jueves, 17 de mayo de 2012

Frankenstein vuelve a la vida


Percy Bysshe Shelley, en una reseña de 1817 de la novela que su mujer escribió con alrededor de veinte años y que disfrutó de un gran éxito mediante sus adaptaciones teatrales, «Frankenstein o el moderno Prometeo», apuntó algo que podríamos extender a esta obra de Peter Ackroyd: «El interés aumenta gradualmente y avanza hacia la conclusión con la velocidad acelerada de una peña que rueda montaña abajo». El gran biógrafo de la ciudad de Londres y de sus mejores escritores ya dio muestras de su refinado ingenio en la anterior de sus novelas editadas por Edhasa, «Los Lamb de Londres» (2007), sobre los hermanos Charles y Mary Lamb, autores de los «Cuentos basados en el teatro de Shakespeare» (1807), los cuales protagonizaban una tragicomedia llena de una erudición deleitosa en la que también se asomaban otros autores, como Thomas de Quincey y R. B. Sheridan.
Y es que ésta es la seña de identidad de Ackroyd: llevar la existencia de los grandes poetas británicos a novelas de entretenimiento donde suelen combinarse el recurso del manuscrito hallado y el rigor histórico para dar, como resultado, obras que son sencillamente deliciosas. «El diario de Víctor Frankenstein» –traducida por Gregorio Cantera– es un excelso ejemplo de tal cosa, un juego metaliterario en que se dan cita el frenesí londinense de calles, ríos, barrios y voces, los paisajes suizos donde creció el estudiante de filosofía natural Víctor Frankenstein y, en concreto, la Villa Diodati, la propiedad junto al lago Leman que alquiló Lord Byron en el verano de 1816 y en la que nacería aquella célebre propuesta: «En noches lúgubres como ésta –dirá el poeta en la novela (pág. 381)–, hemos de ser capaces de contar nuestros propios relatos, buscar una forma de entretenernos, ya sea sirviéndonos de hechos verídicos o de fantasías inventadas». De ello nacería un pequeño relato inconcluso de Byron, el exitosísimo cuento «El vampiro» del doctor personal del vate, William Polidori, y, por supuesto, «Frankenstein» de Mary Wollstonecraft, recién casada con Shelley sin la aprobación paterna.
El propio Ackroyd toma el testigo de concebir algo verídico e inventado para construir una trama perfectamente urdida en la que recrea el deseo de Frankenstein, desde que llega a Oxford y conoce a un Shelley propagador de ideas ateístas del que se hace íntimo amigo, por «dotar de vida a la materia muerta o inerte» (pág. 19). En aquella casa suiza, cuenta Mary Shelley en el prólogo a la edición de 1831 de su novela, se habló de Darwin, del galvanismo, de que «quizá un cadáver podría ser reanimado». Pues, como afirma repetidamente Frankenstein en la obra de Ackroyd, toda la naturaleza es pura electricidad: «El fluido eléctrico, en cantidades ilimitadas, permanece latente en la tierra, en el agua y en el aire. Está presente en los rayos de las tormentas de verano, incluso en las gotas de lluvia» (pág. 143). Así, con sus experimentos, teniendo presente la frase que oye en una conferencia en boca de Coleridge: «Gracias a la imaginación, podemos cambiar el curso de las cosas», el científico lleva a cabo su obsesión por descubrir el secreto de la vida, que en su caso es desvelar la forma de resucitar a los muertos.  
El misterio de la creación que domina las pasiones del Frankenstein original tiene en el de Ackroyd un complemento sensacional, pues vemos el proceso completo del personaje en pos de su objetivo: pruebas con innovadores aparatos tecnológicos, búsqueda de los cadáveres adecuados mediante los llamados «resurreccionistas», una panda de maleantes que proporcionaban muertos a los hospitales para las clases de anatomía, y al cabo su relación con la criatura que ha ideado y que convertirá su sueño científico en la peor de las pesadillas. Pues la muerte llena todo: muertes de personajes que fueron reales en su momento, como la primera esposa de Shelley, Harriet Westbrook, y que Ackroyd utiliza hábilmente para sus propósitos narrativos. Su dominio sobre el Londres de la época y las vidas de todos los escritores citados es tan apabullante que aquel familiarizado con los acontecimientos que se literaturizan   –la trágica existencia de la pareja Shelley, el extraño vínculo entre el arrogante Byron y su médico– hallará un placer inusitado en estas páginas; pura felicidad lectora. Más si cabe cuando se compare el texto de Mary Shelley, el soliloquio de Frankenstein, con el de Ackroyd, también en primera persona pero en forma novelesca, hasta que al final entendamos que ha sido, más bien, el diario de un hombre que se dejó cegar por el poder de los fluidos eléctricos y enfermó su alma para siempre.
Publicado en La Razón, 17-V-2012