viernes, 6 de julio de 2012

Cincuentenario de la muerte de Faulkner



Sus inicios fueron poéticos, pero iba a ser su narrativa la que iba a revolucionar la literatura universal, influyendo en un sinfín de escritores que vieron en él a uno de esos creadores clave del primer tercio de siglo XX con los que entender la ficción moderna, como Proust, Kafka y Joyce. Se trata de William Faulkner (New Albany, 1897- Oxford, Mississippi, 1962), que trasladó su mistificación del Sur a novelas transgresoras, estéticamente hablando, tras ese primer impulso lírico que le llevó a escribir poemas en los tiempos de la Gran Guerra en paralelo a sus primeros cuentos y su corta experiencia en el ejército americano.

Esa tendencia por considerarse un poeta se aprecia en las “Cartas escogidas” que acaba de publicar la editorial Alfaguara; todo un recorrido biográfico desde que, a comienzos de los años veinte, hace un viaje a Europa y queda deslumbrado por París, hasta casi el día de su muerte, sobrevenida por un paro cardíaco, a los sesenta y cuatro años de edad. Una trayectoria vital no especialmente extensa pero que resultó muy productiva: la obra de Faulkner es inmensa; está constituida por veinte novelas, más de cien relatos, seis poemarios y varias adaptaciones teatrales. Detrás de todo ello, se detecta una autoexigencia extraordinaria, en busca de combinar formas clásicas y técnicas experimentales, junto, todo hay que decirlo, con escritos de calidad más dudosa que, según él mismo reconoce en el epistolario citado, redactó lisa y llanamente para vender a revistas.

Y es que el dinero es el centro capital del día a día del autor de «El ruido y la furia», «Sartoris», «Luz de agosto», «Mientras agonizo», «Santuario», «¡Absalón, Absalón!», «Intruso en el polvo»…, de tantas obras que impactaron por doquier, en especial en América Latina: es conocida la admiración que profesa el último Nobel en español, Mario Vargas Llosa, a aquel que recibió el mismo premio en 1950, o la que le dirigió el recién difunto Carlos Fuentes; pero es que mucho antes empezó esa atracción en tierras hispanoamericanas: Jorge Luis Borges tradujo “Las palmeras salvajes” y Juan Carlos Onetti dijo: «Yo he leído páginas de Faulkner que me han dado la sensación de que es inútil seguir escribiendo. ¿Para qué corno? Si él ya hizo todo. Es tan magnífico, tan perfecto…». Por su parte, Gabriel García Márquez explicó cómo intentó desmontar los libros de Faulkner para averiguar cómo estaban escritos. Y a fe que lo consiguió, porque se convertiría en su influencia literaria más intensa.

Escritores como Javier Marías, en nuestro país, y J. M. Coetzee, en el ámbito anglosajón, han alabado infinitamente el legado de Faulkner, que pasó sin pena ni gloria por la Universidad, debutó como narrador en 1926 con «La paga de los soldados», se hizo aviador, se casó en 1929 con una mujer con la que sería muy infeliz, trabajó en Hollywood para la MGM atraído por sus elevados sueldos, y escribió sin descanso, sin importarle que al comienzo rechazaran sus manuscritos. Escribió “por” instinto, vocación y oficio, pero “para” conseguir dinero con el que financiar la vida de siete personas que dependían de él (su mujer, su hija y dos hijastros, su madre, y la viuda y el hijo de un hermano). De ahí que la correspondencia esté plagada de solicitudes de adelantos económicos a su agente, intentos de ofrecer relatos a distintas publicaciones y afirmaciones del tipo: “Estoy sin blanca”. Incluso, en 1940, se ve obligado a hipotecar sus yeguas y potros “para pagar la comida”.

Faulkner es la exuberancia literaria personificada, pero en lo personal no pudo mostrarse con más sencillez; a veces hasta puso como excusa el cuidado de su finca para rechazar invitaciones a actos culturales en Nueva York. Cuando recibió el Nobel, dijo a la prensa que era sólo un granjero que escribía, y gracias a estas cartas se ve cómo le costó preservar su intimidad (muy celoso de su vida privada, se negaba a que le hicieran reportajes), hasta que en su última etapa cedió y hasta dio conferencias en universidades. Sólo un granjero, en efecto, pero uno que inventó su propio condado sureño, Yoknapatawpha, donde expresó su visión desoladora de la condición humana, poliédrica y ambigua, siempre trágica. Su objetivo con este espacio fabuloso y legendario lo concretó en una misiva a un profesor universitario en 1941, toda una declaración de intenciones que llevó como nadie al arte narrativo: “He escrito siempre sobre el honor, la verdad, la piedad, la consideración, la capacidad de sobrellevar bien el dolor y la desgracia y la injusticia”.


Publicado en La Razón, 6-VII-2012