En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Ana María Corredor.
Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría? Odiaría tener que hacer esa elección. Soy muy curiosa y todos los lugares con sus culturas, su gente, sus idiomas, sus paisajes, me parecen irresistibles. Cuando viajo me gusta ir a los vecindarios, fisgonear a través de las ventanas e imaginarme viviendo allí… Así, me he visto regentando una pequeña tienda de vegetales en Hidra, mirando un partido de soccer con mis hijos en una casa del centro de Filadelfia, siendo administrativa de la oficina de turismo en el Ayuntamiento de Tèsero, cuidando niños en Ginebra (la que menos me ha gustado), preparando crepes para la cena y bebiendo vino en un pequeño pisito de la Isla de Saint Louis, atendiendo un hostal en Providencia, siendo camarera en un hotel de Hawái y saliendo del trabajo pitada a surfear. Gracias a Dios cada vez me acerco más al sueño húmedo de ser nómada digital. Escribir desde cualquier lugar del mundo, preferiblemente con mar —de allí lo de húmedo, no se me vaya a malinterpretar— y vivir de ello. Pero voy a dejar de irme por las ramas. El Covid y todo aquel aislamiento y restricciones absurdas hicieron que me planteara esa posibilidad kafkiana. Entonces me di cuenta de que estaba en el mejor de los sitios para no tener que salir nunca: Mallorca. Sin lugar a dudas. Encuentro aquí todo lo que es vital para mí: historia, cultura, cruce de civilizaciones, mar. Todo lo necesario para alimentar la mente y el espíritu. Historia y fenómenos sociales para inspirarme. Conspiraciones e intrigas que investigar. Cruce de todos los vientos. Por aquí pasaron fenicios, romanos, árabes. Ahora pasan alemanes, subsaharianos, sudamericanos, magrebíes, ingleses. La historia de la humanidad resumida en una isla. Mallorca tiene además una naturaleza privilegiada en la que sosegar la mente y estimular los sentidos. El mediterráneo aquí es precioso. Me encanta bañarme en sus calas cristalinas, recorrer sus senderos de piedras entre pinos. El gran Rubén Darío lo descubrió antes que yo y así lo plasmó en El oro de Mallorca: En los campos pedregosos, donde se alzaban amontonamientos de rocas grises y blanquizcas, y entre los olivos que hacían recordar la pagana Grecia, y en los valles en donde se abre la granada y da su miel el sexual higo, y cuelgan de las viñas las uvas que recuerdan la siesta del fauno mallarmeano, y hay flores y espigas, y verdes hojas de maíz, no sorprendería ver surgir de repente allá un egipán, aquí una ninfa o hamadriada, a son de flauta de carrizos como es consuetudinario en el mundo de las líricas y helénicas ficciones. Los mozos son fuertes y de ojos vivaces y cuerpos gallardos y las muchachas adolescentes son formadas y redondeadas donde conviene por la madre naturaleza como la prodigalidad y hermosura que placen a los saltantes sátiros y a los alegres demonios. Todo además está concentrado. No necesitaría ni coche. 29 km a Sóller, 30 km a Andratx, 80 km a Cala Ratjada. No necesito salir de Mallorca para nada. Así se lo advirtió Gertrude Stein a Robert Graves en 1929, justo antes de que él se despidiera de Inglaterra y de toda una vida: “Mallorca es el paraíso, si puedes resistirlo”.
¿Prefiere los animales a la gente? No. Me encantan los animales y yo les
encanto a ellos —me persiguen, se sientan en mis piernas, me lamen—. Pero la
gente me gusta aún más. Para empezar no me lamen ni se sientan en mis piernas
sin invitación. Y luego, porque no he conocido a una sola persona que no me
resulte interesante por algún motivo: ya sea desde el puramente intelectual de
comprender la estupidez, la ira, la maldad, o desde la curiosidad por sus
historias o posiciones políticas, que generalmente están entrelazadas, o desde
el deseo de tener cerca de mí una energía libre, una conversación inteligente,
una compañía cálida, una sonrisa luminosa. Eso no me lo puede dar ningún
animal. Ernesto Pérez, mi gato, un granuja callejero que me adoptó hace unos
meses y viene cada tarde a mi jardín, me parece interesante porque tiene un animal-print de serpiente macabrel, pero
no me cuenta historias, ni es malvado o idiota, ni tiene una conversación
estimulante.
