miércoles, 1 de mayo de 2013

Entrevista capotiana a Miguel Ángel Hernández


En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con especial astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de... Miguel Ángel Hernández.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
Supongo que podría vivir encerrado en mi casa. Y si la cosa se pone aún más fea, en mi despacho, rodeado de libros suficientes para esperar la llegada de la muerte.
¿Prefiere los animales a la gente?
De ningún modo. Vivo enamorado de la gente. Nada en el mundo me causa más sorpresa y admiración que las personas. Las buenas personas, claro está.
¿Es usted cruel?
Todo lo contrario. Demasiado cándido, si acaso.
¿Tiene muchos amigos?
Creo que sí. A veces pienso que más de la cuenta, sobre todo cuando advierto que no tengo el tiempo suficiente para cultivar la amistad como merece.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
La primera y fundamental: que sean buena gente. Este término es difícil de definir, pero sin embargo uno lo percibe enseguida; es eso que los antiguos llaman “bonhomía”. Y ya después, el sentido del humor, la responsabilidad y la inteligencia –emocional o de la otra–.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
Los de verdad, casi nunca. Pero también es cierto que las personas decepcionamos muchas veces. Quizá los conocidos nos decepcionan más que los amigos. Probablemente sabemos reconocer a un verdadero amigo cuando intuimos que con él no existe posibilidad de decepción.
¿Es usted una persona sincera? 
Más de lo que debiera. A veces, incluso, demasiado transparente.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
Leyendo. Es mi vicio y mi pasión. También la música. Improvisando al piano. Con un libro o con un instrumento musical en las manos el tiempo deja de existir.
¿Qué le da más miedo?
El dolor y la muerte de las personas que quiero. La enfermedad, sobre todo. Me aterra la amenaza de la enfermedad en los que amo.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
La maldad en todas sus variantes. La de la ignorancia y el embrutecimiento, pero especialmente la maldad calculada y premeditada. Me escandaliza que haya personas que disfruten causando dolor a otros. Eso me resta confianza en la raza humana.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Quizá lo que hago para ganarme la vida: ser profesor. Me gusta compartir conocimientos. También creo que habría podido ganarme la vida de dependiente en unos grandes almacenes, en alguna tienda de música o de libros, recomendando cosas a la gente.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Poco, la verdad. Las semanas que puedo, me escapo algún día al gimnasio, pero sé que no es suficiente. Practiqué esgrima hace un tiempo, y me fascinó. Me encantaría volver algún día a empuñar la espada. 
¿Sabe cocinar?
Lo justo para sobrevivir. Afortunadamente, puedo comer de todo. Aunque disfruto como pocos de la buena comida, no me importa repetir el mismo menú una y otra vez. Podría acostumbrarme rápidamente a cualquier cosa.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
Si fuera un personaje real, quizá me decantara por Marcel Duchamp, uno de los artistas más geniales e inteligentes del siglo XX. Si fuera de ficción, quizá me quedaría con Freenhofer, el pintor del famoso relato de Balzac “La obra maestra desconocida”. Su obsesión por el arte la hice mía durante un tiempo.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
Amor.
¿Y la más peligrosa?
Odio.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
No. Por fortuna.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Si el sentido común pudiera ser ideología, quizá sería lo único que me guiaría. He pasado por todos los lugares. Y siempre he acabado arrepintiéndome. Hablar de izquierdas y de derechas me pone enfermo; son términos cargados de demasiada historia para que uno pueda sentirse a gusto complemente con ellos. Ahora bien, si estoy de algún lado es del lado de los de abajo. De allí vengo, y no puedo mirar para otro lado.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Un instrumento musical, sin duda. Quizá un piano, para ser acariciado por un virtuoso. O, mejor, un violonchelo y que me abrazasen mientras rozan mis cuerdas. No concibo placer mayor.
¿Cuáles son sus vicios principales?
Todos los conocidos. Nada humano me es ajeno. Si la pregunta se refiere a los defectos, el principal es la impaciencia. También la inconstancia. Dejo muchas cosas a medio. Me emociono con algo y me despisto enseguida. El refrán “oficial de mucho, maestro de nada” se puede aplicar perfectamente a mí.
¿Y sus virtudes?
Quizá la capacidad para adaptarme a situaciones, contextos y lugares, la versatilidad, podría decirse. Y también una curiosidad casi enfermiza por todo lo que me rodea –esto no sé si es virtud o vicio–.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Espero que las más bellas. Las de las personas que amo. Las imágenes de los momentos de felicidad que vuelven para dejar constancia de que, al final, vivir mereció la pena.
T. M.