Pocas, muy
pocas, poquísimas biografías se encontrarán entre los escritores de cualquier
tiempo que puedan equipararse, por intensidad personal, participación social,
ambición y éxito comerciales, a la del valenciano Vicente Blasco Ibáñez
(1867-1928), al que se podría incluir en una mini lista de españoles cuyas
obras han llegado a ser “best-sellers” y en la que entrarían nombres tan
distintos como Cervantes o Corín Tellado. Este ejemplo es incontestable: de su
novela “Los cuatro jinetes del Apocalipsis”, publicada en 1916, se vendieron
más de dos millones de ejemplares solamente en Estados Unidos en menos de diez
años, un éxito descomunal que hizo que Hollywood adaptara varias de sus
historias; la citada, sobre dos familias enfrentadas durante la Primera Guerra
Mundial a partir de su afiliación francesa y alemana, respectivamente, que hizo
de Rodolfo Valentino una estrella del cine mudo en 1921, y “Sangre y arena”,
película estrenada veinte años después con Tyrone Power y Rita Hayworth entre
el reparto.
Asimismo, su
labor como político y agitador republicano, decidido a modernizar las
condiciones miserables de su pueblo, llegó a ser la más pintoresca de la
Valencia de finales del siglo XIX por su poder de oratoria, sus acciones
vandálicas contra la Iglesia y sus preferencias masónicas desde los veinte
años, cuando le queda poco para licenciarse en Derecho con pasmosa facilidad;
un presagio de su inminente actividad intelectual de la que había dado pistas
por el hecho de haber fundado un periódico a los dieciséis años. Y sin embargo,
pese a las miles de páginas novelísticas que le esperan y a un trabajo frente
al escritorio absolutamente absorbente, incansable y tenaz, Blasco Ibáñez
siempre se considerará un hombre de acción. Y así lo demostrará su vida en
Europa y América, frente al Mediterráneo o en Madrid. Baste aludir al respecto
al boicot que organizó de la visita de un aristócrata carlista a su ciudad en
1890, siendo acusado de injurias al poder público; el resultado, como señala su
estudioso más destacado, Ramiro Reig, en su biografía del año 2002, fue que el
joven revolucionario tuvo que huir disfrazándose de pescador en un barco de
contrabando que iba camino a Argel, hasta regresar al Viejo Continente y recalar
en París.
Desde allí
enviará diversos artículos a “El Correo de Valencia”, que saldrían en forma de
libro en 1893 y que hoy se pueden disfrutar gracias a la edición de Emilio J.
Sales Dasí de “París: impresiones de un emigrado” (Renacimiento, 2013), como
hará dos décadas más tarde cuando, de nuevo radicado en la capital francesa, escriba una serie de reportajes que acaban de ser recuperados en "Crónica de la guerra europea de 1914” (Esfera de los
Libros), una selección de textos escritos a partir de sus visitas al frente. El
tiempo de la Gran Guerra será su punto de inflexión, cuando publique “Los cuatro
jinetes del Apocalipsis” y su triunfo comercial le lleve de gira por Estados
Unidos para dar conferencias, firmar contratos en la meca del cine y hasta
obtener el doctorado honoris causa por la Universidad de Washington. Blasco Ibáñez
seguramente es el único español civil del momento en tener un Rolls-Royce y
vuelve a Valencia convertido en una leyenda, consagrándose el resto de sus días
a escribir novelas por encargo en la Costa Azul. En el currículum de las
experiencias más insólitas desde su juventud, tiene un paso por la cárcel por
declararse contra la guerra de Cuba y otro exilio en Italia, la fundación de
una editorial que dio lo mejor de la literatura internacional, tres años en la
Pampa con el propósito de explotar ciertas tierras –un rotundo fracaso que le
arruinó pero que tuvo una gran influencia en la actual localidad argentina de
Cervantes, que heredó las técnicas de regadío y la labor de los agricultores
que en los años diez llevó el escritor–, un viaje extraordinario a bordo de un
lujoso transatlántico que describió en “La vuelta al mundo de un novelista”
(1924-25), cuatro hijos (uno fallecido prematuramente), una viudedad y un
segundo matrimonio con una mujer chilena, más una animadversión palmaria contra
la dictadura de Primo de Ribera.
Pero antes de
todas esas aventuras, o durante ellas, Blasco Ibáñez se debe a su infinita
imaginación. En 1892, a la vuelta de su primera estancia en París gracias a una
ley de amnistía, donde se entrega con tanto ahínco a la lectura y escritura
como a las juergas nocturnas (la policía lo detiene en varias ocasiones), se
dedicará de lleno a la política –diputado del Congreso por el partido Unión
Republicana, siempre se muestra contrario a la monarquía, y funda el diario “El
Pueblo”– y hará de su literatura una extensión de su pensamiento social. A este
respecto, Renacimiento acaba de publicar la voluminosa novela “La araña negra”,
en la que Blasco Ibáñez denunció la intromisión de lo eclesiástico en la vida
ordinaria a partir de la figura de una noble llamada Marujita Quirós; en la
introducción, titulada muy significativamente “El aprendizaje de un escritor
populista”, Cecilio Alonso habla de cómo Blasco Ibáñez se inició en el mundo de
la literatura mediante el género del “folletín periodístico y la novela por
entregas”, desde muy pronto, y para siempre, a la busca de “un público amplio
para garantizar cuanto antes el rendimiento económico de su trabajo
intelectual, no sólo por beneficio personal sino como sostén indispensable de
su propio crédito político”.
En la edición
de sus crónicas parisinas, se puede ver cómo Blasco Ibáñez se vanagloriaba de
ganar un dinero gracias a sus colaboraciones periodísticas, como le dice a su
por entonces novia María. Sales Dasí advierte cómo el escritor se hará
autopromoción por medio de esas apariciones en prensa para preparar la subsiguiente
publicación del libro que iría a reunir los textos viajeros de turno.
Precisamente, Sales Dasí habla de cómo los artículos desde París, de fuerte
contenido republicano, serán reaprovechados para la redacción de “La araña
negra”, que acaba viendo la luz en Barcelona: el editor Seix, explica Alonso,
le da al autor trece mil pesetas. Una buena inversión, pues la obra tiene una
“extraordinaria resonancia en las clases populares”, y es común “las veladas
invernales de lectura familiar en los hogares republicanos, con la mujer y los
hijos reunidos alrededor del lector”. Incluso “el propio Pío Baroja, vecino de
Valencia en 1892, recordaba la novedad publicitaria de ese folletín cuyo título
se estampaba en las piedras de las calles, mediante un sello grande de hierro
entintado en azul”.
El populismo
de Blasco Ibáñez, sus ataques a los jesuitas, calaron hondo en la población; la
postura del valenciano radicó, según Alonso, en “excitar pasiones políticas
callejeras”, en contraste, por ejemplo, con Clarín, que creó “opinión
argumentada con silogismos” en torno a la relación del Gobierno con la Iglesia.
Pero ya se advirtió antes que el autor de “La barraca” (1898) y “Cañas y barro”
(1902), de casi una cincuentena de obras, priorizaba la acción, la arenga, la
vida en la calle, en la huerta y hasta en la guerra. Y todo para él fue materia
narrativa, carne y espíritu, para la eclosión de personajes populares de papel
primero, de celuloide después.
Publicado
en La Razón, 11-VIII-2014