¿Es usted cruel? No. Nunca.
¿Tiene muchos amigos? Sí, muchos. Me encantan las personas. Cuando
conozco a alguien busco siempre y de forma inconsciente su lado bueno.
Generalmente lo encuentro. Pero soy selectiva… no insisto ni pierdo tiempo y
energía donde las cosas no fluyen. Hay gente que no tiene por donde
cogerla. Dicho esto, quiero a mis amigos
y cada uno tiene un lugar especial en mi vida. La verdad es que mis amigos
también me quieren.
¿Qué cualidades busca en sus amigos? Siempre, bondad y
lealtad. Esas son imprescindibles. Luego, alegría, inteligencia, generosidad,
sentido del humor. Cualquiera de ellas me basta. Y no tengo preferencias
culturales. Tengo amigos judíos, musulmanes, budistas, senegaleses, argentinos,
rusos, ucranianos, y hasta estadounidenses, que ya es decir.
¿Suelen decepcionarle sus amigos? No. En primer lugar, porque detecto
fácilmente la hipocresía, la tontería y la envidia, así que de entrada tengo un
buen filtro a la hora de saber quiénes son mis amigos y quiénes no. Luego
porque no tengo altas expectativas ni espero más de lo que la gente quiera
darme en términos de tiempo, atención y buenos momentos. El valor más
importante en mi vida es la libertad. Me siento en libertad de ser quien soy y
mis amigos tienen la libertad de ser quienes son. Por eso tengo amigos de todo
tipo, y eso incluye a “todo tipo” de progres, ultras, funcionarios,
empresarios, exitosos o fracasados, ascetas, ateos, anarquistas, religiosos, veganos,
homosexuales, conspiranoicos, globalistas, independentistas, ricos o pobres. Para mí son todos exactamente
iguales y son mis amigos porque he visto en ellos algo más que esas etiquetas, sus vicios o sus defectos. No me importa si
son yonkis, workaholicos, o ambas cosas. Lo que no tolero por ningún motivo es
la deslealtad o la maldad. Solo en ese caso saco la katana como lo haría un
verdadero samurái. No reclamo, no discuto, no me quejo, ni doy explicaciones.
“Solo se saca la katana si es para cortar una cabeza”.
¿Es usted una persona sincera? Sí. Soy sincera. Quizás demasiado. Me crea
problemas dar consejos no pedidos, aunque sea con la intención de evitar que
alguien caiga por un precipicio o pierda años de su vida en cosas que yo podría
enseñarle en un pis-pas. También produzco malestar en algunas personas al
expresar mis opiniones políticamente incorrectas en un mundo en el que la
libertad de expresión es solo un postureo y la libertad de pensamiento está en
vías de extinción. Pero no me importa, la primera lealtad de mi vida la tengo
conmigo misma, y como soy muy tolerante con las opiniones ajenas espero que lo
sean conmigo y con las mías. Ahora, es verdad que he aprendido también a no
hablar en determinadas ocasiones. A no intentar convencer a los alcornoques de
las bondades del agua o la belleza del viento. Me gusta hablar con sinceridad
con personas que quieren escuchar, inquietas, curiosas, que cuestionan, que
piensan. Es una cuestión de eficiencia energética.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre? No tengo ninguna
preferencia. Ni quiero pensar en eso porque dejaría de ser libre. Para empezar,
me parece que tiempo libre es un
oxímoron. De manera inconsciente creamos un “deber ser”, y no hay nada que
deteste más que los “deberías” y los “tendrías que”. Lo único que “tengo que”
es que morirme, todo lo demás es “si quiero, …”. El tiempo libre hoy en día es un mal chiste.
La gente llama tiempo libre al tiempo que destinamos a hacer lo que previamente
decidimos imponernos: viajar a una playa idílica y atiborrada, en la que el
vecino pone sus pies a tres centímetros de tu cabeza; leer algún libro porque
alguien que ni conoces lo recomendó; ir a un museo para ver La noche estrellada
o La monalisa a través del lente de un Xiaomi; salir a cenar con tu pareja
aunque hoy no quieras verle ni en pintura. Hace mucho tiempo decidí que no hay
publicidad de viajes, reseña de revista literaria, o jefe que me imponga
cuándo, dónde y cómo disfrutaré de mi libertad. Por eso decidí ser emprendedora
y trabajar en lo que me gusta y cuando me gusta, a un alto costo, por cierto.
