martes, 30 de septiembre de 2025

Entrevista capotiana a Ana María Corredor

En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Ana María Corredor.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría? Odiaría tener que hacer esa elección. Soy muy curiosa y todos los lugares con sus culturas, su gente, sus idiomas, sus paisajes, me parecen irresistibles. Cuando viajo me gusta ir a los vecindarios, fisgonear a través de las ventanas e imaginarme viviendo allí… Así, me he visto regentando una pequeña tienda de vegetales en Hidra, mirando un partido de soccer con mis hijos en una casa del centro de Filadelfia,  siendo administrativa de la oficina de turismo en el Ayuntamiento de Tèsero, cuidando niños en Ginebra (la que menos me ha gustado), preparando crepes para la cena y bebiendo vino en un pequeño pisito de la Isla de Saint Louis, atendiendo un hostal en Providencia, siendo camarera en un hotel de Hawái y saliendo del trabajo pitada a surfear. Gracias a Dios cada vez me acerco más al sueño húmedo de ser nómada digital. Escribir desde cualquier lugar del mundo, preferiblemente con mar —de allí lo de húmedo, no se me vaya a malinterpretar— y vivir de ello. Pero voy a dejar de irme por las ramas. El Covid y todo aquel aislamiento y restricciones absurdas hicieron que me planteara esa posibilidad kafkiana. Entonces me di cuenta de que estaba en el mejor de los sitios para no tener que salir nunca: Mallorca. Sin lugar a dudas. Encuentro aquí todo lo que es vital para mí: historia, cultura, cruce de civilizaciones, mar. Todo lo necesario para alimentar la mente y el espíritu. Historia y fenómenos sociales para inspirarme. Conspiraciones e intrigas que investigar. Cruce de todos los vientos. Por aquí pasaron fenicios, romanos, árabes. Ahora pasan alemanes, subsaharianos, sudamericanos, magrebíes, ingleses. La historia de la humanidad resumida en una isla. Mallorca tiene además una naturaleza privilegiada en la que sosegar la mente y estimular los sentidos. El mediterráneo aquí es precioso. Me encanta bañarme en sus calas cristalinas, recorrer sus senderos de piedras entre pinos. El gran Rubén Darío lo  descubrió antes que yo y así lo plasmó en El oro de Mallorca: En los campos pedregosos, donde se alzaban amontonamientos de rocas grises y blanquizcas, y entre los olivos que hacían recordar la pagana Grecia, y en los valles en donde se abre la granada y da su miel el sexual higo, y cuelgan de las viñas las uvas que recuerdan la siesta del fauno mallarmeano, y hay flores y espigas, y verdes hojas de maíz, no sorprendería ver surgir de repente allá un egipán, aquí una ninfa o hamadriada, a son de flauta de carrizos como es consuetudinario en el mundo de las líricas y helénicas ficciones. Los mozos son fuertes y de ojos vivaces y cuerpos gallardos y las muchachas adolescentes son formadas y redondeadas donde conviene por la madre naturaleza como la prodigalidad y hermosura que placen a los saltantes sátiros y a los alegres demonios. Todo además está concentrado. No necesitaría ni coche. 29 km a Sóller, 30 km a Andratx, 80 km a Cala Ratjada. No necesito salir de Mallorca para nada. Así se lo advirtió Gertrude Stein a Robert Graves en 1929, justo antes de que él se despidiera de Inglaterra y de toda una vida: “Mallorca es el paraíso, si puedes resistirlo”.

¿Prefiere los animales a la gente? No. Me encantan los animales y yo les encanto a ellos —me persiguen, se sientan en mis piernas, me lamen—. Pero la gente me gusta aún más. Para empezar no me lamen ni se sientan en mis piernas sin invitación. Y luego, porque no he conocido a una sola persona que no me resulte interesante por algún motivo: ya sea desde el puramente intelectual de comprender la estupidez, la ira, la maldad, o desde la curiosidad por sus historias o posiciones políticas, que generalmente están entrelazadas, o desde el deseo de tener cerca de mí una energía libre, una conversación inteligente, una compañía cálida, una sonrisa luminosa. Eso no me lo puede dar ningún animal. Ernesto Pérez, mi gato, un granuja callejero que me adoptó hace unos meses y viene cada tarde a mi jardín, me parece interesante porque tiene un animal-print de serpiente macabrel, pero no me cuenta historias, ni es malvado o idiota, ni tiene una conversación estimulante.

