martes, 2 de octubre de 2012

Un viejo cuento de juventud


SABBATUM

Te habrás despertado casi de forma intuitiva, habrás subido la persiana y el sol te habrá cegado un instante. Después, habrás andado al lavabo y saldrás un poco más tarde aún con la toalla secándote la cara. Te habrás puesto, como cada sábado, la misma camisa, los mismos pantalones, la misma cara programada para los sábados. Habrás cogido el carro de la compra y, ya al borde de la puerta de casa, te habrás parado delante del espejo ovoide que cuelga de la pared para confirmar el aspecto que pensabas que tenías mientras te estabas vistiendo y lavando. Asentirás por dentro. Estarás muy quieto, en el interior del ascensor, con tu mano derecha apoyada en el mango del carro y con la otra esperando en tu cintura a que el corto descenso finalice, y antes de abrir la puerta y escuchar el ruido de parada que tú ya conoces (hay ruidos mecánicos que nos son familiares o diarios: la sartén friendo, los muelles de la cama, el silbido al apagar el televisor, el susurro de algún armario al cerrarse o abrirse, el sonido del ascensor...) tendrás proyectada toda la jornada en tu vulgar imaginación. Luego irás caminando por la calle sin prisa, quizá hayas dado los buenos días a alguna vecina aunque a esas horas no ves a demasiada gente (esa es otra de las cosas que te recuerdan que estamos a sábado por la mañana y que estás bajando por la calle con el carro camino del mercado sabiendo tu aspecto). Antes de entrar habrás visto vendedoras ambulantes y paradas de fruta en la acera, alguien te habrá ayudado a abrir una de las puertas viendo que uno de tus brazos está ocupado, gracias, y habrás subido unos pocos escalones sin esfuerzo. Ya te habrá entrado todo el escándalo de un mercado: gente como tú, acompañados de un carro como si fuera un animal doméstico que hay que pasear, las voces de los vendedores, fuertes y enérgicas, el olor a veces a pescado fresco o a queso, o a tabaco y café si pasas al lado del bar donde también se grita, y sobre todo mujeres de todas las edades pero especialmente mayores, con los brazos cruzados sobre el bolso esperando su turno, y también algunos pocos hombres (si van con su mujer, ellos arrastrarán el carro, si no, también). Habrás caminado por el centro de los pasillos de ese pequeño pueblo que es un mercado (se te acaba de ocurrir la comparación y te sonríes aprobando tu ocurrencia rápida aunque inútil, ya que nadie te ha leído el pensamiento) y a veces te acercarás un poco más a los puestos y verás de cerca la comida y alguna de las mujeres que, con el bolso aplastado en el pecho, quizá mayor y quizá junto a un hombre apagado y silencioso que se apoya en el carro como un vigilante holgazán, te dirá yo soy la última joven y qué calor esta mañana y ya le decía a mi marido que hoy al levantarme un dolor en la rodilla terrible y que mi hija hoy vendrá a comer sabe y claro como Julián pobre qué fiebre oiga y qué buena pinta tienen esos melocotones ¿no cree? Y habrás mirado al marido, y él te habrá puesto una cara que comprendes perfectamente porque tú también pondrías esa cara si te apoyaras en un carro junto a la esposa que habla sola con un recién llegado un sábado por la mañana, y tú ensayarás un par de sonrisas y habrás tratado de ser educado, pero al fin habrás pedido tu lechuga y tus pimientos rojos, habrás pagado ya con la calma de la ausencia (la ausencia nos da la calma porque no experimentamos la tensión de un ser próximo) y habrás continuado tu itinerario habitual hasta detenerte en la charcutería: la primera cosa en la que has pensado justo al despertarte ya sabiendo que era sábado y la ropa que iba a meterse en tu cuerpo después de soportar cinco días enseñando latín en el instituto; y con gran fingimiento te habrás entretenido en caminar lentamente para echar un vistazo a la ternera y a las salchichas, poniendo la cara interesante de los sábados y rectificando la posición de las gafas al acercarte a la mercancía, y apoyándote ágilmente en el mango de tu carro y diciendo de forma seductora sí señora el último soy yo, y todo eso mientras tu mirada permanece pendiente (con extremo disimulo) a los movimientos de la dependienta de la que estás enamorado desde el día que la viste cortar un pollo con un hacha (de esas que tanto miedo te daban cuando eras un niño) y entonces la mujer descuidó su atención porque estaba hablando, un poco girada su cabeza, y entonces el filo del hacha impactó en su mano y no en el pollo y tú estabas muy cerca, enfrente, la sangre había irrumpido sobre tu cabeza, en tu boca entreabierta, pero tú te quedaste absorto ante aquella heroína charcutera que aguantaba su dolor como podía, y tú nunca olvidarás sus lágrimas cayendo por sus mejillas y suicidándose desde su cuello al escote del vestido, su aspecto desmayado y modernista. Cuando vuestras miradas se cruzaron en el aire, tú con el rostro rojo y ella envuelta en su sufrimiento sensual y mágico (eso pensaste), sacaste un pañuelo y te limpiaste, y cada sábado has estado volviendo por la mañana pero no te has atrevido nunca a hablar con ella de otra cosa que no fuera carne, y ahora habrás pensado en aquel día y te gustará adivinar la forma de sus pechos y el perfil de su cintura y la rigidez o blandeza de sus piernas, aunque por el momento sabes cómo son sus dedos (gruesos, rudos) y su piel seca con granos y su boca que esconde dientes asimétricos en labios lineales, y su nariz huesuda y su cabello teñido aún no sabes de qué color y esa duda enriquece tu admiración, y siempre la vas a ver más hermosa. Pero eres un cobarde, nunca te atreverás a enseñarle tus versos inspirados en ella, ni por supuesto a besarla y juntar vuestros respectivos bigotes. Sólo te atreves a recordarla horas más tarde, sentado en la mesa frente al pollo de los sábados, y cada uno de tus bocados, cada una de las veces en las que masticas el pollo te habrá parecido que saboreas su cuerpo, la comida será un placer, una forma de amar, un camino por donde el deseo se consuma. Y te consuelas pensando que regresarás dentro de una semana. Y yo ya sé por qué odias el pescado.