Por eso me encanta escribir. Por eso nunca tuve una buena relación con la
autoridad y menos aún con los trabajos de 8 a 5. ¿Cuenta trabajar y escribir
como tiempo libre? Es subjetivo. Para mí sí. Necesito tener esa sensación de
libertad aunque luego trabaje los sábados o escriba hasta las tantas de la
madrugada. Pero lo hago cuándo y cómo quiero. Todo mi tiempo es libre y es lo
que quiero hacer en ese momento. A veces viajar, a veces trabajar, la gran
mayoría de las veces leer, a veces escribir, a veces tirarme en el sofá y
curiosear en Pinterest, a veces contestar una entrevista como esta. En fin.
Libre es libre.
¿Qué le da más miedo? No tengo miedos físicos, ni tengo miedos sobre
mí. No tengo miedo a la muerte. No tengo miedo al dolor. No tengo miedo a la
cárcel porque mi mente siempre será libre de viajar o andar por donde le venga
en gana. No tengo miedo a la soledad. No tengo miedo a no tener nada porque me
gustan las cosas bonitas, pero no soy apegada. Sé que puedo sobrevivir si lo
perdiese todo. Tengo miedo de cosas malas que puedan pasarle a mis seres
queridos, cosas que les causen sufrimiento. Pero trabajo en no interferir en
los procesos vitales de otros porque les estaría quitando su derecho a crecer y
aprender que no necesitamos de nada ni de nadie para ser felices. Cuanto antes
lo aprendamos mejor, y la vida nos va poniendo las lecciones necesarias hasta
que aprobemos. Aun así, si de vez en cuando se esboza en mi cabeza algún miedo,
he aprendido a mirarlos de frente. Intento descubrir cuál es el miedo
subyacente. El verdadero. Los miedos son como matrioskas. Dentro de cada miedo
hay otro miedo, y otro y otro. Suelen ser huecos como cocos. Hasta que al fin
das con el verdadero. Es un miedito impostor con una colección de máscaras,
enormes y feroces, pero que en realidad es muy pequeño, casi insignificante.
Entonces me pongo en lo peor. Intento
vivir esa situación en mi imaginación. Y sé que sobreviviría. En ese momento el
miedico desaparece.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice? Ya nada me
escandaliza. Pero hay cosas que desprecio y cosas que abomino: Abomino la
maldad, el abuso infantil, la pederastia, los asesinatos. Incluso los que hoy
llevan otro nombre como “eutanasia” o “aborto”. Desprecio la corrupción.
Desprecio la hipocresía de quienes se victimizan para obtener prebendas.
