viernes, 15 de agosto de 2014

El narrador español más exitoso del siglo XX

Pocas, muy pocas, poquísimas biografías se encontrarán entre los escritores de cualquier tiempo que puedan equipararse, por intensidad personal, participación social, ambición y éxito comerciales, a la del valenciano Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928), al que se podría incluir en una mini lista de españoles cuyas obras han llegado a ser “best-sellers” y en la que entrarían nombres tan distintos como Cervantes o Corín Tellado. Este ejemplo es incontestable: de su novela “Los cuatro jinetes del Apocalipsis”, publicada en 1916, se vendieron más de dos millones de ejemplares solamente en Estados Unidos en menos de diez años, un éxito descomunal que hizo que Hollywood adaptara varias de sus historias; la citada, sobre dos familias enfrentadas durante la Primera Guerra Mundial a partir de su afiliación francesa y alemana, respectivamente, que hizo de Rodolfo Valentino una estrella del cine mudo en 1921, y “Sangre y arena”, película estrenada veinte años después con Tyrone Power y Rita Hayworth entre el reparto.

Asimismo, su labor como político y agitador republicano, decidido a modernizar las condiciones miserables de su pueblo, llegó a ser la más pintoresca de la Valencia de finales del siglo XIX por su poder de oratoria, sus acciones vandálicas contra la Iglesia y sus preferencias masónicas desde los veinte años, cuando le queda poco para licenciarse en Derecho con pasmosa facilidad; un presagio de su inminente actividad intelectual de la que había dado pistas por el hecho de haber fundado un periódico a los dieciséis años. Y sin embargo, pese a las miles de páginas novelísticas que le esperan y a un trabajo frente al escritorio absolutamente absorbente, incansable y tenaz, Blasco Ibáñez siempre se considerará un hombre de acción. Y así lo demostrará su vida en Europa y América, frente al Mediterráneo o en Madrid. Baste aludir al respecto al boicot que organizó de la visita de un aristócrata carlista a su ciudad en 1890, siendo acusado de injurias al poder público; el resultado, como señala su estudioso más destacado, Ramiro Reig, en su biografía del año 2002, fue que el joven revolucionario tuvo que huir disfrazándose de pescador en un barco de contrabando que iba camino a Argel, hasta regresar al Viejo Continente y recalar en París.

Desde allí enviará diversos artículos a “El Correo de Valencia”, que saldrían en forma de libro en 1893 y que hoy se pueden disfrutar gracias a la edición de Emilio J. Sales Dasí de “París: impresiones de un emigrado” (Renacimiento, 2013), como hará dos décadas más tarde cuando, de nuevo radicado en la capital francesa, escriba una serie de reportajes que acaban de ser recuperados en "Crónica de la guerra europea de 1914” (Esfera de los Libros), una selección de textos escritos a partir de sus visitas al frente. El tiempo de la Gran Guerra será su punto de inflexión, cuando publique “Los cuatro jinetes del Apocalipsis” y su triunfo comercial le lleve de gira por Estados Unidos para dar conferencias, firmar contratos en la meca del cine y hasta obtener el doctorado honoris causa por la Universidad de Washington. Blasco Ibáñez seguramente es el único español civil del momento en tener un Rolls-Royce y vuelve a Valencia convertido en una leyenda, consagrándose el resto de sus días a escribir novelas por encargo en la Costa Azul. En el currículum de las experiencias más insólitas desde su juventud, tiene un paso por la cárcel por declararse contra la guerra de Cuba y otro exilio en Italia, la fundación de una editorial que dio lo mejor de la literatura internacional, tres años en la Pampa con el propósito de explotar ciertas tierras –un rotundo fracaso que le arruinó pero que tuvo una gran influencia en la actual localidad argentina de Cervantes, que heredó las técnicas de regadío y la labor de los agricultores que en los años diez llevó el escritor–, un viaje extraordinario a bordo de un lujoso transatlántico que describió en “La vuelta al mundo de un novelista” (1924-25), cuatro hijos (uno fallecido prematuramente), una viudedad y un segundo matrimonio con una mujer chilena, más una animadversión palmaria contra la dictadura de Primo de Ribera.

Pero antes de todas esas aventuras, o durante ellas, Blasco Ibáñez se debe a su infinita imaginación. En 1892, a la vuelta de su primera estancia en París gracias a una ley de amnistía, donde se entrega con tanto ahínco a la lectura y escritura como a las juergas nocturnas (la policía lo detiene en varias ocasiones), se dedicará de lleno a la política –diputado del Congreso por el partido Unión Republicana, siempre se muestra contrario a la monarquía, y funda el diario “El Pueblo”– y hará de su literatura una extensión de su pensamiento social. A este respecto, Renacimiento acaba de publicar la voluminosa novela “La araña negra”, en la que Blasco Ibáñez denunció la intromisión de lo eclesiástico en la vida ordinaria a partir de la figura de una noble llamada Marujita Quirós; en la introducción, titulada muy significativamente “El aprendizaje de un escritor populista”, Cecilio Alonso habla de cómo Blasco Ibáñez se inició en el mundo de la literatura mediante el género del “folletín periodístico y la novela por entregas”, desde muy pronto, y para siempre, a la busca de “un público amplio para garantizar cuanto antes el rendimiento económico de su trabajo intelectual, no sólo por beneficio personal sino como sostén indispensable de su propio crédito político”.

En la edición de sus crónicas parisinas, se puede ver cómo Blasco Ibáñez se vanagloriaba de ganar un dinero gracias a sus colaboraciones periodísticas, como le dice a su por entonces novia María. Sales Dasí advierte cómo el escritor se hará autopromoción por medio de esas apariciones en prensa para preparar la subsiguiente publicación del libro que iría a reunir los textos viajeros de turno. Precisamente, Sales Dasí habla de cómo los artículos desde París, de fuerte contenido republicano, serán reaprovechados para la redacción de “La araña negra”, que acaba viendo la luz en Barcelona: el editor Seix, explica Alonso, le da al autor trece mil pesetas. Una buena inversión, pues la obra tiene una “extraordinaria resonancia en las clases populares”, y es común “las veladas invernales de lectura familiar en los hogares republicanos, con la mujer y los hijos reunidos alrededor del lector”. Incluso “el propio Pío Baroja, vecino de Valencia en 1892, recordaba la novedad publicitaria de ese folletín cuyo título se estampaba en las piedras de las calles, mediante un sello grande de hierro entintado en azul”.

El populismo de Blasco Ibáñez, sus ataques a los jesuitas, calaron hondo en la población; la postura del valenciano radicó, según Alonso, en “excitar pasiones políticas callejeras”, en contraste, por ejemplo, con Clarín, que creó “opinión argumentada con silogismos” en torno a la relación del Gobierno con la Iglesia. Pero ya se advirtió antes que el autor de “La barraca” (1898) y “Cañas y barro” (1902), de casi una cincuentena de obras, priorizaba la acción, la arenga, la vida en la calle, en la huerta y hasta en la guerra. Y todo para él fue materia narrativa, carne y espíritu, para la eclosión de personajes populares de papel primero, de celuloide después.

Publicado en La Razón, 11-VIII-2014