jueves, 18 de septiembre de 2025

La fiesta de las mil y una noches que abrió el Canal de Suez

Hace unos años se publicaba entre nosotros el libro «Egipto, sueño de dioses», en que se juntaban dos textos de dos autores muy diferentes pero con un nexo común. Uno de ellos era el francés Gérard de Nerval, quien, en los años cuarenta del siglo XIX, entre diversos internamientos psiquiátricos, había emprendido un trayecto a Oriente que le había llevado a publicar unas crónicas que cobrarían forma de libro, “Viaje a Oriente” (1851), resultado de sus pasos por Alejandría, El Cairo (donde vivió seis meses en 1843), Beirut, Constantinopla, Malta y Nápoles. En aquellas páginas, Nerval quedaba fascinado por el velo de las mujeres –“Dejadme ver vuestro rostro a cambio de esta seda con flores de oro, y habré sido pagado con creces”, decía en una ocasión”– y por la importancia del matrimonio.

Esto daba unidad argumental al libro, pues la presencia del papel de la mujer en esa sociedad musulmana que la aparta de todo, también era motivo de reflexión para la otra autora, la inglesa Amelia Edwards, que en 1873 recorrió Egipto y participó en excavaciones, hasta el punto de descubrir un nuevo templo que acabó llevando su nombre. Publicó “Mil millas Nilo arriba” en 1877, en que se respira el ambiente de las callejuelas populosas, más de cincuenta barrios habitados por coptos, turcos, judíos y franceses. En que las mujeres son vendidas en un “mercado de esclavas” o son usadas como bailarinas o en harenes, en que se vive con apenas nada. Pero, por supuesto, también aparecía el gran Cairo de las pirámides –almorzaba Nerval, como todos los turistas, junto a la de Keops–, los bazares o la peregrinación a La Meca. Puro exotismo con ya ciento cincuenta años de antigüedad que aún está vigente a nuestros ojos.

De tal cosa da cuenta la actualidad editorial de continuo, en especial en relación con los tiempos decimonónicos. Por ejemplo, Fernando Peña dedicó un estudio a «Flaubert y el viaje a Oriente. La fuente de todos los sueños», donde se pudo seguir cómo, entre octubre de 1849 y junio de 1851, el narrador galo realizó un gran viaje que le llevó a Egipto, incluyendo una travesía por el Nilo, Tierra Santa, Constantinopla, Grecia e Italia. Ahí teníamos a un Flaubert rozando la treintena que cumplía el sueño de la infancia de pisar las tierras de las pirámides y los desiertos.

Desde Reus y León

También es reciente un libro que cuenta cómo fue el descubrimiento de la famosa piedra de Rosetta y la lucha de dos países rivales para conservarla y descifrar su inscripción por medio de Thomas Young y Jean-François Champollion, “La escritura de los dioses. Descifrando la piedra de Rosetta”. En él, Edward Dolnick muestra los entresijos que condujeron al hallazgo en el Delta del Nilo de esa losa de granito que, para los investigadores, era la puerta para desentrañar una lengua perdida. Inicialmente, la famosa piedra fue descubierta en 1799 por soldados franceses durante la campaña militar de Napoleón en Egipto, cerca del pueblo de Rosetta (actual Rashid), en el delta del Nilo. Una fecha esa limítrofe por lo que respecta al interés por Egipto, que se va a multiplicar, en efecto, a lo largo del siglo XIX, como ahora se puede constatar con más novedades que nos llevan a esa zona del mundo perpetuamente misteriosa.

Uno de ellos es «A través de Egipto» (Ediciones del Viento), de Eduardo Toda y Güell, natural de Reus, en 1855, filólogo, historiador de arte y licenciado en derecho. Un hombre de este cuya vida no tiene desperdicio, pues en 1873 viajó a Asia, donde ocupó diversos cargos: en China, como vicecónsul en la colonia portuguesa de Macao, y más tarde estuvo destinado en Hong Kong, Cantón y Shanghái, hasta que a su vuelta a España fue nombrado cónsul en El Cairo en 1884. Allí vivió dos años y se aficionó a la egiptología, hasta el punto de que se le considera el primer egiptólogo español. Políglota y curioso, en este libro cuenta sus diferentes visitas tanto a yacimientos arqueológicos como templos y monumentos; incluso Toda y Güell llegó a colaborar en el descubrimiento de la tumba de Sennedjem, en la necrópolis de Deir-el-Medina.

Los nombres de los lugares que visitó este diplomático nos evocan esa aura exótica que desprende la región: Abydos, Déndera, Tebas, Asuán, Philoe, Gizeh. Pero, como todo buen libro de viajes, también es un texto de tinte histórico y documental; no en vano, en «A través de Egipto» se asoman las campañas militares británicas o la apertura del Canal de Suez. Y justamente a esto mismo se dedicó otro autor desconocido para nosotros actualmente, el leonés Lázaro Bardón (1817-1897). Pues bien, aquí tenemos su «Viaje a Egipto con motivo de la apertura del canal de Suez y excursión al mediodía de Italia», resultado de una invitación, en 1869, por parte de Salustiano de Olózaga, embajador en París, para que acudiera a las fiestas inaugurales del famoso canal como parte de la comisión oficial que había de representar a España.

Un viaje aterrador

El libro lleva un estudio preliminar de María José Barrios Castro, que cuenta cómo encontró su trabajo alrededor de la figura de Bardón, en especia su obra «Lectiones Graecae», la llevó a este diario del Canal de Suez. Es tal esa imaginería colectiva que tenemos de Egipto, ese grado de exotismo y aventura, como decíamos líneas atrás, que esta estudiosa no fue una excepción a semejante atractivo: «El tiempo dedicado a esta labor me ha devuelto a mis años de infancia, en los que sentí esa atracción, ahora lo sé, llena de tópicos orientalistas, hacia el “exótico” mundo egipcio, y a mis años universitarios, cuando decidí estudiar el egipcio medio jeroglífico». Barrios Castro, así, aporta una semblanza del autor, explica lo que acabó siendo el hito histórico de la inauguración del canal de Suez con su repercusión en la egiptomanía y, finalmente, y el propio viaje de Bardón.

Este erudito, también formado en teología y que fue socio titular fundador de la Sociedad Antropológica Española, primero viajó para ocuparse de la embajada de España en París; luego, se trasladó a Marsella, desde donde zarpó rumbo a Egipto. De hecho, como dice la editora, ya se respiraba desde mucho atrás la «egiptomanía», que tuvo un punto de inflexión cuando el conde de Volney publicó en 1787 su «Voyage en Égypte et en Syria», y que tuvo su clímax cuando Howard Carter descubrió la tumba de Tutankamón en 1922. En fin, el texto de Bardón son unas ciento cincuenta páginas que se leen con amenidad, dados el ingenio y los conocimientos de cultura clásica que aparecen en paralelo a las observaciones en pleno trayecto. De este modo, lo que se encontrará en Egipto se hace tan interesante como el propio camino en sí, pleno de vivacidad, como cuando habla del «ímpetu irresistible de los vientos» al ir navegando hacia su destino, un choque de olas y un ruido aterrador que hasta le hace, casi, arrepentirse de encarar semejante andadura: «¡Cuántos señores invitados del virrey hubieran preferido en este trance ser sacristanes de monjas en su pueblo, al alto honor de ir comidos y bebidos, llevados y traídos, a presenciar las fiestas verdaderamente orientales del canal de Suez!».

Publicado en La Razón, 2-VIII-2025