Desprecio la falta de integridad del que dice algo diferente a lo que piensa y
a lo que finalmente hace. Desprecio los discursos hipócritas. El discurso que
condena y estigmatiza al que se come un pollo criado en una granja y justifica
un aborto, con el argumento de que aún no es un ser humano, o que no siente, o
que la mujer tiene derecho a decidir sobre su cuerpo y su vida. Es tan absurdo
como decir que si atropello a alguien, porque me pasé de copas, puedo darme a
la fuga, porque si no arruinaría mi vida. La diferencia entre el viandante y el
feto es que el viandante tendrá familia o unas leyes que lo defiendan y luchen
por su memoria y sus derechos, el bebé no. Solo tiene a una sociedad cobarde y
maleable que se empeña en llamarle puñado de células, como si no lo fuéramos
también todos los seres humanos, y a un sistema político vendido a lo que más
votos le suponga. Y lo que más votos le supone es tolerar la irresponsabilidad,
impedir que las personas asuman las consecuencias de su libertad. Una postura
que abre las puertas a una pesadilla orwelliana futura: “No te preocupes, ya
sabemos que tú no puedes asumir tu libertad, así que mejor te la vamos quitando
lentamente” “para que estés seguro, claro. Para que puedas tener una vida
cómoda pero no me cuestiones”. Desprecio a quien no piensa, a quién no
disiente, a quién no está interesado en aprender. Nada que se haga con el
propio cuerpo y en uso del libre albedrío me escandaliza. Podré estar de
acuerdo o no, en menor o mayor medida, pero valoro y respeto la libertad. Tengo
la profunda convicción de que cada quien tiene el derecho de hacer con su vida
lo que le dé la gana, pero no con la vida de los demás. Ese es el límite.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué
habría hecho? Morir. No concibo la vida sin crear. He decidido ser escritora, pero
he pasado por varios oficios y cargos que he disfrutado muchísimo y en los
cuales he puesto toda mi creatividad. Yo estudié derecho y me encantaba. Luego
Ciencia Política. Al final escribir es la faceta más creativa de mi profesión
como politóloga y mi oficio como empresaria enfocada en las mujeres. Yo
escribía papers sobre elecciones y
democracia en Colombia, sobre paramilitarismo y guerrilla. Para eso tenía que
entrevistar a guerrilleras, a personas que estuvieron secuestradas, a
políticos, a desplazados. O estudiaba temas de renovación urbana y tenía que
analizar el impacto en zonas de prostitución y hablar con mujeres con vidas
brutales. Y cuando lo hacía me daba cuenta de que los datos de mis estudios
nunca podrían reflejar la realidad con todos sus matices y riqueza. Me eran
mucho más interesantes las historias que oía, pero no había manera de
plasmarlas en esos ensayos académicos que se me antojaban pobres, superficiales
y sin fuerza. Así que yo las escribía para mí. Llenaba libretas, papeles,
cuadernos. Hasta que asumí que mi carrera y mi trabajo con mujeres solo puede
expresarse con toda su intensidad y complejidad a través de la literatura.
Además, me permite coger a mi lector a traición, desprevenido, con ánimo de
entretenerse y no de deliberar. Y ese es el caldo de cultivo perfecto si
quieres sembrar algún mensaje o hacer que la gente piense. En conclusión, la
creatividad no es patrimonio exclusivo de los escritores o los artistas. Cuanto
más creativa sea una persona mejor se desempeñará en cualquier oficio. Se le
ocurrirán mejores estrategias de ventas, modelos de negocio innovadores. Se
puede ser creativo para escribir un alegato, para crear una empresa. Para
diseñar una casa o un vestido, ni se diga. Para armar una cesta de frutas, para
planchar camisas y hasta para hacer una conexión eléctrica. Conozco casos.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico? Sí. Aunque no el
que la gente llama ejercicio físico. No voy a un gimnasio nunca, lo he
intentado y son la cosa más aburrida del universo. Tampoco corro 10 km, pasé
por ello con fatales resultados para mi autoestima y mis rodillas. Ni hago pilates,
aunque mi amiga Paola sea la mejor instructora del mundo. Pero nado mucho. Nado
a las islas pequeñas que hay cerca de mi casa, subo por los caminos de montaña
como las cabras, riego el jardín, limpio mis estanterías de libros muy
enérgicamente, y bailo como una diosa. Últimamente, practico los cinco ritos
tibetanos. Les estoy dando un voto de confianza a ver si es cierto que
estimulan todas las glándulas endocrinas y rejuvenecen. Lo sabré cuando deje de
estresarme porque las camisas no están en estricto orden cromático y pueda
desengancharme de la melatonina.
¿Sabe cocinar? Sí. Sé cocinar y cuando me pongo lo hago muy bien. Creo que en algo
tendrá que ver que me gusta mucho comer. La buena mesa y el vino me encantan.
No tienen por qué ser platos sofisticadísimos. Un pa amb oli me chifla. Además, tengo un paladar aventurero. Los
chapulines, el cocodrilo, las hormigas culonas, el cuitlacoche, el durian, las
mollejas, los chinchulines. Pero no me gusta cocinar. Me parece una pérdida de
tiempo. No sé por qué, pero siempre encuentro algo que hacer más interesante
que cortar tomates o mirar una sartén. Tengo que hacerlo en un momento especial
en el que esté inspirada. Prefiero ser la directora técnica. Mi marido dice que
el primer fin de semana después de casarnos quemé las ollas y armé un pequeño
incendio con la intención de que no me pidiera nunca más que hiciera la cena.