¿Es usted cruel? No. Nunca.

¿Tiene muchos amigos? Sí, muchos. Me encantan las personas. Cuando conozco a alguien busco siempre y de forma inconsciente su lado bueno. Generalmente lo encuentro. Pero soy selectiva… no insisto ni pierdo tiempo y energía donde las cosas no fluyen. Hay gente que no tiene por donde cogerla.  Dicho esto, quiero a mis amigos y cada uno tiene un lugar especial en mi vida. La verdad es que mis amigos también me quieren.

¿Qué cualidades busca en sus amigos? Siempre, bondad y lealtad. Esas son imprescindibles. Luego, alegría, inteligencia, generosidad, sentido del humor. Cualquiera de ellas me basta. Y no tengo preferencias culturales. Tengo amigos judíos, musulmanes, budistas, senegaleses, argentinos, rusos, ucranianos, y hasta estadounidenses, que ya es decir.

¿Suelen decepcionarle sus amigos? No. En primer lugar, porque detecto fácilmente la hipocresía, la tontería y la envidia, así que de entrada tengo un buen filtro a la hora de saber quiénes son mis amigos y quiénes no. Luego porque no tengo altas expectativas ni espero más de lo que la gente quiera darme en términos de tiempo, atención y buenos momentos. El valor más importante en mi vida es la libertad. Me siento en libertad de ser quien soy y mis amigos tienen la libertad de ser quienes son. Por eso tengo amigos de todo tipo, y eso incluye a “todo tipo” de progres, ultras, funcionarios, empresarios, exitosos o fracasados, ascetas, ateos, anarquistas, religiosos, veganos, homosexuales, conspiranoicos, globalistas, independentistas,  ricos o pobres. Para mí son todos exactamente iguales y son mis amigos porque he visto en ellos algo más que esas etiquetas,  sus vicios o sus defectos. No me importa si son yonkis, workaholicos, o ambas cosas. Lo que no tolero por ningún motivo es la deslealtad o la maldad. Solo en ese caso saco la katana como lo haría un verdadero samurái. No reclamo, no discuto, no me quejo, ni doy explicaciones. “Solo se saca la katana si es para cortar una cabeza”. 

¿Es usted una persona sincera? Sí. Soy sincera. Quizás demasiado. Me crea problemas dar consejos no pedidos, aunque sea con la intención de evitar que alguien caiga por un precipicio o pierda años de su vida en cosas que yo podría enseñarle en un pis-pas. También produzco malestar en algunas personas al expresar mis opiniones políticamente incorrectas en un mundo en el que la libertad de expresión es solo un postureo y la libertad de pensamiento está en vías de extinción. Pero no me importa, la primera lealtad de mi vida la tengo conmigo misma, y como soy muy tolerante con las opiniones ajenas espero que lo sean conmigo y con las mías. Ahora, es verdad que he aprendido también a no hablar en determinadas ocasiones. A no intentar convencer a los alcornoques de las bondades del agua o la belleza del viento. Me gusta hablar con sinceridad con personas que quieren escuchar, inquietas, curiosas, que cuestionan, que piensan. Es una cuestión de eficiencia energética.

¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre? No tengo ninguna preferencia. Ni quiero pensar en eso porque dejaría de ser libre. Para empezar, me parece que tiempo libre es un oxímoron. De manera inconsciente creamos un “deber ser”, y no hay nada que deteste más que los “deberías” y los “tendrías que”. Lo único que “tengo que” es que morirme, todo lo demás es “si quiero, …”.  El tiempo libre hoy en día es un mal chiste. La gente llama tiempo libre al tiempo que destinamos a hacer lo que previamente decidimos imponernos: viajar a una playa idílica y atiborrada, en la que el vecino pone sus pies a tres centímetros de tu cabeza; leer algún libro porque alguien que ni conoces lo recomendó; ir a un museo para ver La noche estrellada o La monalisa a través del lente de un Xiaomi; salir a cenar con tu pareja aunque hoy no quieras verle ni en pintura. Hace mucho tiempo decidí que no hay publicidad de viajes, reseña de revista literaria, o jefe que me imponga cuándo, dónde y cómo disfrutaré de mi libertad. Por eso decidí ser emprendedora y trabajar en lo que me gusta y cuando me gusta, a un alto costo, por cierto. Por eso me encanta escribir. Por eso nunca tuve una buena relación con la autoridad y menos aún con los trabajos de 8 a 5. ¿Cuenta trabajar y escribir como tiempo libre? Es subjetivo. Para mí sí. Necesito tener esa sensación de libertad aunque luego trabaje los sábados o escriba hasta las tantas de la madrugada. Pero lo hago cuándo y cómo quiero. Todo mi tiempo es libre y es lo que quiero hacer en ese momento. A veces viajar, a veces trabajar, la gran mayoría de las veces leer, a veces escribir, a veces tirarme en el sofá y curiosear en Pinterest, a veces contestar una entrevista como esta. En fin. Libre es libre.

¿Qué le da más miedo? No tengo miedos físicos, ni tengo miedos sobre mí. No tengo miedo a la muerte. No tengo miedo al dolor. No tengo miedo a la cárcel porque mi mente siempre será libre de viajar o andar por donde le venga en gana. No tengo miedo a la soledad. No tengo miedo a no tener nada porque me gustan las cosas bonitas, pero no soy apegada. Sé que puedo sobrevivir si lo perdiese todo. Tengo miedo de cosas malas que puedan pasarle a mis seres queridos, cosas que les causen sufrimiento. Pero trabajo en no interferir en los procesos vitales de otros porque les estaría quitando su derecho a crecer y aprender que no necesitamos de nada ni de nadie para ser felices. Cuanto antes lo aprendamos mejor, y la vida nos va poniendo las lecciones necesarias hasta que aprobemos. Aun así, si de vez en cuando se esboza en mi cabeza algún miedo, he aprendido a mirarlos de frente. Intento descubrir cuál es el miedo subyacente. El verdadero. Los miedos son como matrioskas. Dentro de cada miedo hay otro miedo, y otro y otro. Suelen ser huecos como cocos. Hasta que al fin das con el verdadero. Es un miedito impostor con una colección de máscaras, enormes y feroces, pero que en realidad es muy pequeño, casi insignificante. Entonces me pongo en lo peor.  Intento vivir esa situación en mi imaginación. Y sé que sobreviviría. En ese momento el miedico desaparece.

¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice? Ya nada me escandaliza. Pero hay cosas que desprecio y cosas que abomino: Abomino la maldad, el abuso infantil, la pederastia, los asesinatos. Incluso los que hoy llevan otro nombre como “eutanasia” o “aborto”. Desprecio la corrupción. Desprecio la hipocresía de quienes se victimizan para obtener prebendas. Desprecio la falta de integridad del que dice algo diferente a lo que piensa y a lo que finalmente hace. Desprecio los discursos hipócritas. El discurso que condena y estigmatiza al que se come un pollo criado en una granja y justifica un aborto, con el argumento de que aún no es un ser humano, o que no siente, o que la mujer tiene derecho a decidir sobre su cuerpo y su vida. Es tan absurdo como decir que si atropello a alguien, porque me pasé de copas, puedo darme a la fuga, porque si no arruinaría mi vida. La diferencia entre el viandante y el feto es que el viandante tendrá familia o unas leyes que lo defiendan y luchen por su memoria y sus derechos, el bebé no. Solo tiene a una sociedad cobarde y maleable que se empeña en llamarle puñado de células, como si no lo fuéramos también todos los seres humanos, y a un sistema político vendido a lo que más votos le suponga. Y lo que más votos le supone es tolerar la irresponsabilidad, impedir que las personas asuman las consecuencias de su libertad. Una postura que abre las puertas a una pesadilla orwelliana futura: “No te preocupes, ya sabemos que tú no puedes asumir tu libertad, así que mejor te la vamos quitando lentamente” “para que estés seguro, claro. Para que puedas tener una vida cómoda pero no me cuestiones”. Desprecio a quien no piensa, a quién no disiente, a quién no está interesado en aprender. Nada que se haga con el propio cuerpo y en uso del libre albedrío me escandaliza. Podré estar de acuerdo o no, en menor o mayor medida, pero valoro y respeto la libertad. Tengo la profunda convicción de que cada quien tiene el derecho de hacer con su vida lo que le dé la gana, pero no con la vida de los demás. Ese es el límite.

Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho? Morir. No concibo la vida sin crear. He decidido ser escritora, pero he pasado por varios oficios y cargos que he disfrutado muchísimo y en los cuales he puesto toda mi creatividad. Yo estudié derecho y me encantaba. Luego Ciencia Política. Al final escribir es la faceta más creativa de mi profesión como politóloga y mi oficio como empresaria enfocada en las mujeres. Yo escribía papers sobre elecciones y democracia en Colombia, sobre paramilitarismo y guerrilla. Para eso tenía que entrevistar a guerrilleras, a personas que estuvieron secuestradas, a políticos, a desplazados. O estudiaba temas de renovación urbana y tenía que analizar el impacto en zonas de prostitución y hablar con mujeres con vidas brutales. Y cuando lo hacía me daba cuenta de que los datos de mis estudios nunca podrían reflejar la realidad con todos sus matices y riqueza. Me eran mucho más interesantes las historias que oía, pero no había manera de plasmarlas en esos ensayos académicos que se me antojaban pobres, superficiales y sin fuerza. Así que yo las escribía para mí. Llenaba libretas, papeles, cuadernos. Hasta que asumí que mi carrera y mi trabajo con mujeres solo puede expresarse con toda su intensidad y complejidad a través de la literatura. Además, me permite coger a mi lector a traición, desprevenido, con ánimo de entretenerse y no de deliberar. Y ese es el caldo de cultivo perfecto si quieres sembrar algún mensaje o hacer que la gente piense. En conclusión, la creatividad no es patrimonio exclusivo de los escritores o los artistas. Cuanto más creativa sea una persona mejor se desempeñará en cualquier oficio. Se le ocurrirán mejores estrategias de ventas, modelos de negocio innovadores. Se puede ser creativo para escribir un alegato, para crear una empresa. Para diseñar una casa o un vestido, ni se diga. Para armar una cesta de frutas, para planchar camisas y hasta para hacer una conexión eléctrica. Conozco casos.

¿Practica algún tipo de ejercicio físico? Sí. Aunque no el que la gente llama ejercicio físico. No voy a un gimnasio nunca, lo he intentado y son la cosa más aburrida del universo. Tampoco corro 10 km, pasé por ello con fatales resultados para mi autoestima y mis rodillas. Ni hago pilates, aunque mi amiga Paola sea la mejor instructora del mundo. Pero nado mucho. Nado a las islas pequeñas que hay cerca de mi casa, subo por los caminos de montaña como las cabras, riego el jardín, limpio mis estanterías de libros muy enérgicamente, y bailo como una diosa. Últimamente, practico los cinco ritos tibetanos. Les estoy dando un voto de confianza a ver si es cierto que estimulan todas las glándulas endocrinas y rejuvenecen. Lo sabré cuando deje de estresarme porque las camisas no están en estricto orden cromático y pueda desengancharme de la melatonina.

¿Sabe cocinar? Sí. Sé cocinar y cuando me pongo lo hago muy bien. Creo que en algo tendrá que ver que me gusta mucho comer. La buena mesa y el vino me encantan. No tienen por qué ser platos sofisticadísimos. Un pa amb oli me chifla. Además, tengo un paladar aventurero. Los chapulines, el cocodrilo, las hormigas culonas, el cuitlacoche, el durian, las mollejas, los chinchulines. Pero no me gusta cocinar. Me parece una pérdida de tiempo. No sé por qué, pero siempre encuentro algo que hacer más interesante que cortar tomates o mirar una sartén. Tengo que hacerlo en un momento especial en el que esté inspirada. Prefiero ser la directora técnica. Mi marido dice que el primer fin de semana después de casarnos quemé las ollas y armé un pequeño incendio con la intención de que no me pidiera nunca más que hiciera la cena. Santo remedio, me acusó de ser un desastre culinario y a partir de ahí él es quién cocina. Y lo hace de maravilla. Ni en el celler de Can Roca se come como en mi casa. Yo recibí la queja con complacencia. Al menos no me dijo que se me había pasado el arroz.

Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría? Quizás el personaje más inolvidable que he conocido fue mi abuela Elvira. Voy a plagiarme y pegaré un pequeño trozo inédito de uno de mis relatos.  Como es para los lectores del Reader’s Digest, no serán demasiado quisquillosos al respecto. Mi abuela Elvira no solo vivía en otro continente y en otro hemisferio, sino que también habitaba en el extremo opuesto del espectro político que mi abuela Carmen. Y yo entretenía mis horas poniéndome sus tacones, pintándome con sus pintalabios, “reburujando” todos sus cajones, garabateando mi firma en los cheques de su chequera. Me ponía su abrigo, cogía su bolso y salía por la puerta, sentenciando: —Adiós. Me voy al Senado. Y no, no era que mi abuela fuese senadora. Pero como si lo fuese. Cuando ella llegaba a ese edificio republicano sembrado de columnas dóricas que era la casa de los padres de la patria, no había quien se le resistiera.  Desde el más humilde portero, hasta el presidente del Senado, la adoraban, pasando por los secretarios de los despachos, las señoras de los “tintos”, las telefonistas, los chóferes, los asesores y todo aquel que hubiera tenido la fortuna de conocerla. Tenía ese don encantador de sentirse en casa en cualquier casa, de deleitarse con cualquier comida, de valorar por igual una langosta que una changua. Ella trataba de la misma manera a todo tipo de gente. Ricos, pobres, anónimos, influyentes, poderosos, ilustres, ilustrados o analfabetas. Para ella eran exactamente iguales. En realidad, iba al Senado solo para socializar, intrigar por los pasillos, opinar barbaridades, tomar tinto con los guardaespaldas, regalarles perfumes a las secretarias, olfatear el ambiente político para luego chivarse a su primo el caudillo y divertirse a rabiar.  A mi abuela Elvira, el poder político le parecía de lo más natural del mundo y no le tenía ningún respeto. Pero, a su modo irrepetible, espontáneo y divertido, todos los poderosos que la conocían terminaban haciendo lo que ella les pedía. Por eso, fue una de las primeras mujeres en tener cédula de ciudadanía y poder votar, por eso Rojas Pinilla la llevaba a casi todos sus mítines, manifestaciones públicas y correrías. Por eso, ella afirmaba estar presente la noche en que nació el M19. Por eso logró que le expidieran un salvoconducto grabado en bronce, del tamaño de un carné y sin fecha de caducidad, en el que se ordenaba “a todas las autoridades civiles, militares y eclesiásticas de la República, a prestarle todos los recursos que ella les requiriese, durante o fuera del ejercicio de sus funciones”. Funciones, que, dicho sea de paso, nunca supimos cuáles eran.  La verdad es que ese carné surrealista y absolutamente arbitrario nunca le fue necesario. Allí donde ella llegara, se hacía lo que ella quería sin que pronunciara una sola palabra imperativa, una orden o un deseo. Aunque ella lo llevara a todas partes e intentara sacarlo de su bolso, nunca le dieron la oportunidad de hacerlo. Lo único que ella tenía que hacer para conseguir lo que quería era hacer alarde de su encanto, mirar entre las chispas de sus ojos negros, contar alguna historia rocambolesca o hacer reír a carcajadas con alguna de sus brillantes ocurrencias.  Pero, en realidad, su poder más importante, su verdadero superpoder, radicaba en hacer sentir a cada persona que se cruzaba en su camino, que era la persona más maravillosa del mundo, la más interesante y la más merecedora de su atención y aprecio. Lo importante aquí es que ella no fingía. Tenía ese precioso don de ver a través de la materia el alma de la gente, y cuando la veía, de verdad veía la bondad, la inteligencia, la valentía, la fuerza, la curiosidad, el amor, la generosidad, la justicia, la ecuanimidad, y todas las cosas buenas que cada uno tenía. Era capaz de ver esas cosas en las personas, aunque ellas mismas no las vieran, y era su mirada y la manera en que reflejaba esa visión en su trato, en su sonrisa, en sus palabras, lo que la hacía irresistible y absolutamente poderosa.

¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza? Amor.

¿Y la más peligrosa? Solidaridad.

¿Alguna vez ha querido matar a alguien? No. Nunca se me ha pasado por la cabeza. Al menos no conscientemente. Pero a veces tengo pesadillas con eso. Mato a alguien y no sé dónde esconderlo. Alguna explicación psicológica debe tener, que no quiero averiguar.

¿Cuáles son sus tendencias políticas? No extiendo cheques en blanco a nadie, y menos en materia política. Desde hace un par de años dejé de tener alguna tendencia. Cuando comprendí, al fin, que no son más que un argumento para vengar nuestras heridas más íntimas y profundas o excusar nuestra intolerancia o soberbia. Una justificación Prêt-à-porter creada por otros, para manipularnos en pos de sus propios fines. Yo empecé, como muchos chicos de mi edad en América Latina, por algo aparentemente inofensivo: tocando la guitarra, bebiendo canelazo y cantando Pablo Milanés y Silvio Rodríguez. De ahí pasé a las marchas por la liberación de Palestina, al conservadurismo, al antiimperialismo, al liberalismo, al globalismo, al conspiracionismo, al escepticismo. He recorrido el espectro político como a las teclas de un piano, de izquierda a derecha y derecha a izquierda y vuelta a empezar. Me he llevado enormes decepciones cuando he visto la falta de integridad, cuando he detectado que el discurso va en una dirección y la acción política en otra, entonces doy un paso más a izquierda o a derecha. En los últimos tiempos Vox me quedó a la izquierda. Irónicamente, cuando me di cuenta de eso tenía a Pablo Iglesias a mi derecha y comprendí que la política no es una línea recta o un espectro, sino un círculo en el que los extremos se tocan. No solo eso, más que un círculo, es un gran globo en el que el eje cambió y sus polos ya no están en la izquierda y la derecha, sino arriba y abajo, en el totalitarismo —de izquierdas, de derechas, de centro, conservador y hasta liberal— y la libertad.  Sin embargo, en últimas, no dejan de ser discursos, puestas en escena muy vacías, que calzan mejor o peor a nuestros intereses personales o explican mejor nuestros miedos y heridas. Por eso soy más de fiarme de los hombres que de las banderas. Me fío más de Uribe que de la derecha, más de Anguita o de Robledo que de la izquierda. Por igual de Aznar que de Pedro Sánchez. Es decir, nada. Además, soy bastante escéptica sobre la democracia. Es lo mejor que tenemos, pero casi tan mala como la dictadura. Las que más se autocacarean democracias son los totalitarismos encubiertos más peligrosos, con la agravante de que no sabemos quién está detrás. Al menos en las dictaduras podemos identificar claramente al dictador, organizar la defensa y escoger las armas. He estado tentada a escribir un manual de best practices de defensa en regímenes totalitarios, incluidos los encubiertos. Aunque sea a modo de ejercicio.  Una democracia no solo se mide en sí hay elecciones, sino por la calidad de sus instituciones, la protección real de libertades, la participación de la ciudadanía con independencia total de los grupos de poder económico y la igualdad de oportunidades para todos. No solo para los que se quejan. En fin, no me quiero extender porque ya veo que voy por la página once… Horror. Es lo que tiene pedirle a alguien a quien le encanta escribir que escriba sobre un tema que le apasiona en una entrevista capotiana, que es algo así como una patente de corso para decir lo que se quiere y nadie te volverá a preguntar jamás.

Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser? No desearía ser una cosa por nada del mundo, y aún menos otra cosa. Tampoco me gustaría ser otra persona. Si pudiera hacerlo, me negaría rotundamente a comerme esa manzana envenenada. No me molestaría ser yo viviendo otras vidas, pero me gusta ser quien soy, y hasta me gusta la vida que he vivido, las experiencias que he tenido, la gente que ha atravesado mi existencia. Me gusta haber tenido un padre alcohólico porque me enseñó a amar a las personas sin amar necesariamente lo que hacen. Me gusta haberme casado con mi primer marido y me gusta haberme divorciado. Me gusta mi marido actual.  Me gustan mis heridas y la gente que las ha causado porque me han hecho más fuerte, más auténtica, más valiente. Me gusta haber empezado cuatro carreras y haber terminado solo una, porque me enseñó que el tiempo es demasiado valioso para invertirlo en lo que no nos apasiona. Me gusta haber nacido en una familia multicultural y disfuncional, y haber vivido en varios países, porque me ha regalado la capacidad de ver el mundo con lentes diferentes. Me gusta haberme equivocado porque me ha hecho más humilde, más empática, más sensible.  Me gusta haber tenido éxito pero me gusta aún más haber fracasado en múltiples proyectos porque me ha enseñado que la vida no se acaba por eso. Escribir me ha dado un nuevo impulso. He descubierto que puedo inventar vidas, jugar a ser Dios. Mezclar la historia que me contó alguien y una noticia que leí y los ojos de mi prima y una anécdota de la infancia de mi marido. Hala, ese tipo de cocina si me gusta. Hacer guiños secretos o tomar pequeñas venganzas de ciertos personajes que se han cruzado en mi camino. En fin, en este momento de mi vida no me gustaría ser nadie diferente a quién soy. Digo “en este momento”, porque si me hubiesen preguntado eso hace diez años, quizás hubiese dicho que una empresaria multimillonaria; hace veinte, directora de ACNUR; hace treinta, modelo de Versace; hace cuarenta, la Barbie veterinaria; hace cincuenta, Petete. Y en diez, la mujer de Jeff Bezos hace veinte.

¿Cuáles son sus vicios principales? Creo que no tengo ningún vicio. Defectos, muchos, pero vicios no. Ya me gustaría. Cuando tienes un vicio pierdes la voluntad y haces ese “lo que sea” en automático. No vale de nada resistirse. Ser esclavo de un vicio puede ser muy práctico. Me gustaría tener el vicio de madrugar, el de hacer ejercicio, el de leer, al menos que el de escribir fuera mi vicio. Pero no. Ni eso. Soy muy buena resistiéndome a los vicios. Debe ser que tengo el lóbulo frontal, —sí, creo que era ese—, muy bien desarrollado.  Antes tenía el vicio de discutir, ahora he aprendido a controlar mi adicción a ese placer y lo reservo para practicarlo solo con mis amigos más listos.

¿Y sus virtudes? La empatía, la pasión, el entusiasmo, la imaginación, la fuerza de voluntad, el optimismo.

Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza? Estoy en el jardín trasero de la casa de mis abuelos en Bogotá. Es un jardín pequeño que a mí me parece enorme. Aprieto entre mis dedos algo redondo y verde. Parece un cojín pequeñito, pero es una planta. Me encanta sentir su textura blanda. La aprieto y sale agua. El agua sigue entrando en mi boca… Me gusta casi tanto como la sensación del viento en mi cara cuando estoy en mi columpio azul. Es un columpio metálico que me regalaron cuando cumplí un año. Mi tía trajo una tarta con un carrusel de animalitos de pastillaje. Ositos, pollitos, gatitos. Me enfado porque se comen los animalitos. De repente estoy en la cocina de mis abuelos. Una gallina que me pica, lloro. Veo algo pequeño y muy rojo sobre una mesa. Parece un caramelo. Me empino para poder cogerlo y me lo llevo a la boca, lo muerdo. Lloro. Pica. Pica muchísimo. Lloro mucho. Luego tengo cuatro años. Estoy en el cuarto de costura de mis vecinos y pido que me hagan unas alas para volar. Insisto. Las quiero de cartulina, pero con plumas de verdad, para vengarme de las gallinas. Espero que llegue mi padre del trabajo para enseñarle mis alas. Otro día también lo espero para darle el frasco de gasolina que preparé para su coche. Él se ríe. Es muy guapo. También se ríe cuando le digo que no quiero aprender a montar en bicicleta. Me dice que la vida es de los valientes. Yo no soy valiente, el otro día me caí de un pino en el colegio y la gente se rio de mí. Ahora estoy en el colegio pintando una acuarela con la hermana Adela, pero tengo fiebre. Me sumerjo en la acuarela, la pintura entra en mi garganta y no puedo respirar… Por la tarde pasa mi abuela para llevarme a una manifestación política. Yo estoy en la tarima con mi abuela y una señora antipática con una nariz muy grande que se llama María Eugenia. Abajo hay mucha gente que grita, parecen felices. Yo sigo con fiebre. La fiebre se parece a la boa que encontraron en la finca y me asfixia.  Ahora sueño. Sueño que estoy en esa finca del llano. La piscina está llena de culebras. Mi tía Clemencia no deja que me ahogue. Me tiene en brazos en lo alto de las columnas de la compuerta del represamiento del río… No sé si mi mamá es ella o si mi madre es mi mamá. Creo que mi mamá son las dos. Mi madre y mi tía. Las dos me quieren. Mi madre llegó de viaje y me trajo una chupeta con cara de niña y un gorro. Todo de pastillaje como el que se comieron los niños en mi cumpleaños. Esta vez escondo la chupeta y mi chupete. Los escondo tan bien que no los vuelvo a encontrar.  Mi papá me compra otro chupete, pero yo solo quiero el mío porque es pegajoso. Cuando mi papá se enfada me asusta porque casi nunca se enfada. Hoy se enfadó porque pedí un filet mignon y luego no me lo quise comer. Salió del restaurante a la calle y entró con un gamín. Lo sentó a mi lado y le dio mi comida.  Dijo que quería que yo aprendiera lo que significaba tener hambre. Ahora ya lo sé. Tengo siete años. Salgo de mi casa rumbo al colegio y hay un niño en la calle. Es un niño pobre. Sigo caminando, pero me devuelvo. Ya sé qué es tener hambre y le doy el chocolate que llevo para mi merienda. También mis cheetos y mi manzana. Nadie lo sabe, no se lo digo a nadie, no me importa que nadie sepa. Se siente muy bien. Tan bien como cuando me siento con mi amigo Rafa a leer cuentos en el enorme sillón naranja cogidos de la mano. El libro se llama Norte contra sur y cuenta la historia de una guerra en Estados Unidos. Me encanta leer porque viene Rafa y se sienta conmigo y me coge de la mano. Me gusta leer y me gusta que me cojan de la mano. Después de Rafa, Jürgen, luego Jorge, luego Eric, luego Alejandro. Es divertido y muy inteligente. Hace mucho frío en la madrugada bogotana y yo estoy con él, bailando Mikel Erentxun, en el despacho de arquitectura de Jaques Mosseri. Me caso con Alejandro.  Estoy sentada con mi hijo en el borde de una piscina. Es un bebé regordete que me mira con los ojos más azules, grandes y brillantes que he visto. El sonido de su risa me llena de ternura. Mi corazón se expande hacia el infinito. Al mismo infinito lleno de estrellas que contemplo cuando me siento con su padre en las enormes rocas del jardín de nuestra casa. Es una de las últimas imágenes felices en aquella casa modernista. Luego ya bailo con Eduardo, sobre una mesa. Y otra vez el amor, y otra vez el infinito. Ahora es mi hija quien me mira desde su cuna con sus bellos ojos marrones llenos de ese amor que me impide respirar. Ya no me queda oxígeno. Estoy flotando en el agua de Cala San Vicente con los ojos cerrados mirando hacia el infinito dentro de mi. Empiezo a hundirme en las aguas azules llenas de luz. Luminosas como el azul infinito de los ojos de mi hijo Santiago, tan infinito como el amor en los ojos de mi hija Aina. Del fondo del océano aparece mi padre. Estoy rodeada de azul, de agua, de infinito, de amor, que son lo mismo.

T. M.