explicar cómo me habría caído; la repetiría una y otra vez, la puliría hasta dar con las palabras exactas, y la ensayaría para que sonara natural y espontánea. Después, me entretendría pensando cuándo descubrirían mis amigos que me estaba ahogando; imaginaría su reacción, tan asombrados con mi torpeza que ni siquiera podrían reírse de mí. Y poco a poco, a medida que me flaquearan las fuerzas, aceptaría mi inminente final y lloraría por todo lo que no habría podido hacer, todos los destinos que no habría visitado, ni las declaraciones de amor que nunca habría pronunciado. Supongo que eso me llevaría a reflexionar sobre mi pasado, mi hermana y mis padres, y acabaría sumergiéndome en imágenes de mi infancia que no recuerdo.

T. M.