Santo remedio, me acusó de ser un desastre culinario y a partir de ahí él es
quién cocina. Y lo hace de maravilla. Ni en el celler de Can Roca se come como
en mi casa. Yo recibí la queja con complacencia. Al menos no me dijo que se me
había pasado el arroz.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos
sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría? Quizás el
personaje más inolvidable que he conocido fue mi abuela Elvira. Voy a plagiarme
y pegaré un pequeño trozo inédito de uno de mis relatos. Como es para los lectores del Reader’s
Digest, no serán demasiado quisquillosos al respecto. Mi abuela Elvira no solo vivía en otro continente y en otro hemisferio,
sino que también habitaba en el extremo opuesto del espectro político que mi
abuela Carmen. Y yo entretenía mis horas poniéndome sus tacones, pintándome con
sus pintalabios, “reburujando” todos sus cajones, garabateando mi firma en los
cheques de su chequera. Me ponía su abrigo, cogía su bolso y salía por la
puerta, sentenciando: —Adiós. Me voy al Senado. Y no, no era que mi abuela
fuese senadora. Pero como si lo fuese. Cuando ella llegaba a ese edificio
republicano sembrado de columnas dóricas que era la casa de los padres de la
patria, no había quien se le resistiera.
Desde el más humilde portero, hasta el presidente del Senado, la adoraban,
pasando por los secretarios de los despachos, las señoras de los “tintos”, las
telefonistas, los chóferes, los asesores y todo aquel que hubiera tenido la
fortuna de conocerla. Tenía ese don encantador de sentirse en casa en cualquier
casa, de deleitarse con cualquier comida, de valorar por igual una langosta que
una changua. Ella trataba de la misma manera a todo tipo de gente. Ricos,
pobres, anónimos, influyentes, poderosos, ilustres, ilustrados o analfabetas.
Para ella eran exactamente iguales. En realidad, iba al Senado solo para
socializar, intrigar por los pasillos, opinar barbaridades, tomar tinto con los
guardaespaldas, regalarles perfumes a las secretarias, olfatear el ambiente
político para luego chivarse a su primo el caudillo y divertirse a rabiar. A mi abuela Elvira, el poder político le
parecía de lo más natural del mundo y no le tenía ningún respeto. Pero, a su
modo irrepetible, espontáneo y divertido, todos los poderosos que la conocían
terminaban haciendo lo que ella les pedía. Por eso, fue una de las primeras
mujeres en tener cédula de ciudadanía y poder votar, por eso Rojas Pinilla la
llevaba a casi todos sus mítines, manifestaciones públicas y correrías. Por
eso, ella afirmaba estar presente la noche en que nació el M19. Por eso logró
que le expidieran un salvoconducto grabado en bronce, del tamaño de un carné y
sin fecha de caducidad, en el que se ordenaba “a todas las autoridades civiles,
militares y eclesiásticas de la República, a prestarle todos los recursos que
ella les requiriese, durante o fuera del ejercicio de sus funciones”.
Funciones, que, dicho sea de paso, nunca supimos cuáles eran. La verdad es que ese carné surrealista y
absolutamente arbitrario nunca le fue necesario. Allí donde ella llegara, se
hacía lo que ella quería sin que pronunciara una sola palabra imperativa, una
orden o un deseo. Aunque ella lo llevara a todas partes e intentara sacarlo de
su bolso, nunca le dieron la oportunidad de hacerlo. Lo único que ella tenía
que hacer para conseguir lo que quería era hacer alarde de su encanto, mirar
entre las chispas de sus ojos negros, contar alguna historia rocambolesca o
hacer reír a carcajadas con alguna de sus brillantes ocurrencias. Pero, en realidad, su poder más importante,
su verdadero superpoder, radicaba en hacer sentir a cada persona que se cruzaba
en su camino, que era la persona más maravillosa del mundo, la más interesante
y la más merecedora de su atención y aprecio. Lo importante aquí es que ella no
fingía. Tenía ese precioso don de ver a través de la materia el alma de la
gente, y cuando la veía, de verdad veía la bondad, la inteligencia, la
valentía, la fuerza, la curiosidad, el amor, la generosidad, la justicia, la
ecuanimidad, y todas las cosas buenas que cada uno tenía. Era capaz de ver esas
cosas en las personas, aunque ellas mismas no las vieran, y era su mirada y la
manera en que reflejaba esa visión en su trato, en su sonrisa, en sus palabras,
lo que la hacía irresistible y absolutamente poderosa.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza? Amor.
