En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Fernando del Val.
Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder
salir jamás de él, ¿cuál elegiría? Cualquier sitio cómodo, o sea, con libros. Si
hablamos de ciudades, prefiero la mía, Valladolid, pero viviría en cualquiera un
año o dos. Me amoldo fácilmente si el destino es transitorio.
¿Prefiere los animales a la gente? Qué
delicadas, aquellas fotos de Hitler acariciando cervatillos. En serio: que haya
más perros que niños es un síntoma, otro, de decadencia. Cada vez que un perro
ladra en la ciudad le sale una arruga a la Vieja Europa.
¿Es usted cruel? Sólo con quien me lo
pide al oído.
¿Tiene muchos amigos? Tengo buena suerte,
también en eso. Aunque, como sucede con los lectores, es más importante tener
buenos que muchos.
¿Qué cualidades busca en sus amigos? La respiración
consciente. Y que no sean quejicas.
¿Suelen decepcionarle sus amigos? La cultura del
esfuerzo no está de moda. El progreso y la comodidad nos desactivan. En todo
caso, no son las personas, sino lo que el paso del tiempo hace con ellas, lo
que me puede decepcionar. Y, ya puestos, sólo aspiro a no ser yo quien lo haga.
¿Es usted una persona sincera? ¿Al
escribir?
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre? Perdiéndolo.
¿Qué le da más miedo? Convertirme
en un muerto viviente: ¡hay tantos!
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le
escandalice? La vulgaridad.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una
vida creativa, ¿qué habría hecho? ¿Se decide tal cosa? Puede ser. No sé. Tendría
que nacer otra vez —y que me fuera abolida tal pulsión— para saberlo. Es tarde
para saberlo y casi hasta para imaginarlo.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico? A mi pesar,
pero alegaré que el justo. Quizá para estar en buenas condiciones y seguir
leyendo y viendo películas y visitando exposiciones y tomando cafés. Al margen,
sé distinguir entre el ejercicio comedido y el deporte, que tantas veces hace
perder la dignidad... ¡y la salud!
¿Sabe cocinar? Gimferrer ni un huevo. Le honra. Yo
aspiro a hacerlo -a cocinar, no a freír un huevo- cuando mi casa se convierta
en un hogar. Mientras, me quita tiempo.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un
personaje inolvidable», ¿a quién elegiría? Ni idea. Uno con zonas
de sombra, cuyas acciones o deseos estuvieran conectados con el pozo negro que
somos. Solo la oscuridad aporta luz a la hora de entender la Especie.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de
esperanza? Libertad.
¿Y la más peligrosa? Protección.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien? ¡Nunca he tenido
deseos tan elevados!… ni los tendré: “Límite es medida” -Chillida-.
¿Cuáles son sus tendencias políticas? Las tendencias
responden a las modas. Mi aspiración es caminar por la cuerda floja del presente
sabiendo que debajo tengo la red de la tradición. No pierdo de vista que la
creación tiene que ver con el momento -o con los primeros metros de cuerda del
futuro-, pero la cultura es conservadora. Hay que intentar tocar el cielo con
las manos, sin despegar del suelo los pies.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser? Guitarrista
de un grupo de rock girando por Estados Unidos.
¿Cuáles son sus vicios principales? Responder a la
pereza con pereza, recordando que menos por menos es más.
¿Y sus virtudes? Las virtudes tienen
que ver con los defectos. Depende de la intensidad y del color del cristal.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del
esquema clásico, le pasarían por la cabeza? Intentaría hacer una
película de montaje, como de Patino o Won Kar Wai. Probablemente conduciría la cámara
a mi pareja o a algún ser querido.
T. M.