Esta foto, tomada en las inmediaciones del Castillo de
Blanes, hubiera congratulado a Peyo, al grandioso dibujante muerto prematuramente en 1992, prisionero, como llegó a decir, de sus célebres personajes.
Porque en realidad estos ya no eran de él completamente, eran del
imaginario colectivo, como se suele decir.
Ahora bien, estoy seguro de que el
artista belga –qué pasó en Bélgica a mediados de siglo para que eclosionaran
autores de la talla de Morris, Hergé o Frans Masereel– se hubiera quedado
horrorizado al ver esta otra instantánea, que tomé en una calle de Nueva York
en julio, pocas semanas antes que esa de Blanes. Sus maravillosos personajes, ya envilecidos
por la tontería cinematográfica que infantiliza y vulgariza y universaliza a
costa de traicionar el espíritu original de su creador, no se merecían
semejante golpe bajo.