¿Y la más peligrosa? Solidaridad.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien? No. Nunca se me
ha pasado por la cabeza. Al menos no conscientemente. Pero a veces tengo
pesadillas con eso. Mato a alguien y no sé dónde esconderlo. Alguna explicación
psicológica debe tener, que no quiero averiguar.
¿Cuáles son sus tendencias políticas? No extiendo
cheques en blanco a nadie, y menos en materia política. Desde hace un par de
años dejé de tener alguna tendencia. Cuando comprendí, al fin, que no son más
que un argumento para vengar nuestras heridas más íntimas y profundas o excusar
nuestra intolerancia o soberbia. Una justificación Prêt-à-porter creada por otros, para manipularnos en pos de sus
propios fines. Yo empecé, como muchos chicos de mi edad en América Latina, por
algo aparentemente inofensivo: tocando la guitarra, bebiendo canelazo y
cantando Pablo Milanés y Silvio Rodríguez. De ahí pasé a las marchas por la
liberación de Palestina, al conservadurismo, al antiimperialismo, al
liberalismo, al globalismo, al conspiracionismo, al escepticismo. He recorrido
el espectro político como a las teclas de un piano, de izquierda a derecha y
derecha a izquierda y vuelta a empezar. Me he llevado enormes decepciones
cuando he visto la falta de integridad, cuando he detectado que el discurso va
en una dirección y la acción política en otra, entonces doy un paso más a
izquierda o a derecha. En los últimos tiempos Vox me quedó a la izquierda.
Irónicamente, cuando me di cuenta de eso tenía a Pablo Iglesias a mi derecha y
comprendí que la política no es una línea recta o un espectro, sino un círculo
en el que los extremos se tocan. No solo eso, más que un círculo, es un gran
globo en el que el eje cambió y sus polos ya no están en la izquierda y la
derecha, sino arriba y abajo, en el totalitarismo —de izquierdas, de derechas,
de centro, conservador y hasta liberal— y la libertad. Sin embargo, en últimas, no dejan de ser
discursos, puestas en escena muy vacías, que calzan mejor o peor a nuestros
intereses personales o explican mejor nuestros miedos y heridas. Por eso soy
más de fiarme de los hombres que de las banderas. Me fío más de Uribe que de la
derecha, más de Anguita o de Robledo que de la izquierda. Por igual de Aznar
que de Pedro Sánchez. Es decir, nada. Además, soy bastante escéptica sobre la
democracia. Es lo mejor que tenemos, pero casi tan mala como la dictadura. Las
que más se autocacarean democracias son los totalitarismos encubiertos más
peligrosos, con la agravante de que no sabemos quién está detrás. Al menos en
las dictaduras podemos identificar claramente al dictador, organizar la defensa
y escoger las armas. He estado tentada a escribir un manual de best practices de defensa en regímenes
totalitarios, incluidos los encubiertos. Aunque sea a modo de ejercicio. Una democracia no solo se mide en sí hay
elecciones, sino por la calidad de sus instituciones, la protección real de
libertades, la participación de la ciudadanía con independencia total de los
grupos de poder económico y la igualdad de oportunidades para todos. No solo
para los que se quejan. En fin, no me quiero extender porque ya veo que voy por
la página once… Horror. Es lo que tiene pedirle a alguien a quien le encanta
escribir que escriba sobre un tema que le apasiona en una entrevista capotiana,
que es algo así como una patente de corso para decir lo que se quiere y nadie
te volverá a preguntar jamás.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser? No desearía ser
una cosa por nada del mundo, y aún menos otra cosa. Tampoco me gustaría ser
otra persona. Si pudiera hacerlo, me negaría rotundamente a comerme esa manzana
envenenada. No me molestaría ser yo viviendo otras vidas, pero me gusta ser
quien soy, y hasta me gusta la vida que he vivido, las experiencias que he
tenido, la gente que ha atravesado mi existencia. Me gusta haber tenido un
padre alcohólico porque me enseñó a amar a las personas sin amar necesariamente
lo que hacen. Me gusta haberme casado con mi primer marido y me gusta haberme
divorciado. Me gusta mi marido actual.
Me gustan mis heridas y la gente que las ha causado porque me han hecho
más fuerte, más auténtica, más valiente. Me gusta haber empezado cuatro
carreras y haber terminado solo una, porque me enseñó que el tiempo es
demasiado valioso para invertirlo en lo que no nos apasiona. Me gusta haber
nacido en una familia multicultural y disfuncional, y haber vivido en varios
países, porque me ha regalado la capacidad de ver el mundo con lentes
diferentes. Me gusta haberme equivocado porque me ha hecho más humilde, más
empática, más sensible. Me gusta haber
tenido éxito pero me gusta aún más haber fracasado en múltiples proyectos
porque me ha enseñado que la vida no se acaba por eso. Escribir me ha dado un
nuevo impulso. He descubierto que puedo inventar vidas, jugar a ser Dios.
Mezclar la historia que me contó alguien y una noticia que leí y los ojos de mi
prima y una anécdota de la infancia de mi marido. Hala, ese tipo de cocina si
me gusta. Hacer guiños secretos o tomar pequeñas venganzas de ciertos
personajes que se han cruzado en mi camino. En fin, en este momento de mi vida
no me gustaría ser nadie diferente a quién soy. Digo “en este momento”, porque
si me hubiesen preguntado eso hace diez años, quizás hubiese dicho que una
empresaria multimillonaria; hace veinte, directora de ACNUR; hace treinta,
modelo de Versace; hace cuarenta, la Barbie veterinaria; hace cincuenta,
Petete. Y en diez, la mujer de Jeff Bezos hace veinte.
¿Cuáles son sus vicios principales? Creo que no tengo ningún vicio. Defectos,
muchos, pero vicios no. Ya me gustaría. Cuando tienes un vicio pierdes la
voluntad y haces ese “lo que sea” en automático. No vale de nada resistirse.
Ser esclavo de un vicio puede ser muy práctico. Me gustaría tener el vicio de
madrugar, el de hacer ejercicio, el de leer, al menos que el de escribir fuera
mi vicio. Pero no. Ni eso. Soy muy buena resistiéndome a los vicios. Debe ser
que tengo el lóbulo frontal, —sí, creo que era ese—, muy bien
desarrollado. Antes tenía el vicio de
discutir, ahora he aprendido a controlar mi adicción a ese placer y lo reservo
para practicarlo solo con mis amigos más listos.
¿Y sus virtudes? La empatía, la pasión, el entusiasmo, la imaginación, la fuerza de
voluntad, el optimismo.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema
clásico, le pasarían por la cabeza? Estoy en el jardín trasero de la casa de mis
abuelos en Bogotá. Es un jardín pequeño que a mí me parece enorme. Aprieto
entre mis dedos algo redondo y verde. Parece un cojín pequeñito, pero es una
planta. Me encanta sentir su textura blanda. La aprieto y sale agua. El agua
sigue entrando en mi boca… Me gusta casi tanto como la sensación del viento en
mi cara cuando estoy en mi columpio azul. Es un columpio metálico que me
regalaron cuando cumplí un año. Mi tía trajo una tarta con un carrusel de
animalitos de pastillaje. Ositos, pollitos, gatitos. Me enfado porque se comen
los animalitos. De repente estoy en la cocina de mis abuelos. Una gallina que
me pica, lloro. Veo algo pequeño y muy rojo sobre una mesa. Parece un caramelo.
Me empino para poder cogerlo y me lo llevo a la boca, lo muerdo. Lloro. Pica.
Pica muchísimo. Lloro mucho. Luego tengo cuatro años. Estoy en el cuarto de
costura de mis vecinos y pido que me hagan unas alas para volar. Insisto. Las
quiero de cartulina, pero con plumas de verdad, para vengarme de las gallinas.
Espero que llegue mi padre del trabajo para enseñarle mis alas. Otro día
también lo espero para darle el frasco de gasolina que preparé para su coche.
Él se ríe. Es muy guapo. También se ríe cuando le digo que no quiero aprender a
montar en bicicleta. Me dice que la vida es de los valientes. Yo no soy
valiente, el otro día me caí de un pino en el colegio y la gente se rio de mí.
Ahora estoy en el colegio pintando una acuarela con la hermana Adela, pero
tengo fiebre. Me sumerjo en la acuarela, la pintura entra en mi garganta y no
puedo respirar… Por la tarde pasa mi abuela para llevarme a una manifestación
política. Yo estoy en la tarima con mi abuela y una señora antipática con una
nariz muy grande que se llama María Eugenia. Abajo hay mucha gente que grita,
parecen felices. Yo sigo con fiebre. La fiebre se parece a la boa que
encontraron en la finca y me asfixia.
Ahora sueño. Sueño que estoy en esa finca del llano. La piscina está
llena de culebras. Mi tía Clemencia no deja que me ahogue. Me tiene en brazos
en lo alto de las columnas de la compuerta del represamiento del río… No sé si
mi mamá es ella o si mi madre es mi mamá. Creo que mi mamá son las dos. Mi
madre y mi tía. Las dos me quieren. Mi madre llegó de viaje y me trajo una
chupeta con cara de niña y un gorro. Todo de pastillaje como el que se comieron
los niños en mi cumpleaños. Esta vez escondo la chupeta y mi chupete. Los
escondo tan bien que no los vuelvo a encontrar.
Mi papá me compra otro chupete, pero yo solo quiero el mío porque es
pegajoso. Cuando mi papá se enfada me asusta porque casi nunca se enfada. Hoy
se enfadó porque pedí un filet mignon
y luego no me lo quise comer. Salió del restaurante a la calle y entró con un gamín. Lo sentó a mi lado y le dio mi
comida. Dijo que quería que yo
aprendiera lo que significaba tener hambre. Ahora ya lo sé. Tengo siete años.
Salgo de mi casa rumbo al colegio y hay un niño en la calle. Es un niño pobre.
Sigo caminando, pero me devuelvo. Ya sé qué es tener hambre y le doy el
chocolate que llevo para mi merienda. También mis cheetos y mi manzana.
Nadie lo sabe, no se lo digo a nadie, no me importa que nadie sepa. Se siente
muy bien. Tan bien como cuando me siento con mi amigo Rafa a leer cuentos en el
enorme sillón naranja cogidos de la mano. El libro se llama Norte contra sur
y cuenta la historia de una guerra en Estados Unidos. Me encanta leer porque
viene Rafa y se sienta conmigo y me coge de la mano. Me gusta leer y me gusta
que me cojan de la mano. Después de Rafa, Jürgen, luego Jorge, luego Eric,
luego Alejandro. Es divertido y muy inteligente. Hace mucho frío en la
madrugada bogotana y yo estoy con él, bailando Mikel Erentxun, en el despacho
de arquitectura de Jaques Mosseri. Me caso con Alejandro. Estoy sentada con mi hijo en el borde de una
piscina. Es un bebé regordete que me mira con los ojos más azules, grandes y
brillantes que he visto. El sonido de su risa me llena de ternura. Mi corazón
se expande hacia el infinito. Al mismo infinito lleno de estrellas que
contemplo cuando me siento con su padre en las enormes rocas del jardín de
nuestra casa. Es una de las últimas imágenes felices en aquella casa
modernista. Luego ya bailo con Eduardo, sobre una mesa. Y otra vez el amor, y
otra vez el infinito. Ahora es mi hija quien me mira desde su cuna con sus
bellos ojos marrones llenos de ese amor que me impide respirar. Ya no me queda
oxígeno. Estoy flotando en el agua de Cala San Vicente con los ojos cerrados
mirando hacia el infinito dentro de mi. Empiezo a hundirme en las aguas azules
llenas de luz. Luminosas como el azul infinito de los ojos de mi hijo Santiago,
tan infinito como el amor en los ojos de mi hija Aina. Del fondo del océano
aparece mi padre. Estoy rodeada de azul, de agua, de infinito, de amor, que son
lo mismo.
T. M.